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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (50 page)

BOOK: La Antorcha
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Imandra pareció ofenderse, pero el dolor que se reflejaba en el rostro de Casandra mitigó su irritación.

—¿Con este tiempo? Se acerca el invierno y el viaje sería terrible. Esperaba que te quedases para ayudarme a educar a mi hija. Tuve escasa fortuna en la educación de Andrómaca para que me sucediera como reina. Mi fe en oráculos y augurios no es grande; sin embargo, nada puedo negarte el día en que la diosa me ha enviado a esta preciosa hija. Pero no es mi permiso el que debes conseguir sino el de la Madre Serpiente. Es a ella, no a mí, a quien te hallas consagrada. Y has de esperar al menos hasta que pueda yo reunir los regalos que habré de enviar a Troya, para Andrómaca y su hijo, para mi prima Hécuba y, naturalmente, para ti, mi querida hija.

Casandra sabía que se le exigiría esto y se dijo a sí misma que la catástrofe que había previsto quizá no fuese tan inminente para que un día o incluso una semana de retraso significaran diferencia alguna. No era posible ignorar los imperativos del parentesco y de la cortesía respecto de alguien que había sido tan buena con ella como la reina Imandra. Pero su corazón se rebeló; todo lo que la retenía lejos de Troya le parecía ahora odioso. Estaba segura de que Arikia la reprendería por su deslealtad, pero no tenía en su mano otro recurso honorable. Le habían entregado generosamente sus conocimientos y su amistad; al fin y al cabo no podía escapar de Colquis como una ladrona.

Así que sacó fuerzas de flaqueza y fue a solicitar el permiso de la Sacerdotisa de la Serpiente.

Durante la noche y el largo día que le siguió, mientras preparaban carros, bestias, regalos y todo lo que precisaría en su largo viaje hasta Troya, Casandra tuvo tiempo de recobrar un cierto grado de serenidad aunque sólo fuera porque no podía vivir tan llena de angustia y terror. Sabía bien que los dioses la habían llamado a Troya para que se cumpliera su destino, fuera cual fuese, pero no consideró que podría evitarlo quedándose en Colquis; la Historia rebosaba de relatos sobre aquellos que egoístamente creyeron sustraerse a su destino, incumpliendo alguna obligación, y que de un modo inevitable atrajeron sobre sí ese mismo destino que tanto temían.

Puede que la visión no significara una catástrofe; puede incluso que significase que Apolo no toleraría la guerra, tal como estaba librándose. Quizá los obligaría a concertar cualquier clase de pacto y todo se arreglaría.

Así que al final, aun lamentando sinceramente partir de Colquis y perder la libertad y los honores que allí había conocido, se puso en marcha tres mañanas después, contenta, o al menos sin pesar, de hallarse otra vez en camino.

El viaje comenzó antes que el alba. Las tres mujeres iban en un sólido carro, tirado por muías que les había proporcionado la reina Imandra. Cuando el vehículo empezó a traquetear por la ciudad, la oscuridad era completa, sin más luz que las chispas de una forja en donde trabajaba una corpulenta herrera. Adrea y Kara se mostraban francamente jubilosas por volver a su tierra, aunque hablaban con terror del largo viaje que les aguardaba, de los peligros de bandidos y centauros, así como de los caminos cubiertos de nieve y vigilados por salvajes atracadores, hombres o mujeres, que podían creerlas portadoras de tesoros o para quienes sus víveres y sus ropas fuesen riqueza suficiente. Casandra iba en silencio; añorando ya a sus amigas del templo de la Madre Serpiente, tanto mujeres como reptiles, y se sentía pesarosa de haber dejado a Imandra. Era improbable que volvieran a encontrarse en este mundo.

Cuando atravesaron las puertas de hierro de Colquis, caían algunos copos de nieve y el cielo se mostraba gris y desapacible. Aumentó la luz, pero no apareció el sol, y Casandra lanzó una mirada postrera a las altas puertas de la ciudad que brillaban rojizas bajo el alba grisácea.

No podía haber muchas mujeres de su edad que hubieran hecho dos viajes como aquél y, si era capaz de recorrer tal distancia un par de veces, ¿por qué no tres o más? Quizá la aguardaban aún muchas aventuras y, aunque fuera de regreso a Troya, no había necesidad de sentir la opresión de las murallas de su ciudad, hasta no hallarse tras ellas.

La primera noche, cuando como de costumbre se prepararon sus mujeres y ella para acostarse, Adrea preguntó: —¿Vas a dormir, princesa, con esa cosa en tu lecho? Casandra pasó la mano sobre los anillos de la serpiente, tibia y suave.

—Por supuesto. Soy su madre. La incubé con el calor de mi propio cuerpo y ha dormido en mi seno todas las noches de su vida. Además hace frío a estas horas; moriría si no le diese calor.

—Mucho haría y mucho he hecho por la hija de tu madre, pero no compartiré mi lecho con una culebra —dijo Adrea—. ¿No puede dormir junto al fuego, en un cajón o en un recipiente?

—No, no puede —dijo Casandra, rebosante de secreta satisfacción—. Te aseguro que no te morderá y que es mejor compañera de cama que un niño, porque no mojará ni manchará las sábanas como es probable que hiciera un bebé. Nunca dormirás con criatura más limpia. —Acarició a la serpiente y añadió—: No tienes por qué preocuparte; permanecerá a mi lado. Estoy segura de que tiene más miedo de ti que tú de ella.

—No —dijo suplicante Adrea—. No, por favor, Casandra. No puedo hacerlo. No puedo dormir con una serpiente.

—¿Cómo te atreves a hablar de ese modo? Es una de las criaturas de la diosa, igual que tú, Adrea. Tú no serás tan tonta, ¿verdad, Kara?

—Tampoco yo pienso acostarme con ninguna viscosa serpiente. Seguro que se deslizaría por encima de mí en cuanto me durmiese —afirmó ésta.

—Ni siquiera muerde, y no te haría daño aunque lo intentase —le dijo Casandra, enojada—. Aún no le han salido los dientes.

Se tendió, acariciando distraídamente con un dedo la pequeña cabeza de la serpiente.

—Si tuvieras el juicio que los dioses han dado a una gallina —añadió después—, y te forzaras a tocarla, comprobarías que no es viscosa en absoluto, al menos no más que un ave. Es muy suave y tersa y está tibia.

Envuelta en su mano, se la acercó a Adrea pero la mujer retrocedió, chillando. Casandra se echó sobre sus almohadas.

—Bueno, estoy cansada y voy a dormir aunque vosotras dos seáis tan estúpidas como para hacerlo en el frío piso del carro. Haceos las camas en donde os plazca pero apagad la lámpara y durmamos en nombre de la diosa, de cualquier diosa.

Pronto perdieron de vista a Colquis. Avanzaban entre colinas redondeadas y pasaron por diferentes aldeas. Los días se hacían cada vez más fríos y caía una nieve fina que se fundía en el suelo.

Una mañana que se habían puesto en marcha antes de la salida del sol, Casandra oyó un extraño e insistente gemido.

—¿Qué es eso? Parece un niño y, a juzgar por el sonido, un bebé. ¿Qué hace un bebé en estas soledades en donde únicamente puede haber lobos y quizás osos? —dijo a sus acompañantes.

Bajó del carro y miró por los alrededores entre los copos de nieve que caían para hallar el origen del sonido. Al cabo de un rato, vio en la ladera un bulto de burda tela de lana que contenía a una niña pequeña y bien constituida, cuyo cordón umbilical aun no había cicatrizado. Una negra pelusa cubría su cabeza.

—¡No la toques, princesa! —dijo Adrea—. Es sólo un bebé abandonado por alguna mujer de las aldeas, una prostituta que no puede criar a su hija o alguna madre que tiene demasiadas.

Casandra se inclinó y alzó a la niña. Estaba helada a pesar de los paños que la envolvían pero aún pateaba con fuerza. Al apretarla contra su pecho, se calmó un poco y cesaron sus gemidos. Comenzó a retorcerse buscando donde mamar.

—Ea, ea —dijo Casandra, meciéndola—. Yo nada tengo para ti, pobre niña. Pero estoy segura de que algo podremos encontrarte.

—¿Por qué tenemos que hacerlo? —preguntó Adrea, horrorizada—. ¿No pensarás en quedarte con ella, princesa? —Te parecería bien que me casase para tener un hijo —dijo Casandra—. Pues ahora puedo tener uno sin quebrantar mi juramento de castidad ni sufrir los dolores del parto. ¿Cómo no iba a aceptar a esta hija que la diosa me envía directamente?

La niña entró en calor y se quedó dormida en los brazos de Casandra.

—No cabe duda de que es un hecho virtuoso salvar la vida de un niño —añadió.

Había pronunciado tales palabras para burlarse de Adrea, pero empezaba a meditar en todos los problemas que se le plantearían cuando la mujer le dijo:

—¿Cómo vas a alimentarla, princesa? No tiene edad suficiente para masticar y habrías de hallar en alguna parte una nodriza y llevártela contigo a Troya.

—No, eso no es necesario —contestó Casandra, tras reflexionar un momento—. Ve a esa aldea de allí. Busca una cabra que esté criando y que tenga mucha leche. A los bebés les gusta la leche de cabra.

El rostro de Adrea expresó la disconformidad que sentía.

—Ve ahora mismo —le ordenó—. Esa leche nos vendrá bien a todas. O quédate con mi serpiente mientras yo voy... Ante la alternativa, Adrea se apresuró a ir a la aldea y volvió con una cabra joven, blanca y negra, que parecía sana y fuerte y que, desde el primer instante, aturdió a todos con sus balidos. Ninguna de las domésticas sabía ordeñar a una cabra pero Casandra les mostró cómo habían de proceder y, cuando consiguieron llenar un cuenco, ella alimentó al bebé, mojando un dedo en la leche. La niña chupó con entusiasmo y luego volvió a dormirse en sus brazos, aún aterrada al dedo. Casandra hizo tiras de un trapo para formar un cabestrillo. De esa manera podría llevarla colgada cuando cabalgara en el asno, sujeta a su cuello como los hijos de las amazonas. Decidió que, de momento, la llamaría «Miel» porque lavada, caliente y bien alimentada exhalaba un suave olor que recordaba el de la miel silvestre.

Al menos la distraería durante el largo viaje hasta Troya. Y cuando allí llegase, si no quería tener una niña a la que criar, se la cedería a la reina o a uno de los templos; las niñas resultaban siempre útiles en todos los hogares para la interminable y necesaria tarea de hilar y tejer.

Al principio, Adrea y Kara hacían comentarios sobre la niña abandonada, pero pronto discutieron por llevar a Miel en su regazo durante los largos trayectos en el carro, cantándole y contándole cuentos que su escasa edad no le permitía entender. Fue desarrollándose rolliza y hermosa. Peinaron su pelo rizado y le hicieron vestidos con sus propias ropas. Pronto pareció decidir quién era su madre. Las mujeres se mostraban cariñosas con ella, pero siempre intentaba dejarlas cuando Casandra le tendía los brazos; aunque le estuvieran dando una comida de su gusto. En las tediosas etapas del viaje dormía acurrucada en la parte trasera del carro con la serpiente de Casandra enroscada a su lado; y a menudo quería tenerla sobre su propio vestido. Cuando las mujeres protestaron, Casandra se limitó a reír.

—Ved, posee más sentido que vosotras; no tiene miedo de una de las criaturas de la diosa. Ha nacido para ser sacerdotisa y lo sabe.

Los días pasaban lentos y tediosos. Cuando llegaron a la gran llanura doblaron la vigilancia ante la eventualidad de que apareciesen bandas de centauros. Casandra deseaba encontrarse con ellos. Sentía debilidad por las tribus ecuestres, pero tanto las domésticas como la escolta y los carreteros confiaban evitar semejantes encuentros. Mas no hallaron ninguno. Una tarde, dentro de una zanja, vieron un caballo muerto. Aferrado al animal, estaba el cadáver retorcido de su jinete cuyos huesos casi eran visibles bajo la piel, indicándoles que aquel pobre hombre había muerto de hambre v de trío. El corazón de Casandra se conmovió de compasión por él, aunque su carretero y las domésticas afirmaron que había encontrado lo que se merecía y desearon a todos sus congéneres un destino semejante.

Otra tarde, cuando se disponían a acampar, Casandra distinguió a lo lejos a un pequeño grupo de jinetes, formado por un hombre macilento y deformado por años sobre el caballo y media docena de los que parecían ser niños pero eran probablemente muchachos en quienes la desnutrición había retrasado el desarrollo. Casandra no hubiera podido asegurarlo, pero le pareció que el hombre era Quirón. Les hizo señas y los llamó en su propia lengua, mas no se acercaron. Se limitaron a cabalgar lentamente en torno del campamento, demasiado lejos para que los distinguieran con claridad o para oír lo que decían.

—Será mejor que montemos una guardia —dijo uno de los carreteros—. Si no lo hacemos quizá cuando durmamos se aproximen para asesinarnos y robarnos. Nunca se puede confiar en un centauro.

—Eso no es cierto —afirmó Casandra—. No nos harán nada. Nos temen más de lo que nosotros a ellos.

—Habría que acabar con todos —intervino Kara—. No son hombres civilizados.

—Están hambrientos, eso es lo que ocurre —dijo Casandra—. Saben que tenemos víveres y animales; sólo nuestra cabra les proporcionaría la mejor comida que han conocido en todo este año, pero no nos atacarán.

Pese a la reprobación de sus domésticas y de la escolta, se mostró dispuesta a darles algunos víveres y, durante algún tiempo, trató de atraerlos hacia el campamento, pero ellos se mantuvieron a una prudente distancia, cabalgando alrededor, y no se acercaron. Por tanto, se dispusieron a pasar la noche protegidos por un par de centinelas. Casandra permaneció despierta, pensando en los centauros que se hallaban sobre sus monturas en la oscuridad. A la mañana siguiente, les dejó unas hogazas de pan de cebada y algunas viandas en una vasija rajada que los viajeros pensaban abandonar.

Cuando se alejaban del lugar en que habían acampado advirtió que los centauros se aproximaban a él; al menos conseguirían algunos víveres que retrasarían su muerte por inanición. Para Miel, pensó, serán sólo una leyenda, v todos le dirán cuan
malvados
eran. Pero también son poseedores de una sabiduría y una forma de vida que nunca volveremos a encontrar. ¿Será ése también el destino de las amazonas?

Después de haber visto a los centauros, el camino le pareció más largo y vacío; día tras día avanzaron por la enorme planicie, sin cruzarse con viajero alguno, y no se diferenciaban unos de otros más que por el crecer y el menguar de la luna, por los cambios del buen tiempo a las nevadas. Al pasar por las comarcas en donde había esperado hallar tribus de amazonas no encontraron jinetes de ningún tipo, ni hombres ni mujeres. ¿Habían perecido las amazonas o fueron secuestradas para servir en las aldeas de los hombres? Le hubiera gustado enviar un mensaje a Pentesilea pero no sabía cómo hacérselo llegar y ni siquiera si aún vivía. Intentó verla en el agua de su cuenco pero no lo consiguió.

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