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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (45 page)

BOOK: La Antorcha
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—Eso es diferente —declaró el jefe de la caravana—. Podemos traficar con Odiseo como traficaríamos con Príamo; se trata de un hombre honesto y de un comerciante honrado.

Alzó la voz para que le oyesen sus carreteros.

—Parece, amigos, que a fin de cuentas, iremos a Troya.

Y después, como era de esperar, quiso saber qué hacía ella, viajando sin su familia y, cuando se lo explicó, le dijo lo que esperaba que le dijera; si fueses hija mía, no te lo habría permitido.

—Pero supongo que tu padre sabe lo que hace —concluyó, dubitativo.

Casandra no estimó necesario hacerle saber que no había solicitado el permiso de Príamo y, por tanto éste no había tenido la oportunidad de otorgarlo o negarlo.

—¿Quieres que lleve algún mensaje tuyo a Troya?

—Sólo que hagas saber en el templo del Señor del Sol que me encuentro bien. Ellos se encargarán de transmitir el recado a mi madre y a mi padre.

Y con mutuas expresiones de buena voluntad y bendiciones se separaron, desplazándose lentamente por la gran planicie como dos corrientes que van en direcciones opuestas. Pasadas varias noches más, la comitiva cruzaría las fronteras del país de los centauros.

—¿Los centauros? —preguntó Adrea, una de sus acompañantes.

—¡Dioses, los centauros! —exclamó Kara, la otra.

—Así es; viven en este país y hemos de cruzar su territorio. Es casi inevitable que encontremos a uno o más de sus grupos nómadas.

A aquellas mujeres se les había imbuido las antiguas consejas acerca de tales seres.

—¿Y no tienes miedo de los centauros, Casandra?

—Ninguno —contestó.

Supuso que era una respuesta poco femenina. Kara la miró como si se ofendiera por el hecho de que una mujer no se asustara de lo que a ella le causaba tanto pánico. Casandra emitió un suspiro y apuró el vino de su copa.

—Hemos de acabar este vino —dijo—. Está empezando a agriarse y no soportará el calor. Podremos conseguir más en la próxima aldea, dentro de un día o quizá de dos.

Y el resto de la conversación trató de temas mucho más banales...

Tal como Casandra había dicho, vieron a los centauros
a
hora muy temprana del día siguiente. Al principio, cabalgando sobre un interminable mar de hierba, Casandra no pudo distinguirlos; luego, muy lejos, en el límite de su visión, percibió movimientos y sombras y, por último, una, pequeña silueta... no, dos... no, tres, a caballo, oscuras contra el dorado ondear de las hierbas. Entonces, pareció que habían captado el avance de su pequeña caravana y se congregaron para deliberar. Durante un momento, ella pensó que huirían. Luego volvieron grupas, encaminándose hacia los tróvanos.

Casandra hizo que su asno se detuviera, pero no dio muestra alguna de tener propósitos de retroceder. Sabía desde hacía tiempo que nunca se debía dar ocasión a un centauro de pensar que se le temía, pues de otra manera se aprovecharía de la situación.

Dijo en voz baja, a través de las cortinas de la litera donde iban las domésticas.

—¿Queríais ver a un centauro? Ahí tenéis uno.

—Yo no he dicho eso —respondió Adrea.

No obstante, adelantó la cabeza y miró entre las cortinas. Kara la imitó.

—¡Qué hombrecillos tan feos y extraños! —exclamó—. Y también desvergonzados. Van desnudos como animales.

—¿Por qué iban a llevar ropas cuando no hay nadie que les vea ni se preocupe de su atuendo? Tienen vestiduras que suelen ponerse cuando van a las ciudades —dijo Casandra, mientras observaba al grupo que se acercaba.

El primero entre ellos era un individuo encorvado y de cabellos grises. Sus piernas parecían aún más cortas y arqueadas que las del resto. Lucía un collar de dientes de león. Por achacoso y viejo que estuviese, Casandra le reconoció.

—Quirón —dijo. Y él se inclinó sobre su montura.

—Te saludo, sobrina de Pentesilea. La vez anterior que te encontramos teníamos miel silvestre. Ahora nuestra tribu es pobre. Son demasiados los viajeros que atraviesan esta planicie; ahuyentan la caza, pisotean las plantas de los campos. Nuestras cabras apenas tienen leche para sus cabritos. Pasamos mucha hambre.

—Viajamos hacia Colquis —dijo Casandra—. ¿Puedes mostrarnos el camino?

—Me placerá hacerlo, si es lo que deseas —contestó, con su rudo acento, el viejo centauro—. Pero, ¿por qué os alejáis de Troya? Parece que el mundo entero va hacia esa guerra; si no para luchar, al menos para vender algo a los combatientes de un lado o de otro.

Aquello era tan cierto que resultaba innecesario comentarlo.

Antes de salir de Troya, había pedido en las cocinas media docena de hogazas de pan, sabiendo que los centauros ni cultivaban ni molían los cereales y que constituían un lujo para ellos. Cuando las desenvolvió y se las entregó, Casandra dedujo del brillo de los ojos que padecían auténtica hambre.

—La hija de Príamo es generosa —dijo el hombrecillo—. ¿Participa tu marido en las grandes batallas ante Troya? Si es así, le regalaré flechas mágicas que acabarán con sus enemigos, aunque no les alcancen en una parte vital.

—No tengo marido —dijo ella—. Estoy consagrada al Señor del Sol y no tendré a nadie más que a él. No necesito ninguna de tus flechas emponzoñadas con veneno extraído de los sapos.

Durante un momento, el hombre pequeño la miró ceñudo, luego se echó hacia atrás, estalló en una gran carcajada e hizo algo, que Casandra no pudo captar, que obligó a su caballo a encabritarse para recobrar luego su postura normal.

—Jo, jo, jo —rió, entre dientes—. La hija de Príamo es lista y buena; ningún hombre de los míos le causará daño, ni a ella ni a quienes le acompañan, cuando atraviesen mi país. ¡Ni siquiera a esas viejas que observan con lascivia a mis hombres detrás de las cortinas! Pero, si no te hacen falta esos viejos sapos, dáselos a mis hombres; ya no sirven para bang—bang —acompañó esas sílabas carentes de sentido con un gesto obsceno que se lo proporcionaba claramente—. Mas podemos cocerlas para hacer veneno de flechas.

Casandra se esforzó por mantener su expresión imperturbable.

—De ninguna manera. No quiero ir sin mis mujeres; son buenas conmigo, y no viajaría por tu país con mujeres jóvenes y guapas.

—Eres lista —afirmó mientras hacía girar a su caballo y se alejaba rápidamente.

Casandra alzó la mano para indicarle que no había terminado su parlamento, y el centauro volvió grupas y se acercó.

—¿Sabe el sabio jefe del pueblo de los caballos en donde pastan este verano las yeguas de las mujeres de Pentesilea?

El hizo un gesto y le dio una rápida explicación en su jerga, como no la obligaba a apartarse mucho de su camino, Casandra decidió que iría hasta allí. Se despidió cortésmente de Quirón, que había empezado a compartir con sus hombres las hogazas y que mostraba ya migas en torno de su boca.

Tras otro largo día de marcha en la dirección que le había indicado el centauro, distinguió en la distancia una figura ecuestre. La desconocida era portadora de un arco como el que las mujeres de Pentesilea llevaban siempre atravesado a la espalda. Casandra le hizo señas y la mujer se aproximó.

—¿Quién se atreve a penetrar en nuestro país con una escolta de hombres?

—Soy Casandra, hija de Príamo de Troya, y busco a mi tía, la amazona Pentesilea —respondió.

La mujer, que lucía el ropón de cuero y los calzones de las amazonas y llevaba recogidos en un moño los cabellos largos, ásperos y negros, la observó con suspicacia, y al fin dijo:

—Te recuerdo de cuando eras niña, princesa. No puedo abandonar a mis yeguas... —Con un ademán indicó a los flacos animales que, dispersos, pastaban la hierba rala—. Además, no es mi misión convocar a la reina. Pero enviaré una señal para indicar que se la busca y, si quiere, vendrá.

Desmontó y encendió una pequeña hoguera, después arrojó algo a las llamas que produjo grandes nubes de humo. Entonces cubrió la hoguera y la destapó, una y otra vez, lanzando sucesivas nubes de humo en grupos de a tres.

Al cabo de algún tiempo, Casandra vio una alta silueta a caballo que se acercaba cruzando la planicie. Cuando estuvo más próxima, reconoció a su tía.

Al acercarse el caballo de Pentesilea, Casandra pudo advertir la expresión de sorpresa en la cara de la amazona. Al cabo de un momento comprendió que su tía no la había reconocido. Cuando dejó a Pentesilea era aún una muchacha muy joven; ahora, mayor, vestida y ataviada como una princesa, como una sacerdotisa, le resultaba por completo desconocida.

La llamó por su nombre y añadió:

—¿No me reconoces, tía?

—¡Casandra!

El seco y tostado rostro de Pentesilea se relajó pero siguió pareciéndole avejentado. Llegó, desmontó y abrazó a Casandra con cariño.

—¿Qué te trae por aquí, niña?

—Verte, tía.

La última vez que la había visto, Pentesilea parecía joven y tuerte. Ahora Casandra se preguntó cuántos años tendría en realidad. Su cara se hallaba surcada por centenares de diminutas arrugas, que se concentraban alrededor de la boca y de los ojos. Siempre había sido delgada pero ahora estaba flaca sin paliativos, Casandra pensó si las amazonas pasarían hambre como los centauros.

—¿Cómo va esa guerra de Troya? —le preguntó—. ¿Pasarás la noche con nosotras y nos lo contarás?

—Con mucho gusto —contestó Casandra—. Y podremos hablar de esa guerra, aunque ya esté cansada de ella.

Ordenó a los porteadores que siguiesen a la amazona y ella marchó junto a Pentesilea hasta una cueva que se abría en una ladera. En el interior, había una media docena de mujeres, casi todas de cierta edad, y varias niñas. Cuando las dejó eran al menos cincuenta. Ahora no se veían bebés ni mujeres jóvenes en edad de parir.

Pentesilea advirtió la expresión de su mirada y explicó:

—Elaria y otras cinco se hallan en la aldea de los hombres. Me asustaba que fueran pero supe que tenía que dejarlas ir o nunca me hubiera atrevido a permitírselo en el futuro. Pero... ¿ignoras pues lo que sucedió? Entonces nuestra vergüenza no ha llegado aún a oídos de Troya...

—Nada he sabido, tía.

—Ven y siéntate. Hablaremos mientras comemos —sonrió y husmeó apreciativamente—. Desde hace muchas lunas no sabemos lo que es comer bien. Gracias.

A la comida de las amazonas se había añadido carne seca y pan de las provisiones de Casandra.

—De cualquier modo —dijo Pentesilea—, no estamos tan mal como los centauros. Mueren de inanición y pronto habrán desaparecido. ¿Has hallado a alguno de ellos?

Casandra le narró su encuentro con Quirón y Pentesilea hizo un gesto de asentimiento.

—Sí, siempre podemos confiar en él y en sus hombres. En nombre de la diosa, deseo... —se interrumpió—. El año pasado acordamos ir a una de las aldeas de los hombres. Hicimos un trato para intercambiar peroles, caballos y también algunas de nuestras cabras lecheras. Pues bien, fuimos como de costumbre y todo pareció desarrollarse bien. Transcurrieron dos lunas; algunas de las nuestras ya estaban preñadas y nos hallábamos dispuestas a partir. Nos rogaron que permaneciésemos otro mes, y aceptamos. Cuando por fin nos disponíamos a marchar, organizaron un banquete de despedida y nos obsequiaron con un vino nuevo. Dormimos profundamente y, al despertar nos vimos atadas y amordazadas. El vino estaba drogado. Nos dijeron que no podíamos abandonarles, que habían decidido vivir como los hombres de las ciudades, con mujeres que les atendieran durante todo el año y compartieran sus lechos y sus vidas...

Hizo una pausa, temblando de indignación y de tristeza.

—Cada animal tiene su propio tiempo para aparearse, intentamos recordárselo, pero no quisieron escucharnos —prosiguió—. Así que les respondimos que lo consideraríamos si nos dejaban ir. Entonces afirmaron que teníamos que prepararles una comida porque los hombres de las ciudades tienen mujeres que cocinan para ellos y atienden a sus necesidades. ¡Obligaron incluso a ir al lecho a algunas de las mujeres que ya estaban preñadas!

»De modo que les preparamos la comida. Puedes imaginarte de qué clase —sonrió con fiereza—. Pero algunas mujeres mostraron oposición a que quitásemos la vida a los padres de sus hijos. Sólo la Madre Tierra sabe de dónde habían sacado tales ideas. En consecuencia, varios de ellos estaban prevenidos. Mientras vomitaban y defecaban, nos dispusimos a marchar. Pero hubo quienes nos obligaron a pelear. Bien, no pudimos matarlos a todos y perdimos a muchas de las nuestras; las traidoras se quedaron allí y no volvieron con nosotras.

—¿Que se quedaron con los hombres que os habían hecho tal cosa?

—Sí, afirmaron que estaban cansadas de luchar y del pastoreo —contestó Pentesilea con desdén—. Se acostarán con los hombres a cambio de la comida, sin más dignidad que las prostitutas de vuestras ciudades. Es una perversión de esos aqueos, que afirman incluso que nuestra Madre Tierra no es más que la esposa de Zeus Tonante...

—¡Qué blasfemia! —exclamó Casandra—. ¿Ocurrió lo que me has referido con los hombres de la tribu de Quirón?

—No, en ellos podemos confiar. Se aterran, como nosotras, a las viejas costumbres —afirmó Pentesilea—. Pero cuando este año Elaria condujo a las mujeres a la aldea de los hombres, les obligamos a prestar juramento de que no quebrantarían las costumbres y dejarían con nosotras a todos los niños lactantes. Nos ocultamos en cuevas porque, ausentes nuestras mujeres más jóvenes y fuertes, no tenemos guerreras para guardar nuestros animales...

A Casandra no se le ocurrió nada que decir. Era el final de una clase de vida que había persistido miles de años en aquellas llanuras, ¿mas qué cabía hacer? Le preguntó:

—¿Ha habido sequía? Quirón me dijo que era difícil encontrar alimentos.

—También eso. Algunas tribus, demasiado codiciosas, crían más caballos de los que puede mantener la llanura, para cambiarlos luego por ropas, peroles y cualquier otra cosa. De este modo, quienes tratamos bien a la tierra nos estamos muriendo. La Madre Tierra no ha extendido su mano para castigarlos. No sé... quizá ya no hay dioses que se preocupen de lo que los hombres hagan...

Su cara agostada revelaba su fatiga.

—No lo entiendo —dijo Adrea—. ¿Por qué te preocupa tanto que algunas mujeres hayan decidido vivir como las de las ciudades? Así conoceréis una existencia desahogada, con maridos que cuiden de vosotras y de vuestros caballos; podréis criar a vuestros hijos como lo hacéis con vuestras hijas, sin necesidad de dedicar todo el tiempo a combatir para defenderos. Muchas, muchísimas mujeres viven así y no les parece mal. ¿Crees que son ellas las equivocadas? ¿Por qué queréis vivir separadas de los hombres? ¿No sois mujeres como las demás?

BOOK: La Antorcha
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