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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

Ira Dei (6 page)

BOOK: Ira Dei
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Pero lo más intrigante era el extraordinario parecido en el
modus operandi
con respecto al conjunto de cadáveres de la cripta. Era una increíble coincidencia.

Tenía que ser una coincidencia. Después de todo, bastaba ver una vieja película del Oeste para conocer la técnica de los indios americanos. Sin embargo…, un sexto sentido le decía que había algo más en aquellos asesinatos separados entre sí más de trescientos años. Algo en lo que prefería no pensar.

8

La mole de hormigón armado y cristal donde se ubicaba el Archivo Histórico Provincial se interponía ante el sol implacable de la tarde, regalando una suave sombra al aparcamiento del recinto. Marta Herrero bajó de su automóvil y se dirigió a la entrada del edificio, de un estilo modernamente agresivo, y subió los escalones rápidamente. Era una suerte que aquella fuera la única tarde de la semana en que se abría el Archivo después del mediodía. A pesar de que la inmensa mayoría de los investigadores aprovecharían mejor el horario de tarde, la administración que gobernaba el Archivo se empecinaba en mantener un horario de apertura funcionarial, como si de una oficina burocrática se tratase. Salvo a los usuarios, a quienes nunca se les preguntaba, nadie en el complejo estaba descontento con ese horario de mañana. La apertura de un día por la tarde era una conquista de los investigadores que tenía dudosas perspectivas de continuidad.

Tras identificarse ante el guardia de seguridad, la arqueóloga subió al tercer piso, donde se encontraban los despachos del personal y la sala de consulta. Sus pasos rechinaron, tras salir del ascensor, al pisar un extraño suelo de placas de un material semejante al corcho, cuyas reverberaciones ayudaban con éxito a lograr desconcentrar a los lectores de la sala de lectura. Marta dejó atrás la puerta destinada a los investigadores y se adentró en el pasillo de los despachos de los conservadores del Archivo. Mercedes, la archivera que ocupaba el primero, no estaba, así que siguió hasta la siguiente puerta. Allí trabajaba Pedro Hernández, enfrascado en la pantalla de un ordenador intentando mejorar la calidad de imagen de un documento digitalizado del siglo XVI.

—Así ya se puede leer, no hace falta que sigas dándole al contraste.

Hernández se giró rápidamente

—¡Doña Marta Herrero! ¡Dichosos los ojos que te ven! ¿Te has perdido, por una extraña casualidad?

La delgada silueta del archivero se levantó ágilmente para ofrecer una silla a su visitante.

—Sabes que la imagen debe quedar perfecta —aclaró—. Nunca se sabe si el documento podrá escanearse de nuevo. La perfección es un objetivo primordial en nuestro trabajo.

—Sí, sí —interrumpió la arqueóloga—, de ello depende que el antiguo saber pueda llegar más fácilmente a las generaciones futuras. Te repites, Pedro.

Hernández ignoró la ironía y con un elegante gesto, no exento de displicencia, pulsó la orden de guardar el fichero informático.

—¿Qué tal te va con tus huesos y tus premolares guanches? ¿Te queda alguna cueva por remover?

—Sólo ésta, Pedro. Cuando menos te lo esperes saldré de debajo de una de esas placas del suelo, observándote como el raro espécimen que eres.

—Cierto, querida, hay que ser alguien extraordinario para trabajar en el archivo en esta bochornosa tarde. Bien, me imagino que no has venido a lanzarme más piropos. ¿Qué te trae a nuestro ilustre bunker?

—Estoy realizando una investigación sobre enterramientos masivos a mediados del siglo XVIII en La Laguna. ¿Te suena algo al respecto?

—¿Enterramientos masivos? —Hernández se rascó la oreja, pensativo—, que yo recuerde no hubo ninguna epidemia en aquellos años en Tenerife. Tampoco actos de guerra o naufragios, y menos aún algún otro desastre natural. Bueno sí, los volcanes de Güímar y Garachico, pero no afectaron a la ciudad.

—Me refería a algo más concreto… —Marta vaciló antes de seguir, la cuestión que iba a plantear le pareció ridícula por un momento—, quisiera saber si tienes noticias de asesinatos en serie en esos años.

—¿Asesinatos en serie?… —una sonrisa maliciosa apareció en el rostro de Hernández—, bueno, bueno, veo que te vas cansando de usar el pico y la pala. Los asesinatos en serie sólo están documentados a partir de finales del siglo XIX, con la expansión de la prensa escrita. Si ocurrían antes, o se enteraban muy pocos o las autoridades se guardaban de airearlos en bien de la
res publica
. Déjame pensar…

El archivero se sentó de nuevo ante la pantalla y comenzó a teclear rápidamente.

—Me parece haber leído algo en un libro del profesor Lugo sobre la desaparición de un alguacil y otras personas en torno a mil setecientos cincuenta, pero yo nunca he visto nada al respecto en documentos de la época.

—Vengo del despacho de Lugo —terció Marta, dudando en ofrecer todos los datos que poseía—, y me puso sobre la pista del antiguo dueño de una casa donde se cree que pudo ocurrir uno de aquellos asesinatos.

—Bien, pues tenemos algo por donde empezar. ¿De quién era la casa?

—Del Marqués de Fuensanta, en La Laguna.

El nombre le pilló desprevenido, y Hernández no pudo evitar contraer el ceño.

—Apuntas alto, querida. El Marqués de Fuensanta, don Hernando Machado González de la Oliva y Fuentes de Altavista, fue uno de los filántropos más importantes de La Laguna a mediados del siglo XVIII. Incluso diría que era un precursor de la Ilustración. Fundó una capellanía en la iglesia de Los Remedios y un Hospital para menesterosos en La Orotava, sin contar otras obras piadosas de carácter general para gentes desarraigadas. Se le atribuye, además, la primera traducción, hoy desgraciadamente perdida, de la célebre obra
Systema Naturae
, escrita originalmente en latín por Linneo y publicada en 1740 que, como sabrás, establecía el sistema de clasificación de las especies que se sigue usando hoy día. Los biólogos se ven obligados a utilizar el latín por su culpa…, la de Linneo, no del marqués, claro. Los latinistas tendrían que hacerle un monumento dado que al menos, en biología, el idioma no se perderá. Como ves, nuestro marqués no era un indeseable, precisamente.

—Tranquilo, Pedro, sólo digo que ocurrió en su propiedad, no que fuera él el asesino.

—¡Ah! —Hernández se levantó y alzó los brazos teatralmente—, ¡Tanto esfuerzo de promoción cultural durante años para que siglos después te recuerden sólo por un accidente trivial acaecido en el patio de tu casa! ¡Qué ingrato es el destino!

—Vale, vale, no empieces de nuevo. Centrémonos en el caso. ¿Qué tenemos del Marqués?

El archivero miró a Marta con ojos burlones.

—Tenemos mucho, y nada. Me explico: el Marqués aparece en la documentación notarial varias veces cada año durante décadas, en multitud de escrituras como protagonista en todo tipo de negocios y como testigo cualificado en otras tantas. Era un personaje público muy apreciado, lo que le hacía ser objeto de invitación segura a todos los actos políticos, sociales y económicos de la Isla. Su omnipresencia le granjeó los celos de sus iguales en la endogámica aristocracia isleña de la época. Sin embargo, en los papeles no hay nada de asesinatos, ni de nada por el estilo, que sobresaltara su apacible vida. Para más detalles, el marqués murió en su cama a una edad avanzada. No obstante, su faceta privada puede rastrearse gracias al fondo de la familia Machado González de la Oliva depositado, por fortuna para ti, en este Archivo.

—¿Qué contiene el fondo?

—Son tres legajos de documentación variada, generalmente de carácter privado, recopilados por sus descendientes en los años que siguieron a la muerte del tercer marqués, que es el que a ti te interesa. La mayoría son testimonios y descripciones de las propiedades y privilegios de las familias que iban entroncando de generación en generación. Por desgracia, no todo puede consultarse.

—¿Por qué no?

—Puedes verlo tú misma, acompáñame, por favor.

***

Hernández guió a su visitante hasta el final del pasillo. Bajaron dos tramos de escaleras y abrieron una pesada puerta metálica que daba acceso a un enorme compartimento estanco, el depósito de documentos. Se respiraba la sequedad en el ambiente y Marta notó el zumbido del aire acondicionado que salía de las rejillas del techo. La temperatura era varios grados más baja que en el resto del edificio. Sintió frío. El archivero la guió por un largo pasillo con estanterías metálicas a ambos lados. Para ahorrar espacio, las hileras donde estaban depositados los miles de legajos eran móviles, y se deslizaban por unos raíles mediante la manipulación de unos volantes giratorios similares a los de las puertas de los submarinos. Caminaron unos cuarenta pasos y Hernández se detuvo ante una de las estanterías. Abrió el pasillo interior y extrajo de los atestados anaqueles una caja de cartón de PH neutro con reserva alcalina para la conservación de los documentos. Se acercó a una pequeña mesa iluminada por un foco directo y depositó con delicadeza la caja en ella. Extrajo un grueso volumen forrado de piel, donde se habían encuadernado una multitud de documentos, algunos de distinto tamaño.

—Los dos primeros legajos, que puedes consultar, son los títulos de nobleza de la familia y la descripción de sus bienes, así como los testamentos. No tienen mayor interés para tu búsqueda. Sin embargo, este tercero contiene la correspondencia del Marqués, y debía ser muy interesante.

—¿Por qué dices
debía ser interesante
? ¿No lo has consultado?

Hernández desató los lazos que cerraban el grueso volumen y lo abrió. La tapa frontal arrastró consigo varios folios sueltos, pero el resto del libro aparecía como un ladrillo homogéneo de pasta de papel.

—En algún momento, no sabemos cuándo, el legajo sufrió una agresión hídrica, o lo que es lo mismo, se mojó por completo. Posiblemente una inundación del lugar donde estaba depositado. La humedad hizo que los folios se unieran entre sí, fundiendo la tinta y la celulosa. Es imposible separar las páginas y por lo tanto no se puede leer. Está retirado de la consulta pública.

—¿No se puede recuperar de alguna manera?

—Con los métodos de que disponemos, la respuesta es no. Tal vez en un futuro pueda hacerse algo, por eso lo conservamos.

—¿Puedo echar un vistazo a lo que se puede leer?

—Claro, subamos.

***

Pocos investigadores poblaban la sala de consulta aquella tarde. Marta se acomodó al lado de uno de los ventanales desde donde se divisaba el cercano Campus de Guajara. Con extremo cuidado, abrió el volumen y comenzó el examen de los folios que aún permanecían sueltos. No pasaban de una docena. Los primeros eran cartas del Marqués dirigidas a varios personajes ilustres de Madrid y otras ciudades de la Península. Versaban sobre novedades literarias y científicas, una correspondencia de alto nivel, típica de la época. El desencanto se hizo patente en la arqueóloga a medida que iba leyendo las hojas de grueso papel. No detectó nada reseñable hasta la cuarta carta. Abrió el cuaderno de notas y escribió febrilmente. Siguió pasando páginas hasta la última legible, donde comenzaba el emplasto de papel fundido. La leyó de nuevo, era una especie de encargo a un alarife, un arquitecto de la época. Los trazos de las palabras se encontraban borrosos y desvaídos, lo que hacía la lectura muy dificultosa. De repente, Marta dio un respingo. Volvió a leer las líneas finales del folio con más detenimiento.

Aprovechando que nadie la miraba, intentó separar el folio del resto del mazo, en vano. Estuvo a punto de romper una esquina del papel. Levantó el legajo y lo ojeó a contraluz. Después de meditar unos segundos, se levantó rápidamente y entró en el despacho de Hernández.

—¿Puedo hacer fotocopias del legajo?

—¡Por Dios! ¡Claro que no! —Hernández adoptó una expresión escandalizada—. ¡Su estado es delicadísimo! Lo siento. ¿No puedes copiar el texto a mano?

—Es que no se trata sólo del texto, me parece que al reverso del último folio legible hay un dibujo, tal vez un plano. No te importará si lo fotografío con mi móvil a la luz natural, ¿verdad?

—Bueno, eh, la solicitud es un poco irregular. Generalmente la reprografía corre bajo la responsabilidad del Archivo, pero en tu caso, ya que eres de confianza, puedes hacerlo.

La arqueóloga sonrió triunfalmente.

—Gracias Pedro, siempre serás un encanto.

Marta fotografió cinco veces el folio en cuestión desde distintos ángulos.

—Parece que has encontrado algo —Hernández miraba divertido el espectáculo que brindaba Marta con el móvil en la mano—. Me alegro. Por mi parte, voy a revisar los índices de los protocolos de estos años y haré un listado de las escrituras que me parezcan importantes para tu investigación. Siempre consigues que me interese por lo que haces. Sabía que acabaría haciéndote el trabajo sucio.

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