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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

Ira Dei (2 page)

BOOK: Ira Dei
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2

Nueva York, hace diez años.

Los Machado, padre e hijo, estaban terminando su última cena en Nueva York debajo de un pequeño cartel que rezaba
Boulevard Saint Germain
. Habían acudido al local de Monsieur Treboux, el
Veau D'Or
, El Becerro de Oro, localizado cerca de su casa, en la calle 60, muy próximo a la esquina con la avenida Lexington. Era el preferido de Agustín Machado, el padre. Se trataba de uno de los mejores restaurantes franceses del Midtown, que se había mantenido firme frente a todas las crisis económicas de la segunda mitad del siglo XX. La competencia de
La Pavillon
o de
La Caravelle
, o incluso del
Lutece
, era fuerte, pero el
Veau D'Or
poseía algo que lo hacía el mejor: contenía la esencia de Francia entre de sus paredes. Tal vez fuera la música francesa, la atención exquisita del
maître
y de su camarero, o la propia decoración del local, que alternaba pinturas clásicas con postmodernas, lo que hacía que los clientes, todos mayores de cuarenta años, se sintiesen irresistiblemente atraídos por el pequeño restaurante. Entrar en el
Veau D'Or
era aterrizar en el barrio latino de París, sólo hacía falta cruzar la puerta. Este pequeño lujo encantaba a los Machado, tanto al padre como al hijo. El primero se sentía satisfecho con el
Escalope de Veau
del que había dado cuenta excediéndose en su dieta, mientras que su vástago había pedido algo más sofisticado,
Tripe a la mode de Caen
.

Era el último capricho antes de volver a casa. ¿A casa? Después de pasar toda la vida entre México D.F. y Nueva York, Agustín se seguía aferrando a la romántica idea de que la Isla de Tenerife era su casa añorada. En verdad, nunca había vivido en Canarias y, lo que era aún peor, ni siquiera había visitado el Archipiélago. Su ajetreada vida de hombre de negocios había impedido el viaje, se decía, disculpándose a sí mismo. La familia de su padre era originaria de allí y siempre había considerado esa isla como el lugar al que pertenecía realmente. Un sentimiento ancestral le pedía acabar sus días allí.

Pagaron la cuenta, se despidieron cordialmente del anciano dueño del local, y salieron a la calle. Caminaron despacio a la luz de las farolas, Agustín apoyado en el brazo de su hijo, por la Avenida Lexington, pasando por delante de los cerrados locales de
Levi's Store
y
Zara
, justo enfrente de los famosos almacenes
Bloomingdale's
. Giraron a la derecha en la calle 59 y entraron en el primer portal.

Mientras el ascensor les elevaba al piso veinte, Agustín rememoraba los últimos acontecimientos de su vida. Tras cuarenta años al frente de una empresa de importación de tequilas selectos y otras bebidas mejicanas que ya se acercaba la consideración de multinacional, había intentado dejar el timón a su hijo, que se había criado en ella. Sin embargo, Marcos había heredado su faceta idealista y no entraba en sus planes la vida de empresario. Quería seguirle a Canarias, conocer aquella tierra, para ellos mítica, y pasar una larga temporada allá. Al menos podía contar con la colaboración de sus empleados más antiguos, con los que había creado un fiel Consejo de Administración que gestionaría la empresa en su ausencia.

El vuelo a Madrid despegaba a las cuatro de la tarde desde el JFK, y ya tenían el equipaje preparado. Un conjunto de ocho maletas, cuyo sobrepeso le iba a costar una fortuna en el mostrador de facturación, se encontraba en el vestíbulo, esperando el traslado.

Además del equipaje básico para una larga estancia, Agustín se llevaba su colección de pinturas, que era la otra mitad de su vida. De pequeño se había sentido fascinado por los pintores europeos y, desde que amasó una fortuna apreciable, comenzó a pujar en las subastas de arte. Aunque no podía considerarse un gran coleccionista, había creado con los años un grupo selecto de pinturas de gran valor. Ahora, ante la perspectiva de su viaje final, se había deshecho de las obras de los pintores menores, conservando ocho lienzos de
los grandes
, como él los llamaba. Y no era empresa fácil su transporte a España. Había necesitado los servicios de una de las mejores gestorías de la ciudad para tramitar todos los permisos. La factura de sus honorarios era la mejor expresión de lo realmente complicado que resultaba viajar con una pintura importante entre el equipaje.

Un timbre anunció que el ascensor había llegado a su destino y salieron al pasillo comunitario. Marcos sacó la llave del bolsillo de su pantalón, pero no hizo falta introducirla en la cerradura, la puerta se abrió desde dentro.

—Buenas noches, señores —era Ronald, el cocinero portorriqueño—, ¿han cenado bien?

—Sí, gracias —respondió Marcos, mirando su reloj—. Ya es tarde, ¿cómo es que estás aquí a esta hora?¿No le tocaba el turno a Francisco?

—Sí, señor —dijo el cocinero—, pero le surgió un imprevisto urgente en su casa y me pidió el relevo.

Agustín y Marcos Machado entraron en su domicilio, un piso de doscientos metros cuadrados en el centro de Manhattan. Se despojaron de sus chaquetas, que recogió diligentemente el cocinero.

—Perdonen, señores. Francisco me encargó que les dijera que todo el equipaje está preparado, sólo falta chequear los pasaportes y los billetes.

—¡Ah, sí! No hay problema, están en el portafolio negro del
bureau
—respondió Marcos.

—En ese caso —añadió el sirviente—, no me queda más que desearles un buen viaje.

El cocinero echó una mano a la espalda y sacó de su cinturón una Colt 25 metálica con silenciador incorporado. Levantó firmemente el cañón hacia los Machado y sintió la frialdad del gatillo al posar en él su índice.

3

San Cristóbal de La Laguna, en la actualidad.

Pedro «Piti» Ramírez metió la primera marcha de la excavadora y volvió a la carga. La pala en forma de cuchara se hundió una vez más, inmisericorde, en el suelo blando y levantó varios metros cúbicos de tierra y restos de plantas. Con un preciso movimiento lateral, los depositó en el montón que, poco a poco, iba creciendo más de lo que debía. El camión que recogía el desmonte se estaba retrasando. Era lógico. En aquella sofocante tarde de verano, el único pringado que estaba trabajando era él. Al aparejador no se le había visto desde hacía días, y el encargado de la obra llevaba cerca de una hora de café. Mal empezábamos si todos se escaqueaban.

Paró la máquina un momento para secarse el sudor y quitarse algo del polvo que le cubría el rostro. Echó un vistazo al tajo. Limpiar aquel patio de manzana le llevaría al menos una semana. No había problema, la paciencia era la virtud de los palistas, o eso decían.

Apartó con la yema del índice la capa de fina tierra que se había depositado sobre la esfera de su reloj. Todavía quedaba hora y media para acabar la jornada. Se imaginó el vaso de vino que iba a echarse en cuanto llegara a La Matanza, donde vivía, y esa visión le reanimó, infundiéndole fuerzas. Escupió a los cascotes y volvió a meter la primera. Estaba asombrado de que los vecinos no asomaran la cabeza. El ruido que hacía la pala era infernal. Un cacharro como aquél, una
CAT 225
de más de veinte años de antigüedad, era una antigualla en el mundillo de la construcción. Sin embargo, a Piti le gustaba el rugido del motor y sentir como su fuerza superaba todos los obstáculos que le ofrecía el terreno. Levantar la pala, hundirla en la tierra, elevar la carga, trasladarla al montón… así, una y otra vez. No era un mal trabajo, quizá un poco aburrido para quien lo viera de fuera, pero él sabía que había que ser un verdadero experto para colocar bien los montones y no tener que volver a pasar de nuevo por el mismo sitio. Realmente, Piti tenía un gran concepto de sí mismo: se consideraba casi como un artista que hace un trabajo exquisito sólo apreciado por los que realmente saben de excavaciones.

En aquella obra había que andar con cuidado. Se trataba de desmontar un antiguo patio de tierra anexo a una casa que por lo menos tenía trescientos años de antigüedad. La edificación era de mampostería, reforzada sólo por piedras angulares en las esquinas, y el peligro de derrumbe de las paredes existía, aunque él sabía que era poco probable que se produjera. La gente de antes sabía hacer casas sólo con piedras y tierra, y no se caían de un día para otro.

Por fin llegó el camión. Piti reconoció al conductor, un tipo experimentado, de pocas palabras y gesto malhumorado.
Con éste no hay nada que hablar
. Normalmente, los camiones interrumpían el tráfico de Tabares de Cala, una de las principales calles del centro de La Laguna. El enorme vehículo necesitaba varias maniobras para entrar de espaldas a la zanja y a Piti le encantaba oír los bocinazos de los conductores histéricos por la tardanza en dejar libre el paso. Lo mejor era cuando acudía algún policía local y se dedicaba a dar instrucciones al camionero, que siempre le respondía con una sonrisa y no le hacía ni caso.

Sin embargo, esa tarde no había nadie en la calle, ni coches, ni polis. Todo el mundo estaba a la sombra, como debía ser. Todos menos él, claro, el primo de turno.

Piti tardó diez minutos en cargar el camión. A veces, levantaba la pala más de lo necesario al descargar la tierra, disfrutando al ver como la nube de polvo escalaba el muro medianero y se introducía en el impoluto jardín de un pareja de viejos gruñones que vivían al lado. El palista se regocijaba imaginando la bronca que al día siguiente se llevaría el encargado cuando pasase por delante de la puerta de los vecinos.

De nuevo se metió en la zanja. Tras la capa superficial de plantas y desechos vegetales, el palista se había encontrado un estrato de tierra compacta de color marrón oscuro. Buena tierra para sembrar, era una pena que se mezclara con la basura superficial. Pero aquel nivel se estaba acabando y ahora se encontraba con tierra seca mezclada con piedras irregulares, un terreno un poco más difícil de excavar, pero nada que no pudiera superar sin problemas.

El objetivo era bajar casi siete metros para construir dos alturas de garajes. Había que estar loco para atreverse a diseñar un edificio con dos plantas de garaje en La Laguna, de cuyo subsuelo afloraba el nivel freático del agua subterránea cuando menos lo esperabas. Todo era antiguo en el casco histórico y, como se produjera una simple grieta en alguna pared, se corría el riesgo de paralización de la obra de inmediato. Ciertamente, había que ser un artista para hacer bien aquel trabajo.

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