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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

Ira Dei (11 page)

BOOK: Ira Dei
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…Anoche volvió a ocurrir. Tengo la sospecha de que la puerta de su estancia no quedó bien cerrada. Las circunstancias exigen que tome una decisión, aunque sea causa de quebranto y dolor. Esto debe acabarse. Espero que me comprendas y me perdones, ya que yo no puedo hacerlo.

—Realmente es un párrafo enigmático —Lugo tenía la mirada perdida, había mojado un bizcochito en el café con leche y ahora la mitad yacía en el fondo de la taza, inalcanzable—. Es evidente que los hermanos guardaban un secreto.

—Desgraciadamente, en esta carta ya no hay más —la arqueóloga estaba encantada por el interés que comenzaba a mostrar el profesor—, a continuación se despide. Las siguientes tres cartas no son familiares. Una solicitud de declaración de nobleza de sangre, una misiva al Obispo ofreciendo sus respetos ante su próxima visita a la Isla, y una recomendación para el hijo de un amigo de la familia, que pretendía entrar como aprendiz de escribano. La octava, que es la última que se puede leer, aunque sólo en parte, vuelve a ser interesante.

—¿Qué dice? —Lugo trató infructuosamente de rescatar el trozo de bizcocho del fondo de la taza con una minúscula cucharilla.

—Es una carta enviada a un alarife, un arquitecto de la época. En ella se habla de diversas obras que tenía previsto hacer el Marqués en sus propiedades. Relaciona varias casas en San Cristóbal, hoy La Laguna. Es de comienzos de 1752, y el párrafo destacable es éste:

…Bien sabéis cómo mi abuelo y mi bisabuelo, que hayan gloria, fabricaron las cavas de nuestras casas, algunas de las cuales están caídas y deslucidas. Me sería grato que vos las reparaseis, adobando lo que haya menester, que correrá de mi cuenta. Lo que sí os pido sin dilación es que la cava de la casa de calle de Los Álamos, que ya no tiene utilidad, sea cerrada de manera que nadie pueda entrar en ella por los siglos de los siglos. Hacedlo presto y con disimulo, y seréis bien recompensado.

—Ahí no acaba la cosa —Marta encendió el ordenador portátil—, en la primera hoja, que está pegada al resto, se transparenta al dorso un dibujo —los programas ya se habían cargado y la arqueóloga giró la pantalla hacia Lugo—. Mira, ésta es la foto que hice del documento en el Archivo. Utilizando el PhotoShop he eliminado todo lo que he podido la suciedad del papel y me he centrado en contrastar bien la imagen y, dado que está al revés, la he invertido, y esto es lo que aparece —manipuló el teclado una vez más y cambió la imagen de la pantalla.

—¡Parece un plano! —Lugo sacó las gafas de cerca de un bolsillo de su albornoz y se las puso—. Un poco esquemático, pero un plano al fin y al cabo. Asemeja una manzana de una ciudad. Aquí se ven trazadas cuatro calles. Estos cuadrados deben ser las casas que dan a esas calles. Tiene toda la pinta de ser La Laguna a mediados del siglo XVIII. Fíjate, las fachadas de las casas no colmataban las calles, tal como aparecen en el plano de Torriani, dibujado ciento cincuenta años antes. Había algunos espacios entre ellas. Y la zona de huerto central dentro de la manzana era inmensa, llegaba a las calles en varios lugares. Esto confirma que el italiano no retrató la realidad al cien por cien.

—Hay unos trazos de distinto color, fíjate —Marta señaló con el ratón una zona del dibujo—, son como canales que van de unas casas a otras de la manzana. En algunos puntos se detienen y bifurcan, formando círculos en los cruces.

—¿Qué puede ser? Imposible que sean alcantarillas. En aquél tiempo no existían. Tampoco acequias o canales de agua corriente. El abastecimiento se centraba en las fuentes públicas, y no pasaba a las casas particulares.

—Le he dado vueltas toda la noche y he llegado a la conclusión de que son galerías subterráneas. ¡Son túneles que conectaban las distintas casas del Marqués, incluyendo el que se dirigía a la cripta que desenterramos anteayer!

—Es posible —Lugo era reacio a aceptar sin más la teoría de su alumna—. Veamos, en primer lugar habría que localizar esta manzana en el plano de la ciudad. Hay una serie de casas por aquí…

—La calle que aparece en la parte inferior es mucho más estrecha que las otras. Si partimos de la manzana donde el Marqués tenía sus casas, no puede ser más que el callejón de Briones, en aquel tiempo un paso peatonal, que años más tarde se amplió y hoy es la calle Santiago Cuadrado. Por ello se deduce que el mapa está orientado al sur y no al norte, como se hace actualmente. Le damos la vuelta —otro movimiento rápido de ratón y la imagen giró ciento ochenta grados— y ya es reconocible. Arriba la calle Santiago Cuadrado, a la derecha la actual calle Tabares de Cala, abajo la calle Anchieta, y a la izquierda, Juan de Vera.

—La calle Tabares de Cala era la antigua calle de Los Álamos —Lugo no pudo evitar acercar el dedo índice a la pantalla, igual que haría en un mapa de papel—, vemos que de todos los ramales de las galerías sólo uno se dirige a esa calle y se detiene, ampliándose con un círculo. Esta debe ser la cripta que salió a la luz el otro día.

—¡Efectivamente! ¡Es la cripta que descubrimos anteayer por la tarde! Si eso no hubiera ocurrido, nos habría costado mucho más interpretar este dibujo —el entusiasmo de Marta no decaía—, ¿te acuerdas lo que le pedía el Marqués al alarife?

—Claro, que cerrara a cal y canto la entrada del túnel que se dirigía a ella —Lugo se mantuvo pensativo varios segundos—, lo que significa que el marqués debía saber lo que había en la cripta y quería impedir el acceso. Da la impresión de que nuestro aristócrata estaba al tanto de los asesinatos. Me parece imposible que una persona de su calidad estuviera implicada en algo tan execrable.

—No creo que el marqués fuera el asesino —Marta llevaba todo el rato esperando ese momento—, era alguien de su entorno. Si conectamos el mapa con la carta a su hermana, se desprende que ese alguien era una persona que vivía cerca del noble. Muy posiblemente habitara en su misma casa o en otra de la misma manzana. Acuérdate:
«la puerta de su estancia no quedó bien cerrada»
. El marqués conocía al autor de los crímenes y se impuso tomar medidas para acabar con ellos. ¡Es lo que le dice a su hermana!

—No sólo eso, debía ser también alguien muy próximo, ya que la medida que pensaba tomar le causaba dolor. Hay que investigar a la familia cercana y a las personas que vivían en sus casas. Creo que ya te lo dije, y perdona si me repito, pero, en aquel tiempo, prácticamente toda la manzana era una gran finca. El espacio que va del callejón de Briones a la calle Anchieta era una sola propiedad del Marqués, y por entonces muchas personas, no sólo los familiares directos, vivían en las casas solariegas: comenzando con los criados y aprendices, pasando por los jornaleros, y acabando con los huéspedes, inquilinos y censatarios. ¡Ha sido un buen trabajo, Marta!

—Pues queda algo más —Marta puso cara compungida, hablando más lentamente—, en el índice de cartas, la número catorce y quince están dirigidas a su hermana. ¡Deben contener más noticias sobre el asesino! La última, fíjate, tiene una señal al margen, como una equis. La marca se hizo con una tinta distinta, más oscura, por lo que debe ser más moderna. Como si algún lector posterior quisiera hacerla resaltar de las demás. ¡Debe ser la clave de este asunto!

—No me lo digas, querida —Lugo imitó sin darse cuenta el rostro de Marta—. No podemos leerlas, están apelmazadas en el legajo, ¿no?

15

Luis Ariosto estaba terminado de desayunar a las ocho un café con leche y una manzana Golden, muy amarilla, cortada en rodajas, en las que montaba finas capas de queso fresco de Fuerteventura. Fidela, la asistenta, recogió los platos y la taza apenas terminó, lo que provocó un arqueo de cejas en Ariosto, ya que le privaba de la sobremesa del desayuno. La fornida mujer sonrió mientras le daba la espalda. Lo manejaba como quería. Trabajaba en la casa desde antes que naciera, y para el dueño era una más de la familia. Le había dicho mil veces que no era necesario que se pusiera el uniforme de trabajo, vestido azul marino con solapas y delantal blancos, pero ella siempre contestaba —su abuelo me dijo un día: «Señorita, mientras cada uno esté en su sitio, el mundo no se derrumbará. Su uniforme ayuda a sostener el frágil equilibrio de la sociedad humana»—. Por más que Ariosto protestaba de las ideas decimonónicas de su abuelo, Fidela tomaba la máxima como ley universal. Era una mujer imposible.

Después de afeitarse y tomar una ducha, observó que le sobraban treinta minutos antes de que Sebastián, el chófer, pasara a buscarlo. Realmente no se llamaba Sebastián, sino Olegario, pero el conductor insistía en que se le diera ese apelativo. Ariosto, a pesar de que el nombre le sonaba tan mal como si hubiera elegido el de Bautista, también había dado la batalla por perdida. Sebastián, pues, y no se hable más.

Subió al salón de la primera planta, desde donde dominaba un extremo de la Plaza de los Patos, una coqueta rotonda decorada con azulejos de un intenso sabor andaluz. Una joya arquitectónica casi centenaria, que se había mantenido incólume a pesar del paso de los años. Ya no quedaban patos en la plaza, sólo una escultura en el centro de la fuente que asemejaba más bien un ganso. Buscó entre los CDs de la biblioteca y extrajo uno de sus preferidos:
Beatrice di Tenda
, de Bellini. Una de las óperas menos conocidas del compositor italiano. En su época no había tenido el éxito de sus antecesoras,
Norma
y
La Sonnambula
, tal vez por una puesta en escena no muy afortunada, pero escucharla era distinto. Ariosto sacó el libreto de la caja del CD y se sentó en un sillón orejero. La música sonaba limpia en la sala llena de alfombras y tapices. Le encantaba leer el libreto en italiano traducido a tres idiomas más y comprobar de un solo vistazo las distintas versiones del texto que se cantaba. A veces no podía evitar la carcajada. En muchas ocasiones traducían un texto italiano del XIX con términos actuales, y se perdía la poesía original. Era inevitable, la riqueza de un idioma no siempre es traducible a otro. Le encantaba el final de la escena tercera del acto primero,
qui di ribelli sudditi
…, el barítono y la soprano en un diálogo de ritmo ascendente, una melodía bellísima que culminaba en un final apoteósico. No tenía reparos en darle a la tecla replay de su mando a distancia, un lujo imposible en las funciones en vivo.

En la segunda repetición le interrumpió el sonido del móvil. Miró la pantalla del aparato. Era su buen amigo Pedro Hernández, el archivero. Por él valía la pena apagar el equipo de música.

—¡Don Pedro Hernández! ¿A qué debo este honor matutino?


Buon giorno, comendatore
—ambos eran aficionados a la ópera y gustaban intercambiar frases de los libretos en sus conversaciones—, por su estentórea voz deduzco que está en perfectas condiciones.

—¡Ah!, todo es pura fachada. La procesión va por dentro y los años no pasan en balde.

—Estimado amigo, quedaremos otro día para llorar por la fugacidad del tiempo. Temo ocuparle con un asunto mucho más prosaico. Necesito echar mano de su amplio elenco de amistades, si es posible.

—Si se trata de descolgar el teléfono, delo por hecho. ¿De quién se trata?

—Sé que conoce a Adela Cambreleng, la viuda del profesor Montes, el catedrático de filología.

—Una encantadora vieja gruñona —Ariosto puso los ojos en blanco—, sí, claro que la conozco. Es un hueso difícil de roer, ¿qué quiere de ella?

—Como usted bien sabe, Montes era el depositario del fondo de los Fiesco. Uno de los antepasados de esa familia, Mateo Fiesco, que vivió a finales del siglo XVIII, fue el albacea del tercer Marqués de Fuensanta, don Hernando. Llevo entre manos una investigación sobre el Marqués y me gustaría echar un vistazo a los papeles. De todos es conocida la aversión de doña Adela a que nadie toque los papeles de su marido. Por eso le llamo.

—¿El marqués de Fuensanta? Curiosa coincidencia —Ariosto estaba realmente sorprendido—. ¿Y puede saberse quién es el autor del encargo?

—No me lo pida, amigo mío, es secreto profesional —el tono de Hernández se volvió solemne.

—Lástima —Ariosto simuló estar afectado—, necesitaba alguien con quien compartir una vieja botella de Vega Sicilia que no me cabe en la bodega…

—Marta Herrero, la arqueóloga. —La respuesta de Hernández fue instantánea.

—Me sentiría muy honrado si fuera tan amable de presentármela. Es amiga de un conocido mío.

—Por supuesto, cuando quiera —Hernández titubeó, no quería parecer insistente—. ¿Qué hay de la viuda de Montes?

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