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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (37 page)

BOOK: Harry Flashman
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El tejado de la torre no debía de medir más allá de tres metros cuadrados y ésta era ligeramente más alta que las murallas que la rodeaban, cuya longitud no debía de superar los veinte metros... aquello no era un fuerte, sino más bien un castillo de juguete. Desde el tejado de la torre se podía ver Jallalabad a cosa de un kilómetro y medio de distancia, aparentemente inalterada, pero con las líneas afganas cada vez más cerca. En nuestro frente las líneas estaban efectivamente más cerca, por lo que Hudson me llevó rápidamente a un lugar protegido, antes de que los afganos nos lanzaran la primera bala.

Mientras contemplábamos aquella enorme multitud de jinetes y montañeses a pie, reunidos justo fuera del alcance de nuestros mosquetes, Hudson me señaló un par de cañones que los afganos habían emplazado en su flanco derecho. Llevaban allí desde el amanecer, me explicó, y pensaba que empezarían a disparar en cuanto hubieran reunido la pólvora y los proyectiles. Nos estábamos preguntando en qué momento empezarían a disparar —más bien se lo estaba preguntando Hudson, pues yo ni siquiera le dirigía la palabra— cuando se oyó un gran rugido de los jinetes y éstos se lanzaron al galope en dirección al fuerte. Hudson me empujó hacia los peldaños de la escalera y me hizo cruzar el patio y subir al parapeto; alguien depositó un mosquete en mis manos y contemplé a través de una aspillera la muchedumbre que se estaba acercando a nosotros. Vi que el terreno que había delante de las murallas estaba sembrado de cadáveres y que éstos se amontonaban sin el menor orden ni concierto delante de la puerta, como el pescado en el tenderete de un pescadero.

El espectáculo era repugnante sin duda, pero no tanto como el de aquellos demonios que se estaban acercando al fuerte. Calculé que debían de ser unos cuarenta, seguidos por los soldados de infantería, que corrían y gritaban, blandiendo sus navajas. Hudson ordenó a gritos que cesaran los disparos y los cipayos se comportaron como si ya hubieran pasado anteriormente por aquella situación... tal como efectivamente habían pasado. Cuando los atacantes se encontraban a unos cincuenta metros de distancia y yo pensé que no manifestaban un excesivo entusiasmo por la empresa, Hudson rugió:

—¡Fuego!

Sonó una descarga y cayeron unos cuatro; eso fue una señal de que la puntería era buena. Los afganos se desconcertaron un poco, pero siguieron adelante. Los cipayos tomaron sus mosquetes de repuesto y miraron a Hudson.

—¡Fuego! —contestó de nuevo el sargento y cayeron otros seis, lo cual indujo a los demás a retirarse.

—¡Allá van! —gritó Hudson—. ¡Rápido, vuelvan a cargar! ¡Si tuvieran el valor de cargar como Dios manda contra el fuerte —dijo—, nos podrían derribar como si fuéramos bolos!

A mí también se me había ocurrido pensarlo. Había centenares de afganos al fondo y en el fuerte éramos apenas veinte; con una carga decidida, se hubieran podido aproximar a las murallas y, una vez dentro, nos habrían devorado en cuestión de cinco minutos. Sin embargo, comprendí que aquél habría sido su comportamiento desde el principio... unas desganadas cargas que habían sido repelidas y sólo una o dos que habían conseguido llegar hasta las murallas. Habían sufrido considerables bajas y creo que nuestro pequeño fuerte no les interesaba demasiado y hubieran preferido participar con sus compañeros en el ataque a Jallalabad, pues era allí donde estaba el botín. Muy listos.

A pesar de todo, la situación no podía prolongarse demasiado, lo estaba viendo. A pesar de que nuestras bajas no habían sido demasiadas, los cipayos estaban agotados; sólo nos quedaba un poco de harina como único alimento y apenas un cuenco de agua por hombre en un gran tonel que había junto a la entrada; Hudson lo vigilaba como un halcón.

Aquel día hubo otras tres descargas o quizá cuatro, pero ninguna tuvo más éxito que la primera. Nosotros disparamos y ellos se retiraron y yo volví a sentir que la cabeza me daba vueltas. Me apoyé contra la pared junto a mi aspillera y me cubrí con un poshteen para protegerme un poco del calor infernal; las moscas volaban incesantemente a mi alrededor y el cipayo que tenía a mi derecha no paraba de gemir. Por la noche la situación no mejoró; el frío era tan intenso que no podía por menos que sollozar de dolor. Una espléndida luna lo bañaba todo con su plateada luz, pero cuando se puso, la oscuridad no fue suficiente como para permitir que los afganos se acercaran subrepticiamente a nosotros, gracias a Dios. Hubo unas cuantas alarmas y unos cuantos gritos, pero eso fue todo. Al amanecer, los francotiradores empezaron a disparar. Nosotros permanecimos agachados bajo el parapeto mientras las balas arrancaban fragmentos de piedra de la torre situada a nuestras espaldas.

Debí de quedarme dormido, pues me despertó un impresionante estruendo y una atronadora explosión; de pronto, nos vimos envueltos en una gran nube de polvo y, cuando ésta se disipó, vi que una esquina de la torre había desaparecido y que en el patio había un montón de escombros.

—¡El cañón! —gritó Hudson—. ¡Están utilizando el cañón!

Al otro lado del llano vimos uno de sus grandes cañones dirigido hacia el fuerte y rodeado por un numeroso grupo de afganos. Tardaron cinco minutos en volver a cargarlo. El fuerte se estremeció como si lo hubiera sacudido un terremoto y la bala abrió un enorme boquete en la muralla junto a la entrada. Los cipayos empezaron a gimotear y Hudson les rugió que resistieran; hubo otra terrible explosión y después otra; el aire estaba lleno de polvo y fragmentos de piedra; a mi lado, una parte del parapeto desapareció y el cipayo que se encontraba detrás cayó con ella al vacío. Corrí hacia la escalera, resbalé y caí sobre los escombros. Me debí de golpear la cabeza con algo, pues, de repente, me encontré de pie sin saber dónde estaba, de cara a una muralla destrozada, más allá de la cual se extendía una desierta explanada en la que unas figuras estaban corriendo hacia mí.

Se encontraban muy lejos y tardé un momento en darme cuenta de que eran afganos; estaban cargando contra las ruinas del fuerte. De pronto, oí el disparo de un mosquete y allí, junto a la muralla derruida, vi a Hudson con la cara cubierta de sangre reseca, manipulando una baqueta sin dejar de soltar maldiciones por lo bajo. Al verme, me gritó:

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Écheme una mano, hombre!

Me acerqué a él con unos pies que me pesaban una tonelada cada uno; una figura con chaqueta roja se estaba moviendo a la sombra de la muralla junto a la puerta; era uno de los cipayos. Curiosamente, la muralla había sido derribada a ambos lados, pero la puerta aún se mantenía en pie con la bandera ondeando arriba en lo alto del mástil y las cuerdas colgando. Mientras los gritos de los
ghazi
sonaban cada vez más cercanos, se me ocurrió una idea; me acerqué a trompicones a la puerta y agarré las cuerdas.

—Cáete —dije, tirando de las cuerdas—. ¡Cáete y haz que se detengan!

Volví a tirar de las cuerdas y entonces se oyó otro impresionante estruendo, la doble hoja de la puerta se abrió como si una gigantesca mano la hubiera empujado hacia adentro y el arco superior se hundió junto con la bandera; una asfixiante nube de polvo se elevó en el aire y yo me abrí paso entre ella, extendiendo los brazos para tomar la bandera que ahora tenía al alcance de mi mano.

Sabía con toda claridad lo que quería hacer. Levantaría la bandera y me rendiría a los afganos y entonces nos dejarían en paz. Hudson, en medio de aquel fragor infernal, debió de comprender en cierto modo lo que yo me proponía, pues vi que también se acercaba a rastras hacia la bandera. 0, a lo mejor, quería salvarla, no lo sé. El caso es que no lo consiguió; otra bala rasa se estrelló contra el montón de escombros que había delante de mí y la sucia figura vestida de azul fue engullida de repente como un muñeco de trapo por una densa nube de polvo y cascotes. Avancé tabaleándome sobre los escombros y caí de rodillas; la bandera estaba al alcance de mi mano, la tomé y la sostuve en alto. Desde algún lugar sonó otra descarga de mosquetería y pensé: «Bueno, esto es el final y no es ni la mitad de malo de lo que yo pensaba, aunque lo es bastante, desde luego, y yo no me quiero morir todavía, Dios mío».

Se oyó un fragor como el de una cascada de agua y me empezaron a llover cosas encima; sentí un horrible dolor en la pierna derecha y oí el estridente grito de un
ghazi
casi en el oído. Yo estaba tendido boca abajo, agarrando la bandera y musitando:

—Toma este maldito trasto, no lo quiero para nada. Tómalo, por favor, me rindo.

La mosquetería volvió a disparar, el ensordecedor ruido se intensificó y después ya no oí ni vi nada.

12

Hay a veces en la vida ciertos despertares tan dichosos que uno desearía que perduraran para siempre. Con harta frecuencia se despierta uno perplejo y entonces recuerda alguna mala noticia con la que se acostó en la víspera, pero, de vez en cuando, uno abre los ojos con la certeza de que todo va bien y que se encuentra a salvo en el lugar adecuado y lo único que puede hacer es permanecer tendido con los ojos suavemente cerrados, disfrutando de aquel delicioso momento.

Comprendí que todo iba bien cuando noté el roce de las sábanas bajo la barbilla y una suave almohada bajo la cabeza. Me encontraba, no sabía dónde, en una cama británica y el suave susurro que percibía por encima de mí era el de un abanico
punkah
.
[32]
Incluso cuando me moví y experimenté un punzante dolor en la pierna derecha, no me asusté, pues comprendí inmediatamente que sólo la tenía rota y que, en su extremo, aún había un pie que se podía menear.

No me importaba de qué forma había llegado hasta allí. Estaba claro que en el último minuto me habían rescatado del fuerte, malherido, pero entero, y me habían conducido a lugar seguro. Desde lejos oía los distantes disparos de la mosquetería, pero allí disfrutaba de paz y me sorprendía de mi buena suerte, me deleitaba en mi situación y estaba tan a gusto, que ni siquiera me molestaba en abrir los ojos.

Cuando finalmente lo hice, me encontré en una agradable estancia de paredes encaladas en la que el sol penetraba oblicuamente a través de los listones de unas persianas de madera y un
wallah
[33]
dormitaba apoyado contra la pared, tirando automáticamente de la cuerda del enorme abanico. Al volver la cabeza, descubrí que la tenía completamente vendada y noté que me pulsaba dolorosamente la nuca, pero ni siquiera eso me desanimó. Me había salvado de los afganos que me perseguían, de los enemigos implacables, de las mujeres bestiales y de los comandantes imbéciles... estaba muy a gusto en la cama y cualquiera que esperara algo más de Flashy... ¡podría esperar sentado! Traté de moverme otra vez, la pierna me dolió y solté una maldición y entonces el
wallah
que se encargaba de mover el abanico se levantó de un salto y salió de la estancia, anunciando a gritos que me había despertado. Se oyeron unos murmullos y enseguida apareció un hombrecito calvo y con gafas vestido con una larga bata de hilo, seguido por dos o tres sirvientes indios.

—¡Finalmente se ha despertado! —me dijo—. Vaya, vaya, cuánto me alegro. No se mueva, señor. Quieto, quieto. Se ha roto una pierna por aquí y una cabeza por allá, pero ahora vamos a ver si conseguimos que hagan las paces entre sí, ¿de acuerdo? —Me miró sonriendo, me tomó el pulso, me examinó la lengua, me dijo que se llamaba Bucket, arrugó la nariz y señaló que estaba bastante bien dentro de lo que cabía—. Fractura de fémur, señor... el hueso del muslo; grave, pero sin complicaciones. Dentro de unos cuantos meses, volverá a saltar como si tal cosa. Pero ahora todavía no... lo pasó muy mal, ¿verdad? Tiene unos cortes muy profundos en la espalda... pero eso no importa ahora, ya nos lo contará más tarde. Y ahora Abdul —añadió—, ve a decirle al comandante Havelock que el paciente ya está despierto,
juldi jao
. Le ruego que no se mueva, señor. ¿Cómo?... sí, un poco de bebida. ¿Mejor? No mueva la cabeza, eso es... de momento, lo único que puede hacer es permanecer tendido y procurar no moverse.

Siguió parloteando, pero no le presté la menor atención. Curiosamente, la contemplación de la chaqueta azul bajo la bata de hilo me hizo recordar a Hudson... ¿qué habría sido de él? Mi último recuerdo era el del momento en que lo había visto alcanzado por el disparo y probablemente muerto. Pero, ¿de veras habría muerto? Por mi bien, mejor sería que sí, pues el recuerdo de nuestras últimas relaciones perduraba claramente en mi mente y, de pronto, se me ocurrió pensar que si Hudson viviera y hablara, yo estaría perdido. Podría jurar que yo era un cobarde, si quisiera... pero, ¿se atrevería a hacerlo? ¿Y lo creerían? No lo podría demostrar, pero, si tuviera fama de hombre formal —y seguro que la tenía—, puede que le hicieran caso. Lo cual significaría mi ruina y mi deshonra... y, aunque tales cosas me importaban un pimiento cuando la muerte nos rondaba a mí y a todos los que estábamos en aquel fuerte, ahora que estaba nuevamente a salvo, me importaban muchísimo.

«Dios mío —me dije—, haz que esté muerto; los cipayos, si alguno ha sobrevivido, no saben nada y, aunque supieran, no hablarían ni nadie les creería. Pero Hudson... ¡
tiene
que estar muerto!»,

Unos pensamientos muy caritativos, dirán ustedes. Pues sí, el mundo es muy duro y, aunque los hijos de puta como Hudson tienen su utilidad, no cabe duda de que a veces también resultan muy molestos. Deseaba su muerte con más vehemencia de lo que jamás hubiera deseado cualquier otra cosa.

La incertidumbre se me debía de leer en la cara, pues el pequeño médico empezó a musitar palabras de consuelo; inmediatamente se abrió la puerta y entró Sale, con su afable, mofletudo y estúpido rostro tan colorado como la chaqueta que llevaba, seguido de un individuo alto de severo rostro y con pinta de púlpito; otros estaban mirando desde la puerta cuando Sale se acercó y se sentó en una silla al lado de la cama, inclinándose hacia adelante para tomarme la mano en su manaza mientras me miraba con cara de vaca lechera.

—¡Muchacho mío! —dijo casi en un susurro—. ¡Mi valiente muchacho!

«Vaya, eso no está nada mal», pensé. Pero tenía que averiguarlo y cuanto antes, mejor.

—Señor... —dije y, para mi asombro, la voz me salió como un trémulo graznido, de tanto tiempo como llevaba sin usarla, supongo—, señor, ¿cómo está el sargento Hudson?

Sale soltó un gruñido como si alguien acabara de propinarle un puntapié, inclinó la cabeza y después miró al médico y al sepulturero que lo acompañaba. Ambos me miraron con expresión solemne.

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