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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (32 page)

BOOK: Harry Flashman
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—No lo sé —contestó—, pero lo presiento, no sé si usted me comprende, señor. —Miró a su alrededor; estábamos en un tramo bastante llano, con el susurro de las aguas del río a nuestra izquierda y las quebradas colinas a nuestra derecha—. A lo mejor, este camino no es tan solitario como pensábamos.

Yo llevaba el tiempo suficiente en las montañas como para saber que, cuando un veterano soldado presiente algo, generalmente no se equivoca; un oficial menos experto y nervioso hubiera podido quitar importancia a sus temores, pero yo me guardé mucho de hacerlo. Nos apartamos inmediatamente del río y subimos por una angosta hondonada hacia las laderas de los montes; si hubiera afganos a nuestras espaldas, los dejaríamos pasar dando un gran rodeo para subir a las colinas. Con ello no nos apartaríamos de nuestra ruta a Jallabalad, sino que simplemente nos desviaríamos a una zona intermedia entre el Soorkab y el camino principal.

Ahora nuestro avance era lógicamente mucho más lento, pero, al cabo de aproximadamente una hora, Hudson tuvo la sensación de que ya nos habíamos librado de quienquiera que nos hubiera seguido. Aun así, procuramos mantenernos bien apartados del río hasta que no tuvimos más remedio que volver a detenernos: a lo lejos y a nuestra derecha, en medio de la quietud de la tarde, oímos el débil sonido de unos disparos. Era un sonido irregular, pero lo bastante prolongado como para permitirnos suponer la participación de unas fuerzas de considerable tamaño.

—¡Santo cielo! —exclamó Hudson—. ¡Es el ejército, señor!

Lo mismo estaba pensando yo. Cabía la posibilidad de que el ejército, o lo que quedaba de él, hubiera llegado hasta allí. Calculé que Gandamack debía de estar un poco más adelante y, sabiendo que el Soorkab serpea hacia el sur en aquella zona, no tuvimos más remedio que seguir cabalgando en dirección al lugar del que procedían los disparos, so pena de tropezarnos con nuestros misteriosos perseguidores en el río.

Por consiguiente, seguimos adelante a pesar de que los malditos disparos sonaban cada vez más cerca. Calculé que debíamos de estar a cosa de un kilómetro y medio de distancia y, cuando ya estaba a punto de llamar al sargento Hudson, que cabalgaba un poco más adelante, éste volvió la cabeza y me hizo señas de que me acercara, presa de una gran excitación. Había llegado a un lugar en el que dos grandes rocas flanqueaban la entrada de un barranco que bajaba en una empinada pendiente en dirección al camino de Kabul; desde aquellas alturas se dominaba todo el panorama de abajo y, al mirar, vi algo que jamás olvidaré.

A nuestros pies, a cosa de un kilómetro y medio de distancia, había un pequeño agrupamiento de cabañas, de las cuales se escapaban unas nubes de humo. Pensé que debía de ser la aldea de Gandamack. Muy cerca de allí, en el lugar donde el camino volvía a girar hacia el norte, se veía una suave ladera constelada de rocas que subía hacia una cumbre plana que se levantaba unos cien metros más allá. Toda la ladera estaba cubierta de afganos cuyos gritos se elevaban con toda claridad hasta nosotros a través del barranco. En la cumbre de la ladera había un grupo de hombres de tamaño similar al de una compañía; al principio, al ver sus azules poshteens, los tomé por afganos, pero después reparé en sus chacós y la trémula y emocionada voz del sargento Hudson confirmó mis suposiciones:

—¡Son los del 44! ¡Mírelos, señor! ¡Son los pobres desgraciados del 44!

Se encontraban en una especie de escarpada plaza, hombro con hombro en lo alto de la colina. Vi el brillo de las bayonetas mientras apuntaban hacia abajo y una descarga cerrada estallaba hacia el otro lado del valle. Los afganos arreciaron en sus gritos, retrocedieron y volvieron a recuperar sus posiciones mientras intentaban abrirse paso hasta la cumbre, dando tajos con sus temibles navajas del Khyber. Otra descarga los obligó a retroceder mientras una de las figuras de la cumbre blandía la espada en señal de desafío. Pensé que parecía un soldado de juguete y, de pronto, observé una cosa muy rara: me pareció ver que llevaba un largo chaleco de color rojo, blanco y azul debajo del
poshteen
.

Debí de comentarle algo a Hudson, pues éste gritó:

—¡Dios mío, es la bandera! ¡Malditos bastardos negros, dales fuerte, 44! ¡Mándalos al fuego del infierno!

—¡Cállese, insensato! —le grité, sabiendo muy bien que no hubiera tenido que preocuparme, pues nos encontrábamos demasiado lejos como para que nos pudieran oír.

Pero Hudson se calló y se conformó con soltar maldiciones por lo bajo, musitando palabras de aliento a los hombres atrapados en la cumbre de la colina.

Pues estaban atrapados. Las figuras envueltas en túnicas grises y negras volvieron a subir por la ladera desde todas direcciones. Se produjo otra descarga desde arriba y, al final, la oleada de afganos se les echó encima. Subió y retrocedió como una marea hacia la cumbre en medio del brillo de las navajas y las bayonetas y después volvió a bajar muy despacio soltando un fuerte y prolongado grito de triunfo. En la cumbre de la colina no quedaba ni una sola figura de pie. Del hombre que lucía la bandera anudada alrededor de la cintura no se veía ni rastro. Sólo quedaba un confuso amasijo de vagas sombras diseminadas entre las rocas y una bruma formada por el humo de la pólvora que, poco a poco, se fue disipando en el gélido aire de la cumbre.

Comprendí entonces que acababa de ser testigo del final del ejército de Afganistán. Cualquiera hubiera imaginado que el 44 era lo último que nos quedaba, pues era el único regimiento británico de nuestras fuerzas, pero, aunque no lo hubiera sabido, lo habría adivinado. A eso había quedado reducido en sólo una semana el espléndido ejército de más de catorce mil hombres de Elphy Bey. Puede que hubiera algunos prisioneros, pero no habría supervivientes, pensé. Pero me equivoqué: un hombre, el doctor Brydon, consiguió abrirse paso y comunicó la noticia a Jallalabad, aunque yo entonces no podía saberlo.

Hay un cuadro de la escena de Gandamack
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que tuve ocasión de ver hace unos años y que se parece muchísimo a lo que yo recuerdo. Es muy bonito y despierta sentimientos marciales en los muchos asnos amantes de la gloria que lo contemplan. Mi único pensamiento cuando lo vi fue: «¡Pero qué tontos son ustedes!», y así lo dije en voz alta entre las miradas de reproche de los presentes. Pero es que yo estuve allí, ¿comprenden?, temblando de horror mientras contemplaba aquel desastre, a diferencia de los buenos londinenses que dejan su Imperio en manos de los palurdos y los presidiarios; son lo bastante buenos como para que los acuchillen en todos los Gandamacks a los que suelen conducirlos los necios como Elphy y McNaghten, sin que ello suponga una gran pérdida para nadie.

El sargento Hudson contemplaba la escena sin poder evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas. Creo que, de haber tenido ocasión de hacerlo, hubiera bajado al galope para reunirse con ellos.

—¡Bastardos! ¡Negros bastardos de mierda! —se limitó a decir hasta que le ordené severamente dar media vuelta y entonces reanudamos a toda velocidad nuestro camino, dejando que las rocas cerraran aquel horrible espectáculo a nuestras espaldas.

Estaba trastornado por lo que habíamos visto y el afán por alejarnos todo lo que pudiéramos de Gandamack fue lo que aquel día me impulsó a galopar peligrosamente por los caminos. Los cascos de nuestras monturas volaban sobre los pedregosos caminos y las jacas bajaban por las laderas, con tan vertiginosa rapidez que se me hiela la sangre en las venas cuando lo recuerdo. Sólo la oscuridad nos obligó a detenernos, y a la mañana siguiente ya habíamos recorrido un buen trecho del camino; atrás había quedado la nieve y el calor del sol me elevó nuevamente el ánimo.

Estaba clarísimo que éramos los únicos supervivientes del ejército de Afganistán que todavía se desplazaban ordenadamente hacia el este. La idea me resultaba extremadamente placentera. ¿Por qué no tendría que ser sincero? Ahora que el ejército había sido aniquilado, no era probable que nos tropezáramos con tribus hostiles más al este del lugar donde se había producido su definitiva destrucción. Por consiguiente, estábamos a salvo y el hecho de salir ileso de un desastre resulta mucho más satisfactorio que salir ileso de algo que no lo es en absoluto. Cierto que era una lástima lo que les había ocurrido a los demás, pero, ¿acaso no hubieran experimentado ellos la misma satisfacción en mi lugar? Grande es el placer que uno siente cuando se libra de una catástrofe; miente como un bellaco quien diga lo contrario. ¿No han visto ustedes la cara que pone el portador de una mala noticia y no han oído las hipócritas frases que se pronuncian junto al pórtico de la iglesia después de un funeral?

Eso pensé yo alegrándome en mi fuero interno, y puede que ello me indujera a ser un poco imprudente. En cualquier caso, los moralistas dirían que fue un castigo por mis malos pensamientos, pues lo que interrumpió mis reflexiones mientras cabalgábamos a lomos de nuestras jacas fue el súbito descubrimiento, en el otro extremo del cañón de un
jezzai
, del rostro de uno de los más horribles e impresionantes
badmashes afridi
que jamás hubiera visto en mi vida. Surgió de repente de las rocas como un genio, acompañado de una docena de bribones como él que inmediatamente se abalanzaron sobre nosotros, tomaron las bridas de nuestras monturas y nos sujetaron por el brazo derecho sin darnos tiempo tan siquiera a abrir la boca.


¡Khabadar, sahib!
—dijo el gigantesco
jezzailchi
, esbozando una sonrisa que le iluminó todo el siniestro semblante como si hubiera hecho falta advertirme de que tuviera cuidado—. Haga el favor de desmontar —añadió mientras sus compañeros me bajaban de la silla y me sujetaban con fuerza.

—¿Pero eso qué es? —exclamé, tratando de aparentar una valentía que no tenía—. Somos amigos y nos dirigimos a Jallalabad. ¿Qué quieren de nosotros?

—Los británicos son amigos de todo el mundo —dijo el tipo sonriendo— y todos se dirigen a Jallalabad... o se dirigían. —Sus compañeros se partieron de risa al oír sus palabras—. Tendrán que venir con nosotros.

Hizo un gesto con la cabeza a los que me sujetaban y en un abrir y cerrar de ojos, éstos me ataron las muñecas con una cuerda que posteriormente anudaron alrededor de uno de los estribos.

No hubiera podido oponer la menor resistencia, ni siquiera en el caso de no haber perdido los pocos ánimos que me quedaban. Por un instante, había abrigado la esperanza de que fueran unos simples bandidos de las colinas que, a lo mejor, nos robarían y nos permitirían proseguir nuestro camino, pero, por lo visto, pretendían retenernos como prisioneros. ¿A cambio de un rescate? Era lo mejor que podía esperar. Jugué una carta desesperada.

—Soy Flashman
huzoor
—dije—, el amigo de Akbar Khan Sirdar. ¡Y éste le arrancará el corazón y las entrañas a cualquiera que cause daño a Lanza Ensangrentada!

—¡Que Alá nos proteja! —contestó el
jezzailchi
, haciendo gala de un sentido del humor tan especial como el de todos los malditos individuos de su especie—. Sujétalo bien, Raisul, de lo contrario, te ensartará con su pequeña lanza tal como hizo con los
gilzai
en Mogala. —Montó de un salto en mi jaca y me miró sonriendo desde arriba—. Usted puede combatir, Lanza Ensangrentada. ¿Puede también caminar?

Se lanzó al trote en mi jaca y me obligó a correr a su lado mientras me gritaba obscenas palabras de aliento. Hudson había sido objeto del mismo trato y ahora ambos no teníamos más remedio que correr a trompicones entre las burlas de nuestros andrajosos conquistadores.

Todo aquello era demasiado; haber llegado tan lejos tras haber soportado tantas penalidades, haber escapado tan a menudo del peligro y haber estado tan cerca de la salvación para que ahora nos ocurriera aquel percance. Lloré y solté maldiciones, le dediqué a mi captor los peores epítetos que se me pudieron ocurrir en
pashto
, urdu, inglés y persa, le supliqué que nos dejara en libertad a cambio de la promesa de una gran recompensa, lo amenacé con la venganza de Akbar Khan, le imploré que nos llevara ante la presencia del Sirdar, forcejeé como un niño enfurecido en un intento de librarme de las ataduras... pero él se limitó a soltar unas carcajadas tan sonoras que a punto estuvo de caerse de la silla.

—¡Repítalo! —gritó—. ¿Cuántos
lhaks
de rupias ha dicho?
Y'allah
, tendré la vida resuelta. ¿Qué es eso? ¿Desnarigado retoño bastardo de un mono leproso y una puerca indecente? ¡Menuda descripción! Anótala, Raisul, hermano mío, pues yo no tengo cabeza para la educación y quiero recordarlo. Siga, Flashman
huzoor
, ¡tenga la bondad de compartir conmigo las riquezas de su espíritu!

Así se burló de mí, pero no aminoró el paso, de tal forma que muy pronto ya no tuve fuerzas para soltar más maldiciones ni suplicar ni hacer otra cosa que no fuera seguir adelante a trompicones. Me ardían las muñecas de dolor y un nudo de temor me encogía el estómago. No sabía adónde nos dirigíamos e incluso cuando cayó la oscuridad los muy brutos siguieron adelante sin detenerse hasta que Hudson y yo nos desplomamos al suelo de puro agotamiento. Entonces nos permitieron descansar unas cuantas horas, pero, al amanecer, nos obligaron a levantarnos y nos pasamos todo el infernal y sofocante día caminando y tropezando sin cesar, descansando tan sólo cuando estábamos demasiado agotados para seguir. Después nos obligaban a levantarnos y a reanudar la marcha, atados a los estribos.

Poco antes del anochecer nos detuvimos por última vez en uno de aquellos fuertes de piedra que puntean la mitad de las laderas de las montañas de Afganistán. Vi una entrada con una vieja verja que alguien abrió sobre unos oxidados goznes y, al otro lado, un patio con suelo de tierra. No nos permitieron entrar, sino que cortaron las cuerdas que nos sujetaban y nos empujaron a través de una estrecha puerta que se abría en el muro de la garita. Unos peldaños bajaban a una especie de sótano del que se escapaba un insoportable hedor. Nos dieron un empujón y caímos sobre un suelo de sucia paja y cualquiera sabe qué otras porquerías. La puerta se cerró ruidosamente a nuestras espaldas y allí nos quedamos, tan cansados que ni siquiera nos podíamos mover.

Supongo que debimos de permanecer muchas horas tendidos allí entre gemidos de dolor y agotamiento antes de que ellos regresaran con un cuenco con comida y un
chatti
de agua. Nos moríamos de hambre y nos lanzamos a comer como cerdos mientras el gigantesco
jezzailchi
nos miraba, haciendo jocosos comentarios. No le hice el menor caso. Poco después se retiró. A través de un alto ventanuco del muro penetraba suficiente luz como para que pudiéramos ver lo que había a nuestro alrededor y echar un vistazo al sótano o la mazmorra en la cual nos habían encerrado.

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