Read Harry Flashman Online

Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (27 page)

BOOK: Harry Flashman
5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Excelente —dijo Elphy, muy complacido, aunque no por mucho tiempo—. ¿A quién podríamos enviar a Kandahar con los despachos? —se preguntó nuevamente con semblante preocupado.

—Lo puede hacer cualquiera que galope bien —contestó Mac.

—No, no —dijo Elphy—, tiene que ser un hombre en quien tengamos depositada toda nuestra confianza. Se necesita un oficial experto —añadió, y empezó a divagar acerca de la madurez y el sentido común mientras Mac tamborileaba con las yemas de los dedos sobre su cinturón.

Vi inmediatamente una oportunidad. Por regla general, yo jamás expresaba mi opinión, en primer lugar porque era más joven y, en segundo, porque me importaba un bledo, pero ahora pregunté si podía decir una cosa.

—El capitán Parker es un oficial muy serio, si se me permite decirlo —señalé—. Y es tan buen jinete como yo, señor.

—No lo sabía —dijo Mac—. Pero, si usted afirma que es un buen jinete, lo debe ser. Que lo haga Parker entonces —le indicó a Elphy.

Elphy dudó un poco.

—Está casado, Mackenzie. Su mujer se vería privada de su presencia durante nuestro viaje a la India, el cual me temo que va a ser muy arduo. —El viejo estúpido siempre era demasiado considerado—. Su esposa estará muy preocupada por su seguridad...

—El camino a Kandahar es tan seguro como cualquier otro —replicó Mac—. y, además, él procurará darse prisa tanto a la ida como a la vuelta. Cuantas menos parejas enamoradas tengamos en esta marcha, mejor.

Mac era soltero, naturalmente; uno de esos hombres de hierro que están casados con el servicio y se pasan la luna de miel con un manual de instrucciones de infantería en la mano y una toalla húmeda anudada alrededor de la cabeza; si pensaba que el hecho de encomendar aquella misión a Parker reduciría el número de parejas enamoradas, se equivocaba de medio a medio; yo pensaba más bien que lo aumentaría.

Elphy dio su conformidad sacudiendo la cabeza y murmurando por lo bajo. Y redondeé más tarde el trabajo de la mañana, diciéndole a Mac al salir que lamentaba haber mencionado a Parker, pues había olvidado que estaba casado.

—¿Usted también? —dijo Mac—. ¿Le ha contagiado Elphy su enfermedad de preocuparse por las cosas que no tienen importancia y olvidarse de las que sí la tienen? Permítame decirle, Flash, que nos vamos a pasar tanto tiempo sacudiendo la cabeza por tonterías como lo de Parker, los perros de Elphy y la valiosa cómoda de lady McNaghten, que tendremos mucha suerte si al final conseguimos llegar a Jallalabad. —Se acercó un poco más a mí y me miró con sus fríos e inquietantes ojos—. ¿Sabe a qué distancia está eso? A unos ciento cincuenta kilómetros. ¿Tiene usted alguna idea de lo que tardaremos con un ejército de catorce mil hombres, de los cuales apenas una cuarta parte está integrada por tropas de combate y el resto es un tremendo revoltijo de porteadores y sirvientes indios, por no hablar de las mujeres y los niños? Y tenga en cuenta que la marcha la efectuaremos a pie a través de la nieve sobre el peor terreno que existe en este mundo y a temperatura de congelación. Dudo mucho que con un ejército de soldados de las Tierras Altas de Escocia lo pudiéramos hacer en menos de una semana. Con un poco de suerte, lo podríamos hacer en dos... si los afganos nos dejan en paz, la comida y las municiones nos alcanzan y Elphy no se pega otro tiro en la otra nalga.

Jamás había visto a Mackenzie tan furioso. Por regla general, era más fresco que una trucha, pero supongo que el hecho de ser un profesional responsable y de tener que trabajar con Elphy había acabado con su paciencia.

—Eso no se lo diría a nadie más que a usted o a George Broadfoot si estuviera aquí —añadió—, pero, si salimos de ésta, será por pura suerte y por los esfuerzos de uno o dos de nosotros, como usted y yo. Ah, y también de Shelton. Es un tipo muy desabrido, pero un buen soldado y, si Elphy lo deja en paz, puede que nos lleve a Jallalabad. Bueno pues, ya le he dicho todo lo que pienso y dudo mucho que alguna vez pueda hacer un pronóstico más acertado. —Me miró con una de sus melancólicas sonrisas habituales—. ¡Y usted se preocupa por Parker!

Tras haber escuchado sus comentarios, ya sólo me preocupaba por mí. Conocía a Mackenzie y sabía que no era un pájaro de mal agüero y que, si él creía que nuestras posibilidades eran muy pocas, significaba que efectivamente lo eran. Sabía por mi trabajo que en el despacho de Elphy las cosas no iban bien; los afganos nos dificultaban la tarea de reunir suministros y había señales de que los
ghazi
estaban abandonando Kabul a través de los pasos... Pottinger estaba seguro de que nos aguardarían al acecho e intentarían despedazarnos en los desfiladeros más difíciles como, por ejemplo, el Khoord-Kabul y el Jugdulluk. Pero yo trataba de tranquilizarme pensando que un ejército de catorce mil hombres forzosamente tenía que estar seguro, aunque algunos de los nuestros cayeran por el camino. Mac me lo había hecho ver todo bajo una perspectiva distinta y ahora yo volvía a sentir una extraña flojedad en las tripas y una sensación de mareo en la garganta. Procuraba convencerme de que a unos soldados como Shelton, Mackenzie y el sargento Hudson no les podrían parar los pies unos enjambres de afganos, pero todo era inútil. Burnes e Iqbal también eran buenos soldados y eso no había sido suficiente para salvarlos; aún me parecía oír el terrible crujido de las navajas hundiéndose en el cuerpo de Burnes y no podía apartar de mis pensamientos a McNaghten colgando muerto de un gancho ni los gritos de Trevor cuando los
ghazi
lo alcanzaron. Me entraban ganas de vomitar de sólo recordarlo. Y media hora antes yo estaba urdiendo maquinaciones para poder darme un revolcón con la señora Parker en una tienda de campaña durante nuestro camino de regreso a Jallalabad. Eso me hizo recordar lo que les hacían las mujeres afganas a los prisioneros y les aseguro que era algo que, sólo de pensarlo, le ponía a uno los pelos de punta.

Me costó un gran esfuerzo poner al mal tiempo buena cara durante la última fiesta de lady Sale, dos noches antes de nuestra partida. Betty estaba presente y la mirada que me dirigió me levantó un poco el ánimo; su amo y señor ya estaría en aquellos momentos a medio camino de Kandahar, por lo que acaricié la idea de pasarme por su bungaló aquella noche, pero, habiendo tantos criados en el acantonamiento, hubiera sido demasiado peligroso. Mejor esperar hasta que ya nos hubiéramos puesto en camino, pensé, donde nadie podría distinguir una tienda de otra en medio de la oscuridad.

Lady Sale se pasó la velada como de costumbre, criticando a Elphy y comentando la ineptitud general de su Estado Mayor.

—Nunca hubo semejante partida de indecisos. Aquí lo único seguro es que nuestros jefes no pueden pasarse ni dos minutos sosteniendo la misma opinión. Al parecer, sólo piensan en contradecirse los unos a los otros, precisamente ahora en que lo que más se necesita es armonía y orden.

Lo dijo con una cierta satisfacción, sentada en la última silla que le quedaba mientras los criados arrojaban los muebles a la estufa para caldear un poco la estancia. Lo habían arrojado todo al fuego menos la cómoda, la cual serviría de combustible para preparar las comidas antes de la partida; estábamos sentados sobre las maletas y baúles amontonados junto a las paredes o bien agachados en el suelo mientras la vieja arpía nos miraba desde lo alto de su ganchuda nariz con las manos protegidas por mitones y entrelazadas sobre su regazo. Lo más curioso era que nadie la consideraba un pájaro de mal agüero a pesar de sus incesantes quejas; estaba tan visiblemente segura de que
ella
llegaría a Jallalabad a pesar de los errores de Elphy que la gente se animaba con sólo escucharla.

—El capitán Johnson me ha comunicado —dijo resollando— que hay comida y forraje para diez días todo lo más y que los afganos no tienen la menor intención de facilitarnos una escolta para cuando crucemos los pasos.

—Mejor —dijo Shelton—. Cuanto menos veamos a esa gente, más tranquilo estoy.

—¿De veras? Pero entonces, ¿quién nos defenderá de los malhechores y los bandidos que acechan en las colinas?

—Por Dios bendito, señora, ¿acaso nosotros no somos un ejército? —replicó Shelton—. Creo que estamos en condiciones de protegernos.

—Puede que usted lo espere, pero yo no estoy tan segura de que algunas de nuestras tropas nativas no aprovechen la primera oportunidad para desaparecer. Y entonces nos quedaremos sin amigos, sin comida y sin
leña
.

A continuación, lady Sale añadió alegremente que, a su juicio, los afganos estaban firmemente decididos a destruir por completo nuestras fuerzas, apoderarse de nuestras mujeres y dejar vivo sólo a un hombre, «a quien cortarán las piernas y las manos y después colgarán a la entrada del paso del Khyber para disuadir a los
feringhees
de cualquier intento de volver a penetrar en su país».

—Felicito efusivamente al afgano que se apodere de ella —masculló Shelton al salir—. A poco sentido común que tenga, la colgará a ella en el Khyber... eso evitará con toda seguridad la entrada de los
feringhees
.

Me pasé el día siguiente comprobando que mis lanceros escogidos estuvieran en perfectas condiciones, que nuestras alforjas estuvieran llenas y que todos los hombres tuvieran suficientes cartuchos y pólvora para sus carabinas. Llegó la última noche y el caos de los preparativos de última hora en medio de la oscuridad, pues Shelton estaba empeñado en salir antes del amanecer para que pudiéramos atravesar el paso de Khoord-Kabul el primer día, lo cual significaba que deberíamos cubrir una distancia de veinticinco kilómetros.

10

Puede que haya habido en la historia de la guerra desastres mucho mayores que el de nuestra retirada de Kabul, pero lo más probable es que no sea así. Aún ahora, tras toda una vida de reflexión, me faltan palabras para describir la sobrehumana estupidez, la monumental ineptitud y la ceguera absoluta ante la razón de que hicieron gala Elphy Bey y sus asesores. Si hubieran ustedes reunido a los más grandes genios militares de todos los tiempos y los hubieran colocado al mando de nuestro ejército, pidiéndoles que lo destrozaran totalmente y a la mayor rapidez posible, no habrían podido hacerlo —y hablo completamente en serio— con la velocidad con que él lo hizo. Y eso que creyó estar cumpliendo con su deber. El más humilde barrendero de nuestro convoy hubiera sido un comandante mil veces mejor.

Hasta la tarde del día cinco de enero Shelton no fue informado de que la marcha se iniciaría por la mañana del día seis. Como consecuencia de ello, se tuvo que pasar toda la noche trabajando como un loco, cargando el enorme convoy de equipajes, reuniendo a las tropas del acantonamiento en su orden de marcha y dando órdenes acerca de la conducta y distribución de todas las fuerzas. Sobre el papel son unas cuantas palabras, pero yo recuerdo que fue una oscura noche en que nevaba intensamente, los faroles de seguridad parpadeaban, las tropas caminaban invisiblemente en la oscuridad en medio de un constante murmullo de voces, de relinchos del gran rebaño de acémilas, el fragor de los carros, las apresuradas idas y venidas de los mensajeros, las maletas y baúles amontonados en el exterior de las casas, los aturdidos oficiales que preguntaban dónde estaba el regimiento tal o cual, la llamada de las cornetas resonando en el aire nocturno, el ruido de pies que corrían, el llanto de los niños y, en la galería iluminada de su despacho, Shelton, con el rostro congestionado, tirándose constantemente del cuello del uniforme mientras sus ayudantes corrían de un lado para otro a su alrededor y él trataba de poner un poco de orden en aquel infierno.

Cuando el sol asomó por las colinas de Seeah Sung, pareció que lo había conseguido. El ejército de Afganistán estaba preparado para emprender la marcha —todo el mundo muerto de cansancio, naturalmente— a lo largo de toda la longitud del acantonamiento, con todas las cosas cargadas (excepto comida suficiente) y todas las tropas armadas (sin apenas pólvora ni municiones) y en formación mientras Shelton daba las últimas órdenes con la voz ronca y Elphy Bey terminaba pausadamente un desayuno a base de jamón con pimienta, tortilla y un poco de faisán. (Lo sé porque me invitó a desayunar con él en compañía de los restantes oficiales del Estado Mayor.)

Mientras él hacía su aseo final, rodeado por los oficiales y los criados, y el ejército esperaba en medio de un frío glacial, yo cabalgué hasta la entrada del acantonamiento para ver qué ocurría en Kabul. La ciudad ya se había despertado y había gente en los tejados de las casas y en la zona comprendida entre el Bala Hissar y el río; querían presenciar la partida de los
feringhees
, pero, de momento, todo parecía muy tranquilo. Estaba nevando ligeramente y hacía un frío espantoso.

Sonaron los clarines del acantonamiento, se oyó la orden de «¡Adelante!» y, en medio de un estruendo de crujidos, gemidos, arrastramientos y rugidos, se inició finalmente la marcha.

En cabeza iba Mackenzie, seguido de sus
jezzahilchis
, sus fieles y rudos tiradores. Como yo, llevaba una capa
poshteen
, un turbante y las pistolas al cinto y parecía un auténtico jefe Afridi, con sus largos bigotes y su séquito de temibles guerreros. Le seguía el brigadier Anquetil con el 44, el único regimiento británico de infantería del ejército, muy elegante con sus chacós, sus chaquetas rojas y sus bandas blancas; los soldados parecían dispuestos a repeler todas las hordas de Afganistán y, al verles, se me levantó el ánimo. Unos cuantos pífanos estaban interpretando nada menos que
Yankee Doodle
,
[25]
mientras los hombres marchaban con aire marcial.

A continuación, un escuadrón de caballería
sikh
escoltando los cañones, los gastadores y los minadores y un pequeño grupo de mujeres y familias inglesas, a lomos de camellos o jacas, los niños y las ancianas en
howdahs
[26]
sobre los camellos, y las mujeres más jóvenes cabalgando a mujeriegas en jamugas. Lady Sale, luciendo un enorme turbante, ocupaba uno de los primeros lugares, cabalgando a mujeriegas en una pequeña jaca afgana.

—Le estaba diciendo a lady McNaghten que, a mi juicio, nosotras las esposas seríamos los mejores soldados —explico de repente—. ¿Usted qué opina, señor Flashman?

—Yo aceptaría a Su Señoría encantado... —contesté mientras ella esbozaba una horrible sonrisita—, pero puede que entonces los caballos se pongan celosos —añadí mientras los lanceros soltaban una sonora carcajada.

BOOK: Harry Flashman
5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

High Chicago by Howard Shrier
Fianna Leighton - Tales of Clan Mackay by Return to the Highlands
Watch for Me by Moonlight by Jacquelyn Mitchard
Pyramid Quest by Robert M. Schoch
Promise of Pleasure by Holt, Cheryl
Playing Dom by Sky Corgan