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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (24 page)

BOOK: Harry Flashman
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Mac apagó la colilla de su cigarro.

—Si se lo pudiera decir, señor. Si pudiera ver con claridad la trampa que encierra todo eso, sería el hombre más feliz del mundo. En los tratos con los afganos, lo que más me preocupa es lo que no veo y no comprendo.

—¡Eso es una filosofía de chiflados! —exclamó McNahgten y no quiso oír ni una sola palabra más.

Estaba claro que le encantaba el plan de Akbar y estaba tan decidido a aceptarlo que, a la mañana siguiente, mandó llamar a Muhammed y Hamet y puso su aceptación por escrito para que éstos se la entregaran a Akbar Khan. Me pareció una estupidez descomunal, pues sería la demostración palpable de su participación en algo que, en realidad, era una traición. Uno o dos de sus asesores trataron de convencerlo de que, por lo menos, no pusiera nada por escrito, pero no hubo manera.

—Lo malo es que este hombre está desesperado —me dijo Mackenzie—. La propuesta de Akbar ha llegado justo en el momento adecuado, cuando McNaghten ya creía que no le quedaba el menor rayo de esperanza y tendría que abandonar Kabul con el rabo entre las piernas. Necesita creer que el ofrecimiento de Akbar es sincero. Bueno, mi joven Flash, no sé usted, pero mañana cuando vayamos a ver a Akbar, yo me llevaré mis armas.

Yo estaba más nervioso que un flan y el aspecto de Elphy Bey no contribuyó precisamente a animarme cuando McNaghten me acompañó aquella tarde a verle. El viejo estaba tumbado en un canapé en la galería mientras una de las damas de la guarnición —no recuerdo cuál de ellas— le leía las Sagradas Escrituras. Se mostró encantado de verme y elogió mis hazañas, pero se le veía tan viejo y cansado con su gorro y su camisa de noche que pensé: «Dios mío, ¿qué posibilidades podemos tener con un comandante como éste?».

McNaghten estuvo muy brusco con él, pues, al enterarse del plan de Akbar, el viejo le había mirado con semblante preocupado y le había preguntado si no temía que se produjera una traición.

—En absoluto —contestó McNaghten—. Quiero que prepare usted con la mayor rapidez y discreción posibles dos regimientos y dos cañones para la toma del fuerte de Mohammed Khan, donde mañana por la mañana nos reuniremos con Sirdar Akbar. El resto déjelo de mi cuenta.

Elphy no parecía muy convencido.

—Todo eso es muy vago —dijo sin poder disimular su inquietud—. Me temo que no son muy de fiar, ¿comprende? No cabe duda de que es una confabulación muy extraña.

—¡Vaya por Dios! —exclamó McNaghten—. Si eso es lo que piensa, salgamos a combatir contra ellos. Estoy seguro de que los derrotaremos.

—No puedo, mi querido sir William —dijo el viejo Elphy. Su trémula voz me pareció insoportablemente patética—. Las tropas no están en condiciones, ¿comprende?

—En tal caso, tenemos que aceptar las propuestas del Sirdar.

Al ver que Elphy seguía receloso, McNaghten estuvo a punto de perder la paciencia. Al final no se pudo contener.

—¡Sé de eso mucho más que usted! —dijo, dando media vuelta para abandonar la galería, hecho una furia.

Elphy estaba muy disgustado y lamentaba la situación y la falta de acuerdo.

—Supongo que él tiene razón y sabe más que yo. Por lo menos, eso espero. Pero tenga mucho cuidado, Flashman; conviene que todos ustedes lo tengan.

Entre él y McNaghten habían conseguido desmoralizarme, pero la noche me levantó un poco el ánimo, pues fui a la casa de lady Sale, donde se estaba celebrando una fiesta de la guarnición a la que también asistían las esposas de los oficiales, y allí descubrí que me había convertido en algo así como un león. Mackenzie había contado mi historia y todas ellas revoloteaban a mi alrededor. Hasta lady Sale, que era una vieja y avinagrada bruja con una lengua tan afilada como un cuchillo de trinchar carne, se mostró amable conmigo.

—El capitán Mackenzie nos ha ofrecido un extraordinario relato de sus aventuras —me dijo—. Debe de estar usted muy cansado; venga a sentarse a mi lado.

Procuré quitar importancia a mis aventuras, pero me obligaron a callarme.

—Tenemos muy pocas cosas de las que presumir —dijo lady Sale— y, por consiguiente, conviene que saquemos el máximo partido de lo que tenemos. Usted, por lo menos, ha actuado con valentía y sentido común, lo cual es mucho más de lo que puede decirse de ciertos ancianos que hay por aquí.

Se refería, como es lógico, al pobre Elphy, a quien ella y las restantes damas no tardaron en arrancar la piel a tiras. Las señoras tampoco tenían demasiada buena opinión de McNaghten y me sorprendí de la crueldad de sus comentarios. Sólo más tarde me di cuenta de que, en el fondo, no eran más que unas mujeres asustadas; y con razón.

Sin embargo, todo el mundo parecía complacerse en denostar a Elphy y allegado, por lo cual la fiesta resultó de lo más divertida. Me retiré hacia la medianoche. Estaba nevando y brillaba la luna. Cuando entré en mi cuarto, me di cuenta de que estaba pensando en la Navidad en Inglaterra, en el viaje a casa en coche desde Rugby cuando terminaba el semestre, en el ponche de
brandy
caliente que me tomaba en el recibidor y en la chimenea encendida del comedor, junto a la cual mi padre y sus amigos conversaban, se reían y se calentaban la espalda. Pensé que ojalá estuviera allí con mi joven esposa. Al recordarla, sentí que se me encogían las entrañas. Qué barbaridad, llevaba varias semanas sin acostarme con una mujer y en los acantonamientos no tenía la menor esperanza de encontrar ninguna. Eso era algo que pensaba resolver a la mañana siguiente, en cuanto terminara el asunto que nos llevábamos entre manos con Alkbar y la situación se normalizara. Puede que mi cambio de actitud fuera una reacción a los quejumbrosos comentarios de aquellas mujeres, pero el caso es que, cuando me fui a la cama, pensé que probablemente McNaghten tenía razón y nuestro acuerdo con Akbar sería para bien.

Me levanté antes del amanecer y me puse mis ropas afganas; era más fácil ocultar un par de pistolas debajo de ellas que en un uniforme. Me ajusté el talabarte y me dirigí con mi montura a la puerta donde McNaghten y Mackenzie ya estaban esperando con un reducido contingente de tropas nativas; MacNaghten, montado en un mulo con su levita y su chistera, estaba maldiciendo a un corneta de la Brigada de Caballería de Bombay; al parecer, la escolta no estaba preparada y el brigadier Shelton aún no había reunido las tropas que tenían que someter a los
dourani
.

—Puede decirle al brigadier que él nunca tiene las cosas preparadas ni hace nada como es debido —estaba diciendo McNaghten—. Tiene que estar todo listo; estamos rodeados de militares incompetentes; pero eso se va a acabar. Acudiré a la cita y Shelton deberá tener las tropas a punto para el avance antes de media hora. ¡He dicho deberá! ¿Está claro?

El corneta se retiró a toda prisa mientras McNaghten se sonaba la nariz y le juraba a Mackenzie que ya no quería esperar más. Mac le rogó que esperara por lo menos a que se viera alguna señal de que Shelton se había puesto en movimiento, pero McNaghten replicó:

—Probablemente aún está en la cama. Pero he enviado un recado a Le Geyt; él se encargará de resolverlo todo. Ah, aquí están Trevor y Lawrence. Bueno, caballeros, ya hemos perdido demasiado el tiempo. ¡Adelante!

No me gustaba nada lo que estaba ocurriendo. Los planes eran que Akbar y los jefes, incluidos los
dourani
, se reunieran en las inmediaciones del fuerte de Mohammed, el cual se encontraba a menos de cuatrocientos metros de las puertas del acantonamiento. En cuanto McNaghten y Akbar se hubieran intercambiado los saludos de rigor, Shelton tendría que salir rápidamente del acantonamiento y rodear a los
dourani
para que éstos quedaran atrapados entre nuestras tropas y los hombres de los demás jefes. Pero Shelton no estaba preparado y nosotros ni siquiera teníamos escolta, por lo que mucho me temía que nosotros cinco y los soldados nativos —en total una media docena de hombres— lo pasáramos un poco mal antes de que Shelton apareciera en escena.

El joven Lawrence también se lo temía, pues le preguntó a McNaghten mientras cruzaba la puerta al trote si no sería mejor esperar; McNaghten levantó bruscamente la cabeza y contestó que podríamos limitarnos a conversar con Akbar hasta que saliera Shelton y llevara a cabo la tarea que le había sido encomendada.

—¿Y si hubiera una traición? —preguntó Lawrence—. Sería mejor que las tropas estuvieran preparadas para intervenir en cuanto recibieran la orden.

—¡Ya no puedo esperar más! —contestó MacNaghten, temblando no sé si de frío, temor o emoción. Después le oí decirle a Lawrence en voz baja que ya sabía que podía haber una traición, pero, ¿qué podía hacer? Tendría que confiar en que Akbar cumpliera su palabra. En cualquier caso, él prefería poner en peligro su propia vida antes que sufrir la deshonra de ser expulsado de Kabul como un cobarde.

—El éxito salvará nuestro honor y nos compensará de todo lo demás.

Cruzamos los nevados prados en dirección al canal. Era una clara y fría mañana; la gris y silenciosa ciudad de Kabul se extendía ante nuestros ojos; a nuestra izquierda, el grasiento río Kabul serpenteaba entre sus bajas orillas y, al otro lado, la gran fortaleza de Bala Hissar parecía un perro guardián que vigilaba los blancos campos nevados. Cabalgábamos en silencio y sólo se oía el crujido de la nieve bajo los cascos de los caballos; por encima de los hombros de los cuatro hombres que cabalgaban delante de mí se elevaban las blancas nubes del vapor de sus alientos. Todo estaba tranquilo y en silencio.

Llegamos al puente del canal, al otro lado del cual se encontraba la ladera que bajaba del fuerte de Mohammed junto al río. La pendiente estaba punteada de afganos; en el centro, donde se había extendido una alfombra azul de Bujara, un grupo de jefes rodeaba a Akbar. Sus seguidores aguardaban a cierta distancia, pero calculé que debía de haber unos cincuenta hombres —de las tribus de los
baruzki
, los
gilzai
, los
dourani
y también varios
ghazi
.
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El espectáculo era impresionante. «Estamos locos si nos metemos aquí dentro —pensé—; aunque Shelton avance a toda velocidad, nos podrían cortar a todos la garganta antes de que él se encuentre a medio camino.» Volví la cabeza hacia el acantonamiento, pero no se veía ni rastro de los soldados de Shelton. Sin embargo, que conste que de momento eso no importaba. Cuando llegamos al pie de la ladera, yo estaba temblando, aunque no de frío.

Akbar, protegido por una coraza de acero como si fuera un soldado y con el puntiagudo casco rodeado por un turbante de color verde, bajó a recibirnos a lomos de un negro caballo de batalla. Con una radiante sonrisa en los labios, levantó la voz para saludar a McNaghten; a su espalda, Sultan Jan y los demás jefes inclinaron respetuosamente la cabeza e hicieron reverencias con un semblante tan risueño como el de Papá Noel.

—Todo eso me huele a chamusquina —murmuró Mackenzie.

Los jefes se estaban acercando directamente a nosotros, pero observé que los demás afganos situados en las pendientes de ambos lados se iban acercando poco a poco. Me tragué el miedo, pues no teníamos más remedio que seguir adelante. Akbar y McNaghten ya se habían reunido y se estaban estrechando las manos sin desmontar de sus cabalgaduras.

Uno de los soldados nativos que conducía una pequeña y encantadora yegua blanca se adelantó con ella y entonces McNaghten se la ofreció a Akbar, el cual la recibió con visibles muestras de complacencia. Al verle tan contento traté de tranquilizarme, pensando que todo iría bien... la intriga ya estaba en marcha; McNaghten sabía lo que hacía y yo no tenía realmente nada que temer. De todos modos, los afganos ya nos tenían rodeados, aunque su actitud seguía pareciendo amistosa. A juzgar por la forma en que mantenía ladeada la cabeza y por la frialdad de su mirada, sólo Mackenzie parecía estar preparado para acercar la mano a la culata de su pistola al menor signo de movimiento en falso.

—Vaya, vaya —dijo Akbar—. ¿Le parece que desmontemos?

Así lo hicimos. Akbar acompañó a McNaghten a la alfombra. Lawrence los siguió con semblante preocupado; debió de decir algo, pues Akbar se rió y dijo, levantando la voz:

—Lawrence sahib no tiene por qué estar nervioso. Aquí somos todos amigos.

De pronto, el anciano Muhammed Din se situó a mi lado, inclinó la cabeza y me dirigió un saludo. Observé que otros se habían acercado a Trevor y a Mackenzie y habían iniciado una cordial conversación con ellos. Todo aquello era tan amistoso que yo hubiera podido jurar que allí había gato encerrado, pero, al parecer, McNaghten ya había recuperado la confianza y estaba charlando animadamente con Akbar. Algo me impulsó a no permanecer inmóvil donde estaba sino a seguir adelante; me acerqué a McNaghten para oír su conversación con Akbar mientras el cerco de afganos se iba aproximando a la alfombra.

—Como puede ver, llevo las pistolas que usted me regaló y que recibí de manos de Lawrence
sahib
—estaba diciendo Akbar—. Ah, aquí está Flashman. Acérquese, amigo mío, y deje que le vea. McLoten
sahib
, permítame decirle que Flashman es mi huésped preferido.

—Cuando usted me lo envía, príncipe —contestó McNaghten—, es mi mensajero preferido.

—Ah, sí —dijo Akbar, esbozando una radiante sonrisa—, es el príncipe de los mensajeros. —Después, volviendo la cabeza para mirar a McNaghten a los ojos, añadió—: Tengo entendido que el mensaje que él transmitió halló el favor ante los ojos de Vuestra Excelencia, ¿no es cierto?

De repente, cesó el murmullo de voces que nos rodeaba, como si todo el mundo estuviera observando a McNaghten. Éste así pareció intuirlo, pero, a pesar de todo, asintió con la cabeza a modo de respuesta.

—¿Entonces estamos de acuerdo? —preguntó Akbar.

—Estamos de acuerdo —contestó McNaghten y entonces Akbar le miró un instante directamente a la cara y, de repente, se inclinó hacia adelante, le rodeó el cuerpo con los brazos y lo inmovilizó, sujetándole los costados con las manos.

—¡Apresadlos! —gritó.

Entonces yo vi cómo Lawrence, que se encontraba inmediatamente detrás de McNaghhten, era retenido por dos afganos que se habían situado uno a cada lado suyo. Oí el grito de asombro de Mackenzie y le vi adelantarse hacia McNaghten, pero un baruzki se cruzó en su camino, empuñando una pistola. Trevor corrió hacia Akbar, pero los afganos le cerraron el paso antes de que pudiera recorrer un metro.

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