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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (27 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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—A María José le gustaría.

—¿Le gustaría que nos separásemos?

—Le gustaría lo que haces por Goumba, y le gustaría que Paco y tú fueseis felices.

Sonríen, de nuevo.

—¿Me dirás hoy por qué se separó ella de Joaquín?

—Porque tampoco él era el hombre de su vida.

Así que, cuando Marga se sienta a la mesa para cenar, mira a Carlos y piensa que ha engordado, que está perdiendo pelo, que en la barba le están saliendo canas, que el pecho también le blanquea. ¿Qué miras?, le pregunta él. Nada, le dice ella, pero sigue mirándole y lo que ve le gusta. A su hombre, a su lado; inclina un poco la cabeza y observa que tiene las piernas cruzadas por debajo de la silla, que calza unas chanclas y que viste un bañador. Le enternece. Deberían estar en la playa, en el camping de Calpe al que van todos los años, pero ese verano Marga no ha querido alejarse de María José, por si acaso. Ella no se ha cogido vacaciones con el pretexto de poder acumularse días, pero en realidad lo que no quiere es estar ociosa porque le da miedo pensar, así que Carlos se lleva todos los días a los críos a la playa de excursión, unas veces a la Malvarrosa, otras veces más lejos (a Denia, a Moraira o a Peñíscola, cada vez a un sitio distinto), y los convence de que ninguno de sus amigos ha pasado un verano igual, Valencia entera sólo para ellos tres. A Marga le gasta todos los días la misma broma: ha ligado con una inglesa que pensaba que era un joven padre separado, y ella a veces le ríe la gracia y otras veces no.

Esa noche le mira y se pregunta si alguna vez será verdad, si alguna vez alguien le mirará y verá lo que ella vio hace dieciocho años, que son los que llevan juntos, y lo que la prisa, la costumbre, la monotonía, le han impedido ver todo ese tiempo. A su hombre, a su lado. Así que le dice hace mucho que no me pides que me case contigo, y él, pensando que lo dice de broma, se levanta de la silla, se acerca a ella, se arrodilla, coge una aceituna rellena de anchoa de la ensalada (sus hijos se ríen) y se la coloca en el dedo a la fuerza y le dice ¿quieres casarte conmigo?, y ella le dice que sí. ¿De verdad? De verdad.

Más tarde, en la cama, él vuelve a preguntarle si lo ha dicho en serio, y ella le contesta que sí. Carlos le pregunta por qué, y ella le dice porque eres el hombre de mi vida.

Cleopatra pensó que Manuel lo era, el hombre de su vida, aunque le conocía de muy poco tiempo como para llegar a esa conclusión, pero si los caminos del Señor son inescrutables, los del corazón lo son más todavía. Los dos primeros meses se cruzaron cartas sin parar, y la palabra «cruzar» no está elegida al azar: las cartas se cruzaban en el océano, porque las escribían a un ritmo tan frenético que no daban tiempo a recibir la respuesta del otro para continuar la relación epistolar. Más que cartas, eran diarios en los que ambos dejaban volar al poeta que llevaban dentro. Manuel escribía vivir es sufrir y desde que estoy contigo estoy más vivo que nunca. Ella le hablaba de los lugares que ya no serían los mismos sin ellos, de la herida que le dejaba su ausencia, de la fuerza que había descubierto en su corazón. Se dijeron cientos de cosas, siempre por carta, porque era más romántico que el teléfono, de modo que a Cleopatra no le pareció extraño escribirle que estaba embarazada, y tampoco se sorprendió de que él confesase por la misma vía que en realidad ya estaba casado y no podía hacerse cargo de ese problema. Fin del amor.

Lo que más le dolía a ella, después de todo, no era que aquello hubiera acabado, sino que lo hubiera hecho así, como un frenazo brusco. Cleopatra hubiera preferido un final digno de aquel principio glorioso. Que le hubiera escrito un amigo anunciándole que había muerto, o que hubiese dejado de escribirle para que ella imaginase otro final. Pero ése, tan ruin, tan indigno, no se lo perdonaría en la vida.

Criar a su hija sola no fue lo peor. De hecho, en su familia estaban acostumbrados porque su hermana, la jinetera, cada dos por tres iba a la casa con un embarazo o con una amiga preñada a la que acogían hasta que daba a luz, y el enfado de los padres duró nada más que hasta que nació la pequeña y se volvieron locos de amor por Ramona María. Lo peor fue la desconfianza. No estaba segura, pero tenía la duda. ¿Y si todos los hombres fueran iguales? Los otros, los que había conocido antes que a Manuel, eran así (egoístas, cobardes, hijos de puta, en fin), y por eso no se los había tomado en serio.

Pero Manuel, con esa pinta de no haber roto un plato nunca, con esa cara de bueno, con ese aspecto sudoroso y rechoncho, que si lo pensaba bien no sabía qué (coño) podía haber visto en él, había resultado ser el peor de todos. ¿Y si no había un hombre bueno sobre la faz de la tierra? A veces se imaginaba que en algún lugar del mundo había uno (un hombre bueno) haciéndose la misma pregunta. ¿Y si todas las mujeres eran unas putas? ¿Y si no había una mujer buena sobre la faz de la tierra? Y entonces, desde su cama (la misma que usó desde pequeña y que compartió con su hermana y luego con su bebé), desde su casa (una casa pequeña, con tres habitaciones, un baño y una cocina destartalada pero limpia), desde su calle (la calle M), desde su barrio (El Vedado), desde su ciudad (La Habana), desde su isla (Cuba), decía yo sí, yo soy buena, yo estoy aquí.

Joaquín ya se atreve a cogerle la mano a la que fue su mujer delante del que fue su suegro. Se la coge (la mano) y le dice estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí, como si esas palabras fueran un salmo que pudiera hacerle algún bien. Se lo dice (estoy aquí) porque realmente está a su lado, con sus cinco sentidos. La ve (no deja de mirarla), la escucha (está alerta a cualquier cambio en el sonido de su respiración), la huele (se acerca con disimulo y le pone el perfume que solía usar —unas gotas de esencia de
musk
—), la saborea (sí, la saborea lentamente cuando la besa al llegar y al irse) y la toca (no separa la mano de su brazo excepto en caso de imperiosa necesidad). Todo con ella, todo por ella, aunque sea demasiado tarde.

Ese mes de agosto habían planeado irse a Nueva York. Bueno, no era exactamente un plan, pero sí es cierto que dos veranos antes habían hablado de cruzar el charco (eso dijeron) para ir a la ciudad de los rascacielos (vivan los tópicos) si las cosas les iban bien. A ella le iba bien, en general, seguramente porque se conformaba con poco, y tal vez ése fuera el auténtico secreto de la felicidad, aunque entonces ninguno de los dos lo supiera porque no eran felices. María José trabajaba en la misma asesoría (AG Ballester) desde que dejó los estudios en el 89, y su trabajo no tenía ni secretos ni alicientes.

Ella no era ambiciosa. Se conformaba con ganar lo (poco) que ganaba (menos de mil euros al mes) y no quería ni oír hablar de hacer trabajos extras para otras gestorías, ni tampoco por su cuenta. Entró como auxiliar por recomendación de la madre de Marga, que era clienta; su primera responsabilidad fue introducir datos de facturación en un programa informático de contabilidad, y su primer sueldo, ochenta mil pesetas. Ahora que también se encargaba de hacer trámites y que seguía el proceso desde el principio (introducir datos) hasta el final (asesorar a los clientes y presentar las declaraciones), el compromiso le parecía excesivo y estaba pensando dejarlo por algo menos arriesgado. Le daba miedo equivocarse y que otro pagase su error. Tal vez cajera, como Marga, estaría bien. Ella no quería dinero, ni retos. Sólo aspiraba a mantenerse, y a ser feliz.

Joaquín, en cambio, soñaba con pasar a la historia y le irritaba sobremanera la certeza de que como representante de vinos y licores jamás entraría en la Wikipedia. La culpa la tenían los demás, como María José y toda la cohorte de admiradoras que había tenido toda la vida. Sonaba pretencioso, pero era la verdad. Desde su vecina (María José) hasta su madre, todas las mujeres que se habían cruzado por su vida desde que nació hasta los veinte años le habían convencido de que era tan guapo, tan alto, tan gracioso, tan ocurrente, que tendría el mundo a sus pies. Pues sí. Ahora que era más fácil saltarlo que rodearlo (que estaba gordo, vamos), ahora que estaba perdiendo pelo, ahora que no le era tan sencillo ligar como antes, ahora y no entonces era cuando él necesitaba un poco de aquella gloria adolescente que en su momento había menospreciado, y el conformismo de su mujer le daba rabia y, al mismo tiempo, envidia.

Tampoco coincidían mucho. Ella salía de casa a las ocho y él no entraba a trabajar hasta las diez. Pasaba la mañana cobrando facturas y las tardes visitando clientes. Más de doscientos a la semana. Le gustaba su trabajo, era la verdad, pero le fastidiaba tener un trato tan superficial con todo el mundo, diez minutos de cháchara con cada comprador, siempre las mismas preguntas, las mismas respuestas, y a veces se cansaba de llegar a su casa tan tarde, nunca antes de las once de la noche. Ahí estaba María José, esperándole, casi siempre sin cenar y con la sonrisa puesta.

Dentro de dos veranos cruzamos el charco, y María José aplaudió entusiasmada. Ella lo tenía todo. Él nunca tenía suficiente.

Pilar nunca tenía suficiente dolor, o eso parecía. No estaba contenta si no tenía un problema, y por eso los provocaba. Cualquier sicoanalista se habría dado cuenta y se lo habría hecho saber: señora, usted trata de olvidar un dolor provocándose otro mayor. Pero como nunca fue a terapia, a pie de calle parecía simplemente que Pilar era una desequilibrada que lo mismo echaba lejía en la ropa tendida de una vecina que le caía mal que les montaba cirios a su marido o a su hija a la menor ocasión. Pero Pilar no estaba loca. Sólo era tremenda, profunda, total, absurdamente infeliz. A veces lo pensaba. ¿Y yo, por qué estoy así? Aunque habían pasado tantos años, ella insistía en distinguir el significado entre ser y estar, y no se resignaba a
ser
así. No era desequilibrada, sólo lo estaba. Creía que algún día se le pasaría y volvería a ser una persona normal, moderadamente feliz. Se daba cuenta de que Paco no era un mal hombre, y que María José, que había sido la niña de sus ojos, no la había apartado de su lado sin más ni más, sino porque ella era insoportable y vivir a su lado era un tormento.

Un día pasó por el hospital una escritora que se estaba documentando para su próxima novela porque quería ambientarla en uno como ése. El director de enfermería la acompañó por todas las plantas y le fue explicando qué tipo de paciente estaba en cada sala, en ésta los ACV (accidentes cerebro vasculares), en ésta los paliativos, etcétera. Frente a su puerta, la 126, estuvieron parados un rato y ella escuchó cómo le contaba que en casos especiales las habitaciones eran individuales pero que él prefería que los pacientes estuvieran de dos en dos, porque una mampara preservaba su intimidad cuando lo deseaban y, al mismo tiempo, estaban más acompañados, más confortados, porque, la verdad, aquí hay muchos pacientes que no reciben visitas. La escritora le preguntó cuánto tiempo solían durar los ingresos, y él le dijo que, en los casos en los que la recuperación era posible, la estancia media era de cincuenta y ocho días.

—¿Y en los casos que no?

—Hasta que fallecen, el tiempo que sea.

—Debe de ser duro.

—Mucho, pero como no suele pasar de un día para el otro, los familiares se van haciendo a la idea, no es como en un hospital de agudos.

—¿Y para ustedes no es duro?

—Al final te sale callo. Hay casos que te afectan más que otros, sobre todo cuando ves a gente joven, pero la capacidad de sufrimiento es la que es y acabas por distanciarte, es inevitable. Venga, vamos a ver la habitación de un paciente que ha fallecido esta mañana y estaba solo, para que muriera tranquilo.

Miró su reloj. Pasaban tres minutos de las diez.

—¿Cuándo ha muerto?

—Hace una hora y media.

Pilar no lo sabrá nunca, pero al llegar al cuarto la escritora se sobrecoge. Todo está vacío. No queda ningún rastro del hombre que ha muerto allí. La cama está hecha con sábanas nuevas; el armario, vacío; el baño, limpio. Cualquiera puede entrar a morirse en paz sin intuir que alguien acaba de iniciar el camino del tránsito. No quedan huellas. La escritora no sabe cómo se llamaba el muerto (José Vicente) ni que tenía setenta y ocho años, cinco hijos (Luis, Carlos, Mar, Julia y Alberto) y seis nietos Rubé, Amanda, Daniel, Carmen, Ainhoa y Eva). No sabe que fue fontanero, hincha del Valencia C. F., devoto de Francisco Ordóñez y detractor de José Tomás porque le escamaba su temeridad, que no leyó nunca un libro porque le costaba juntar las letras, que al final de su vida se aficionó a Internet y se pasaba las tardes en un despacho que se había montado donde antes sólo estaba el cuarto de la plancha viendo las películas que se bajaba, todas de estreno, bromeaba, de Lina Morgan, de Paco Martínez Soria y de los artistas de Hollywood cuyos nombres le apuntaban los hijos. Mira a ver por qué no me sale nada. ¿Cómo te va a salir, papá?, a ver quién es ese James Estigüar. Pues escríbelo tú, hazme el favor. Eso no lo sabe, la escritora. No sabe cuánto se reían.

Ya no están las revistas que ha leído su mujer (Lourdes), ni las flores que le han mandado (los amigos de la peña del fútbol), ni las fotos clavadas en un corcho apoyado en la pared (él y Lourdes en los Picos de Europa; él y Lourdes el día de las bodas de oro; él y Lourdes dándose un beso en el convite de la comunión de Rubén, los dos con servilletas verdes en el pecho para no mancharse la ropa; su hija Julia y su nieta Eva, la pequeña, a la que nunca ha podido coger en brazos porque nació cuando él ya estaba ingresado en ese hospital), ni el peluche (
Pirimpollo
) que le ha mandado Amanda, del que no se ha separado nunca pero que ha querido darle a su abuelo para que no estuviera solito. El abuelo no está solito, cariño. Da igual, se lo regalo de todas formas. La escritora no sabe que las últimas palabras las dijo Andrés hace cinco días, antes de perder la conciencia, y que no fueron últimas, sino última. Lourdes. Lo dijo, Lourdes, y trató de sonreír en un intento mudo de agradecerle toda la vida que habían pasado juntos, de decirle que había sido feliz la mayor parte del tiempo y quién sabe si para pedirle perdón por esas pequeñas miserias que no había podido evitarle (enfados estúpidos, disgustos por el dinero, malentendidos). Lourdes no le contestó porque en ese momento estaba en el baño (llevaba varios días con descomposición de cuerpo), y cuando llegó y lo vio con los ojos cerrados creyó que estaba echando la siesta y se dijo que cuando se despertara le recordaría aquellas vacaciones que pasaron en un crucero, lo más grande y lo más aburrido que habían hecho nunca.

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