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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (25 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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¿Qué es lo que recuerda Pilar? Que pasados unos segundos de vacilación al oír la pregunta, Fermín la besó, retiró la sábana que la cubría y estuvo unos instantes mirando su cuerpo desnudo. Ella hizo ademán de volver a taparse, pero él se lo impidió. Quiero verte, dijo, y le acarició el vientre y recorrió con el dedo índice el espacio que separaba el ombligo del pecho izquierdo, y fue entonces cuando le descubrió la marca en forma de media luna, y la acarició y la besó, y le dijo que la quería más que a nada en este mundo, y le juró que ganaría dinero y volvería y se casaría con ella y la querría toda la vida. La vida entera, le dijo.

Cleopatra quiere creer que querrá toda la vida a Manuel, pero cada vez más a menudo se sorprende sin sentir ese amor profundo que le hizo ponerse el mundo por montera, tener una hija sin padre, guardar el secreto, marcharse del país. De hecho, con frecuencia se sorprende pensando que tanto esfuerzo no le merece la pena y que, de no ser por Ramona María, lo que le duraría la vida entera sería la sensación de que había desperdiciado los mejores años esperando a un señor que no se lo merecía.

Cleopatra quiere creer que lo suyo con Manuel es una historia de novela, de esas llenas de dificultades y trabas, de las que se enfrentan a las trampas de la vida y al desprecio de hombres y mujeres que no saben comprender la magnitud de ese amor. Quiere creerlo, de verdad, pero ya no puede. Han pasado muchos años (siete) como para no darse cuenta de que Manuel nunca la quiso y de que ella se empeñó en no ver la realidad, que es ésta: lo dicho (Manuel nunca la quiso); Manuel sólo quiso acostarse con una cubana; Manuel se dejó querer por ella; Manuel desapareció de escena cuando supo que tenía una hija.

Manuel era un hombre tirando a feo, pero contaba a su favor con el hecho de que a Cleopatra la belleza le pareciera una nadería porque estaba harta de relacionarse con tipos guapos. Además, la hacía reír continuamente y no le prometía nada que no pudiera cumplir. Ésa fue su perdición, la de Cleopatra.

Le conoció en el mercadillo de libros de la plaza de Armas, en La Habana Vieja. Los dos fueron a coger al mismo tiempo un ejemplar de
Luna Benamor
de Blasco Ibáñez. Huy, perdón, dijo ella. No, no, perdona tú, dijo él, y se dedicaron a hojear otros libros hasta que volvieron a coincidir de nuevo en el de Blasco Ibáñez, que se editó en 1909 y que incluía el cuento que le daba título y otros once más («Un hallazgo», «El último león», «El lujo», «La rabia», «El sapo» y «Compasión», y los bocetos «El amor y la muerte», «La vejez», «La madre Tierra», «Rosas y ruiseñores» y «La casa del labrador»). Se rieron y se separaron nuevamente. Ella no compró nada, no por falta de ganas, sino de dinero, y por el rabillo del ojo vio cómo él, finalmente, se llevaba la novela. Le dio rabia. Quería tenerla porque le había parecido una primera edición y a ella le entusiasmaba repasar las hojas que estaban a punto de romperse y que nunca se rompían, y le daba por pensar cuántos pares de ojos habían repasado esas mismas palabras antes que ella y eso le hacía sentirse parte del mundo.

Iba a marcharse hacia O’Reilly para ir hacia casa cuando alguien gritó señorita Benamor, se deja usted algo, y al girarse vio al hombre tirando a feo acercarse a ella con el brazo tendido y el libro en la mano. Para ti, le dijo. Ella dijo no puedo aceptarlo, y él dijo leámoslo juntos, y como a ella no le pareció mala idea se fueron juntos al Malecón, se sentaron en el borde y empezaron a pasar páginas: Cerca de un mes llevaba Luis Aguirre de vivir en Gibraltar… Eran las diez y cuarto de la mañana y, para cuando estaban llegando al final (tal vez su alma frágil de pájaro sobreviviese en las gaviotas que aleteaban en torno al Peñón; tal vez cantase en las espumas rugientes de las cuevas submarinas para acompañar los juramentos de otros amantes que llegarían a su hora, como llega la ilusión engañosa, la dulce mentira del amor, a darnos nuevas fuerzas para que sigamos nuestro camino), Cleopatra ya sentía que esa dulce mentira le estaba haciendo mirar con otros ojos a ese hombre barrigón y algo calvo con el que apenas había cruzado cuatro palabras desde que se habían sentado a leer esa novela menor.

Después sí hablaron. Mucho. Del trabajo (era celador en un hospital). De la familia (era el mayor de tres hermanos y sus padres acababan de separarse). De los amigos (había ido a La Habana con un grupo de compañeros de su planta). Del amor (no había tenido novias porque todas se iban con los más guapos). Del futuro (quería formar una familia, tener cuatro hijos, ayudarlos a hacer los deberes, acompañarlos al médico). De sus aficiones (le gustaba leer, escribir, ir al cine, dormir). De sus sueños (formar una familia, ser feliz). Hablaron de él el resto del día. Cleopatra no tenía demasiado que decir, así que prefería que fuese Manuel quien llevase el peso de la conversación.

Por la noche cenaron juntos en La Bodeguita del Medio y bailaron en el Café Cantante. Acabaron en la habitación de su hotel (el hostal Valencia) y ya no salieron de allí el resto de la semana.

Hicieron el amor incansablemente, como si no fueran a tener más oportunidad. Sólo salían para comer o para comprar comida, o el tiempo justo para que las camareras aseasen la habitación. Iban a todos los sitios cogidos de la mano. Cleopatra mandó aviso a sus padres de que no volvería en siete días y contactó con el trabajo para advertir que estaba enferma. Manuel convenció a los carpetas del hotel de que Cleopatra no era una jinetera, sino su novia formal y a sus amigos no volvió a verlos hasta que coincidieron en el aeropuerto para regresar a España. También a ella la convenció de eso (de que era su novia), a base de regalos, de besos y de promesas. Cuando le despidió en el José Martí, Manuel había adelgazado siete kilos y ella ya estaba embarazada. Ninguno de los dos sabía que no volverían a verse. Los dos estaban seguros de que habían encontrado al amor de su vida.

Joaquín no supo nunca muy bien qué era el amor. De hecho, a día de hoy sigue sin saberlo. De un tiempo a esta parte, su cabeza da demasiadas vueltas y no sabe por qué.

Feli le dice que es porque la inminente muerte de María José le está poniendo frente a su propia vida, pero a él esa explicación no le resulta suficiente. Vale. De acuerdo. Es posible que saber que ella va a morir le haga reflexionar acerca de por qué no pudo quererla como María José necesitaba que la quisieran, pero ¿y lo de antes? ¿Por qué tiene la sensación de que antes —y cuando dice antes quiere decir toda su vida— ha sido poco más que un trozo de carne con ojos que se dejaba llevar? Ahora —y cuando dice ahora quiere decir desde hace tres meses— es consciente de tener sentimientos que desconocía y en los que encuentra los motivos que explican conductas para las que no encontraba explicación.

Ahora puede poner palabras a ese maremágnum incomprensible que era su cabeza y que había renunciado a comprender. No lograba entender por qué la misma acción o los mismos comentarios hacían gracia o eran de mal gusto según quién los hiciera. En su caso, sabía que tenía la suerte de su lado: siempre era gracioso, seguramente porque ser alto y guapo era más importante que el mensaje o la acción.

El mundo entero era demasiado grande y se resignó a quedarse sólo con un trocito. Miró a su alrededor y vio que al fin y al cabo era lo que por naturaleza hacían los demás, así que decidió dedicarse sólo a una de sus partes, la que dominaba, porque le era más cómodo. Por eso jugó al fútbol aunque no le apasionaba (porque era lo que todos decían que mejor hacía); por eso abandonó los estudios aunque se le daban bien (porque fue lo que hicieron todos sus amigos); por eso se dedicó a beber y a enrollarse con cualquier tía aunque no le gustara ni lo uno ni (todas) las otras (porque se dio cuenta de que le admiraban por esa habilidad para emborracharse sin perder el sentido y de ligarse a cualquiera); por eso se casó con María José (porque comprendió que se había quedado solo, aunque no estaba seguro de que fuera ni un buen motivo ni una buena decisión).

Cuando empezó a darse cuenta de que se estaba enamorando de ella, apartó ese pensamiento de su cabeza. No es que no quisiera, es que le daba miedo pero tampoco sabía expresar ese temor. Hacía tiempo que había renunciado a responder todas las dudas que le asaltaban en ese sentido. Una. ¿Cuál era la diferencia entre amor y cariño? Otra. Si el amor no implica sexo, ¿se puede amar a todo el mundo? Otra. ¿Amar los objetos no es una depravación? Otra. ¿Amar es un sentimiento o una acción? Y otra más. ¿Podría existir una escala de medir el amor? Si existiera, la escala, María José estaría, sin duda, en el punto más alto.

Ha convencido a Paco para que le deje pasar un rato con ellos todas las mañanas. Para eso, ha tenido que comprometerse a no hablarle, porque a Paco le parece una especie de traición a María José confraternizar con ese indeseable (Paco cree que le dejó porque se cansó de que le pusiera los cuernos), pero al mismo tiempo le da lástima impedir que se despida de ella. También ha tenido que jurar que no le dirá a nadie que de diez a once y media está en la 126 del Sánchez Díaz-Canel, porque aunque Pilar ya no le hostiga como antes, no puede ni imaginar su ira si se enterase de que le ha ocultado que Joaquín ha entrado en escena.

En eso está totalmente de acuerdo, porque nunca soportó a su suegra. Por la discreción de Goumba no se preocupan ninguno de los dos, porque el pobre chaval todavía no domina el idioma y se pasa casi todo el rato con los ojos cerrados, fingiendo que duerme, o con la cabeza ladeada hacia la ventana, mirando el tiempo pasar. Él no va a decirle a Pilar que su marido deja que el ex marido de la niña le coja la mano, se la acaricie, se tumbe a su lado, le dé besos en la mejilla, haga como que todavía están casados, le recuerde buenos momentos, le obvie los malos, se levante de la cama, vuelva a echarse al cabo de un rato y otra vez lo mismo (mano, caricias, besos, recuerdos), hasta que se marcha con la tranquilidad de estar haciendo lo correcto, de no dejarla en la estacada en ese último momento.

Desea que muera estando él en la habitación, para tener la certeza de haber estado junto a ella al final, ya que no supo estar el resto del viaje, y es en uno de esos momentos de sosiego, en el pasillo del hospital, cuando se hace una pregunta (más) que le llena de desconcierto y que le obliga a sentarse en el suelo y a llorar como un niño. Amparo Monzó, la enfermera, pasa en ese momento por ahí y da por sentado que María José acaba de morir, y va corriendo a la habitación y cuando entra y se encuentra a Paco leyendo el periódico en voz alta para que Goumba se familiarice con el idioma, se marcha pensando que Joaquín es imbécil, pero luego se arrepiente de ese pensamiento porque comprende que su sufrimiento debe de ser insoportable, así que cuando vuelve a pasar por su lado se detiene un instante y le pone la mano en el hombro y le pregunta si está bien, si necesita algo, sin sospechar que Joaquín, en ese momento, no está llorando porque le apene la muerte de María José, sino porque acaba de llegar a la conclusión de que su mujer estaría en lo más alto de esa escala del amor, cierto, pero en realidad no le quiso a él, sino al Joaquín que se había inventado; de que María José fue una egoísta que nunca se molestó en conocerle, en averiguar si en realidad él era como ella se había imaginado.

Paco imagina desnuda a Cleopatra. No puede evitarlo. Ese pensamiento le avergüenza cuando la ve por la mañana. Tiene la absurda sensación de que ella se da cuenta de que por la noche se ha dormido construyendo su desnudez, o deconstruyéndola, según la filosofía de Ferran Adrià con la tortilla de patatas. A él, lo de la tortilla, le parecía una gilipollez, con todo el respeto que le merecía el cocinero, pero se preguntaba a qué venía ese gusto de comer tortilla con cuchara, en una copa de cava, abajo la cebolla, arriba la patata y por encima el huevo batido. Que estaría buena, ojo, no iba a ser él quien dijera que no, pero lo que sí decía es que donde estuviera un bocadillo, de los de toda la vida, de esos tan gordos que tienes que hacer esfuerzos para masticar el bocado, que se quitaran todas las moderneces.

Solía pensar esa tontería y otras parecidas cuando conducía el camión, en esa otra vida en la que los problemas se reducían a su pésima relación con su mujer. Ahora se acuerda de eso y le da la risa floja, y a continuación le entran ganas de llorar. Se acuerda de la vez que quiso suicidarse porque le parecía que su vida era una mierda, y se alegra de no haberlo hecho entonces para poder hacerlo ahora, cuando muera su niña. Bueno, eso lo pensaba antes, hace unos días, cuando la deconstrucción del cuerpo de Cleopatra todavía no había entrado en su vida. ¿Será posible? ¿Será posible que a estas alturas?… Pues sí. Es posible.

La teta de Cleopatra, pequeña y algo caída, con ese pezón tan grande y tan oscuro, le ha dado un aliciente para seguir viviendo. Mejor dicho: otro aliciente para seguir viviendo, porque el de estar con María José un poco más, un día más, ya lo tenía de antes. Lo que pasa es que éste, el de Cleopatra, está lleno de alegría, y eso es algo a lo que ya no está acostumbrado.

Lleva en ese hospital casi cuatro meses, desde el 10 de abril, y se ha habituado (tanto) a que le ronde la muerte que esa explosión de vida le ha dado ganas de sobrevivir. ¿Y si todavía pudiera? ¿Y si la vida continuara, a pesar de todo? Piensa en todos esos padres con los que se ha cruzado en el pasillo, en el ascensor, en el aparcamiento. Padres abatidos, destrozados, que se aferraban a sus otros hijos, a sus mujeres, a su fe, para seguir viviendo. Ya ni siquiera mira mal a la profesora de física médica. De hecho, cuando le dieron el alta sólo se alegró de perderla de vista porque eso significaba traer a Goumba a la habitación, pero ya no quedaba nada de la inquina de las primeras semanas. De hecho, la envidiaba. Los envidiaba por ser capaces de conformarse con ese destino, mil veces mejor que el suyo (desde luego), pero ingrato al fin y al cabo. Los creyentes son más felices que los no creyentes. Lo leyó una mañana en el periódico, y miró la cama de su hija y la cama de la profesora y se dio cuenta de que era verdad. Ellos le encontraban un sentido a ese sufrimiento, eran más tolerantes con el dolor (como decía el reportaje) y se los veía hasta cierto punto contentos con su nueva situación. Le preguntó al hijo si podía leerle el artículo y, mientras lo hacía, veía de reojo cómo el otro cabeceaba asintiendo cada palabra que oía.

—¿Es cierto esto que dice? —le preguntó Paco.

—Por supuesto —contestó, ufano, el sacerdote—. Eso de que la solidez del juicio moral afecta al gozo de la vida no puede ser más verdad.

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