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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (23 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Por eso y porque pensó que quizá el sentido de todo ese sufrimiento, que la recompensa a todo ese sufrimiento, no estaba en el Paraíso, sino en ese hospital del que sólo conocía la planta baja, un ascensor, el pasillo, esa habitación, un sitio triste lleno de gente triste que se ayudaba entre sí.

María José se despertaba triste todas las mañanas. Solía soñar con Joaquín y eso le daba por el culo más que ninguna otra cosa.

—Será posible que ni una sola noche de tu vida hayas dejado de soñar con ese capullo —le decía Marga cuando se lo contaba por teléfono.

—Será.

—¿Y qué has soñado?

—Lo de siempre.

Lo de siempre era esto: María José se encontraba con Joaquín, a veces en sitios comunes (un bar, una playa, un parque, la puerta de un cine) y otras veces en lugares insólitos (el Palacio de Oriente, unos aseos de caballero, un quirófano, una cabina de sex-shop), y ella le preguntaba ¿por qué me has dejado?

—Encima.

—Encima, sí.

—Pero si le has dejado tú. Tendrías que hacerte mirar ese sueño.

—…

—Hay un libro muy bueno, de una escritora que se llama Clara Tahoces.

—Sí, lo conozco,
Sueños: diccionario de interpretación
.

—Deberías comprártelo.

—Sí.

—Sí.

La conversación se repetía todas las mañanas en términos parecidos. A veces incluía algo sobre los hijos de Marga, o sobre el trabajo de María José, o sobre Carlos, o sobre Pilar, o sobre el trabajo de Marga, o sobre los planes para el fin de semana, pero el sueño nunca faltaba. Sonaba el teléfono a las ocho de la mañana, y antes de ir a cogerlo María José ya sabía que sería Marga y que al descolgarlo, en lugar de hola, buenos días, escucharía ¿qué has soñado hoy?, y a continuación se reirían como si en lugar de tener tan cerca los cuarenta anduvieran rozando los diez. Un día, cuando Marga le sugirió a María José lo del libro, María José no le respondió que sí, sino que ya se lo había comprado y que después de leer los significados de soñar con una ruptura, con una separación y con un divorcio había llegado a la conclusión de que soñaba que era Joaquín el que la abandonaba porque realmente era él quien la había abandonado al no permitirle que le siguiera queriendo.

—¿Tú estás segura de lo que dices?

—Mujer…, todo lo segura que se puede estar de estas cosas…

—¿Serías tan amable de explicarme cómo impidió Joaquín que le siguieras queriendo?

—Siendo un capullo, como tú dices siempre.

—Pero es que Joaquín no se volvió un capullo de la noche a la mañana… Quiero decir que Joaquín siempre fue un capullo.

—Seguramente, pero yo no lo sabía.

—…

—Yo ya sabía que era egoísta, inmaduro y superficial. Ya sabía que le gustaban todas las tías, que me ponía los cuernos, que prefería irse de fiesta con sus amigos que salir a cenar conmigo. Ya lo sabía. Pero seguía creyendo que era amable, y cariñoso, y creía que quería construir una vida conmigo, un futuro, y me imaginaba que sería un buen padre, que poco a poco cambiaría…, bueno, más que cambiar, estaba segura de que comprendería que la vida a mi lado era mejor, que se enamoraría de mí de verdad, que se centraría…

—Que te haría feliz…

—Sí. Eso. Que me haría feliz. O que por lo menos se daría cuenta de que era infeliz.

—…

—Yo le habría seguido queriendo a cambio de muy poco, y para mí habría sido más fácil seguir con él que dejarle porque quererle es lo que he hecho toda la vida, quererle, esperarle, imaginarle, aguantarle… Pero me puso tan difícil seguir queriendo quererle que al final no pude esforzarme más.

—María José…

—¿Qué?

—En ese libro… ¿dice algo sobre soñar con toros que te persiguen?

María José se echó a reír, y aunque de vez en cuando se le escapaba alguna lágrima rebelde y traidora, entre risas le leyó a su amiga que sicológicamente el toro representa el inconsciente, y que soñar con toros podía ser un indicio de la energía creadora que lucha por salir al exterior, y también el reflejo de los instintos más primitivos que luchan por salir al exterior y, en cualquier caso, era un síntoma de una lucha interna que puede desgarrarnos por dentro, y la conversación sobre los sueños ya no volvió a repetirse porque a Marga aquella explicación (la del toro, la de la imposibilidad de seguir amando a alguien cuando te das cuenta de que no es como te habías imaginado que era) le dejó un dolor difuso que no supo ubicar hasta que mucho tiempo después comprendió que lo que le dolía era el alma.

Pero, con o sin conversación, María José seguía despertándose todas las mañanas con el regusto amargo del abandono de su marido. ¿Por qué me has abandonado?, y Joaquín le giraba la cara o rompía a llorar o le contaba que porque se había enamorado de otra, o le decía que porque no la soportaba. Y al día siguiente lo mismo, y al otro también, y al otro y al otro. A veces se despertaba de madrugada y en la oscuridad del cuarto trataba de hacer memoria exacta de lo que había soñado, pero se dormía antes de recordarlo. Mejor. Volvía a dormirse, volvía a soñar, volvía a despertarse con la certeza de que era él quien había terminado con la relación, y así era. No fue él quien se echó a llorar al ver una escena triste en una película mala. No fue él quien recogió sus cosas y se marchó a otro piso con las maletas y el perro. No fue él quien le dijo ya no te quiero y no quiero vivir más contigo, pero sí fue él quien no supo estar a la altura y por eso la mortificaba en el único lugar en el que seguía siendo tal como ella le había querido tanto, en sus sueños. ¿Por qué me has abandonado? Pero ¿por qué me has abandonado?

Pilar nunca le preguntó a Fermín por qué la abandonó. Primero se lo impidió la pena, después el orgullo, más tarde lo evitó Correos, que le devolvió la carta en la que le decía del mal que tenía que morir y le deseaba lo peor en esta vida, ya que había destrozado la suya y se había llevado su honra y su virginidad y su reputación y le había destrozado el corazón y le había robado la oportunidad de ser feliz y de creer en las promesas que se cumplen, y escribía una palabrota (cabrón) y luego otra (hijo de puta) y le echaba en cara que había tenido que enterarse de su boda en la tienda de la Zahonera, rodeada de viejas chismosas, al borde del desmayo, y volvía al insulto (cabrón) y le llamaba cobarde porque no la había respetado, bueno, sí, la respetó para no acostarse con ella en el asiento de un coche, pero no para decirle la verdad a la cara, y repetía tres veces más el segundo insulto (hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta) y le advertía que sólo quería preguntarle una cosa y esa cosa era ¿por qué?, pero ¿por qué le había hecho eso?, pedazo de cabrón (no conocía demasiados insultos de esa magnitud y por eso usaba siempre los mismos y los repetía para que pareciesen más), por qué la había traicionado de esa manera, tan ruin, tan vergonzosa, tan despreciable que le robaba el consuelo de seguir queriéndole cuando le perdonara, si es que algún día conseguía hacerlo.

Escribió la carta, la metió en un sobre, puso el remite y el destinatario, la guardó en un cajón y la dejó ahí varios días sin saber si mandarla y humillarse definitivamente reconociendo sus sentimientos o si no mandarla y humillarse definitivamente dando la callada por respuesta. Al final, tantos desvelos no sirvieron para nada porque Fermín, a esas alturas, ya se había mudado a la casa que le consiguió Elin y Pilar recibió la única respuesta que no se había esperado: sus propias palabras recordándole que ya nunca sería feliz porque había perdido la capacidad de confiar en los demás. Hijo de puta. Cabrón. Cobarde. ¿Por qué me has dejado? Silencio.

Pudo habérselo preguntado también cuando chocó con él, literalmente, en la sección de perfumería de El Corte Inglés. Pilar, que no sabía que Fermín conocía todos y cada uno de sus movimientos y la había estado esperando inquieto por los nervios y mareado por tanto olor a perfume, no quiso recriminarle nada entonces para no estropear el momento exacto en el que se le había cumplido ese sueño (Dios mío, por favor, que me encuentre con él al girar una esquina, etcétera), cuando tenía en una mano un frasquito de Cartier que nunca se decidía a comprar y que ese día se llevó a la caja nada más que para que le diera tiempo a pensar qué actitud tomar si él se acercaba a saludarla, y también qué actitud tomar si se marchaba sin decirle nada. Pensó rápidamente y decidió: si se acercaba, le saludaría como si no le odiase con toda su alma, para que le doliese su indiferencia, y si no se acercaba le seguiría a donde fuese para gritarle delante de la gente que era un degenerado que no tenía ni la decencia de reconocerla.

—Pilar…

La voz de él, a su espalda, sonó igual que la que veinticuatro años antes le había dicho justo eso (Pilar) antes de marcharse. Era una voz cálida, grave, como de presentador de telediario cuando va a dar una mala noticia, y a Pilar le entraron unas tremendas ganas de llorar (por la emoción) y de hacer pis (por los nervios). Demoró cuanto pudo el instante de darse la vuelta. ¿Qué pensaría, al verla? Se había despedido de una niña y ahora se encontraría a una cuarentona con cara de antipática. Pero la había reconocido. ¿Cómo? Ella, que tampoco sabía que Toni
el Paleta
la retrataba en la distancia y le mandaba las fotos a un apartado de Correos en Mallorca, le había identificado gracias al reportaje del ¡Hola!, porque si no podría haberse cruzado con él mil veces y no se habría dado ni cuenta de que ese hombre fibroso, moreno, con bigote y raya al lado que vestía un polo blanco, unos pantalones vaqueros y una americana negra era el mismo que se había hecho camarero con la única experiencia de ver cómo le servían las cervezas que se bebía.

—Pilar…

La voz, la misma, sonó esta vez más urgente y quizá algo temblorosa, como cuando al presentador del telediario le da pena contar que han muerto cientos de personas en un corrimiento de tierras. Ella respiró despacio y ordenó a sus dedos que no temblaran, firmó el papel que le tendía la dependienta, tomó de su mano el resguardo amarillo y vio cómo la joven se quedaba el blanco, y dobló el suyo y lo guardó dentro de la funda verde de la tarjeta de El Corte Inglés, y se dio la vuelta y le miró a los ojos y se le quitaron las ganas de cagarse en su putísima madre, de golpearle el pecho, de llamarle cabrón, hijo de puta, cobarde (varias veces, para que parecieran más de tres insultos), y de ignorarle, de tratarle con desprecio, de saludarle fríamente, como si no le hubiese tenido desnudo, dentro de ella, una vez y la vida entera después.

—Pilar…

Fermín levantó el brazo y le acarició el hombro y le dijo qué guapa estás, y ella sonrió y echaron a andar sin decir nada, preguntándose qué estaría pensando el otro. Pilar pensó que Fermín pensaría que estaba más vieja, que el pelo corto no acababa de sentarle bien y que debería engordar un poco. Él pensó que Pilar pensaba que había perdido pelo, que estaba demasiado moreno y que parecía un turista alemán. Pilar pensó que le temblaban tanto las piernas que acabaría cayéndose, que quería abrazarle y tocarle la cara con la mano y pedirle que no se marchase más. Fermín pensó que tenía un tic en la mejilla, apenas nada, un leve temblor, que delataba su nerviosismo, que no sería capaz de expresar todo lo que sentía, que quería detenerse en el pasillo y besarla allí mismo y pedirle que se marchase con él antes de que fuera más tarde, de que fueran más viejos, más infelices, más amargados, pero ninguno de los dos hizo lo que estaba pensando ni lo dijo tampoco.

No dijeron nada, de hecho. Subieron a la quinta planta y se sentaron junto a un ventanal por el que se veían los tejados y las antenas y las cúpulas y las torres de las iglesias del centro, y cuando llegó el camarero Pilar pidió un café con leche descafeinado y él un Chivas con hielo. Fermín carraspeó.

—Tengo mucho que explicarte.

—…

—No hice las cosas bien.

—… —Mirada al suelo.

—… —Mirada al Chivas.

—… —Suspiro.

—… —Nada.

Silencio.

—Pilar.

—…

—A mí no me gusta dar vueltas.

—…

—¿No dices nada?

Pilar dijo la verdad: que no sabía qué decir.

Se miraron. El tiempo se había eternizado y ellos no eran más que un par de viejos torpes que se sentían viejos y torpes. Pilar tomó un sorbo de café con leche porque la lengua se le había quedado seca dentro de la boca y en esas condiciones no se creía capaz de hablar.

—Sólo te pido una cosa.

—Pídeme lo que quieras.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No me hagas daño, Fermín.

Años antes, al pronunciar ella esas mismas palabras que los dos recordaban como si en lugar de dos décadas hubiesen pasado dos minutos, él le retiró la mano del muslo y entrelazó sus dedos con los de ella, pero ahora Fermín había mantenido las manos encima de sus rodillas para que no se le notase el sudor frío (los nervios, de nuevo), así que las sacó rápidamente de ese escondite para repetir el gesto de antaño y en ese tránsito entre el pasado y el presente derramó su whisky. Murmuró pero qué manazas, coño, e hizo el amago de devolver las manos a su lugar de origen (bajo la mesa, sobre sus rodillas), pero Pilar alargó las suyas y le acarició. Fermín se tranquilizó, por fin. Hicieron un gesto con los labios, algo así como una sonrisa. Habían tardado un buen rato en hablar, y más todavía en sonreírse, pero cuando lo hicieron, hablar y sonreírse, ya se habían perdonado.

—Eso nunca. Te lo prometo.

Después mantuvieron silencio un rato más, no por resentimiento, sino porque los dos tenían tantas cosas que contar y tantas que ocultar que no sabían por dónde empezar. Fermín comenzó a hablar. Le dijo que se había muerto
el Paleta
de cáncer de pulmón, que no había vuelto a Valencia desde que se instaló en Palma, que no había sido por falta de ganas, sino de oportunidad, que había venido al funeral de su amigo, que había encontrado muy cambiada la ciudad, más bonita, más pequeña de lo que recordaba, que se había dado cuenta de que era un viejo porque decía cosas de viejo como ésa, y se rieron, y él repitió es verdad, todo te parece más grande cuando eres pequeño, y cuando envejeces piensas cosas como antes aquí no había más que campo. Pilar le dijo tú eres joven, tienes cuarenta y siete, y él contestó, sí, ésa es mi edad, pero me siento mayor.

Pilar le contó que estaba casada, que tenía una hija, que era esteticista, que no le iba mal, y Fermín le ocultó que ya lo sabía. Fermín le contó que había aprendido idiomas, que viajaba bastante, que no tenía hijos, que no le iba mal, y Pilar le ocultó que le habían vuelto las ganas de abofetearle y de mandarlo a la mierda. Pilar le contó que habían vivido en Francia, que su hija era una adolescente rebelde, que su marido también viajaba mucho, y le ocultó que era infeliz casi todo el tiempo, que le echaba de menos como el primer día, que soñaba con el momento en que acudiera a rescatarla de esa vida de mierda en la que estaba metida. Fermín le contó que tenía un yate, que su madre había muerto, que conocía a los Reyes, y le ocultó que su mujer era buena persona pero no era ella y no la quería, que era un desgraciado (no en el sentido de pobre, en el de egoísta) porque cuando había tenido que elegir no había elegido ni con el corazón ni con la cabeza ni con la polla, sino con la cartera, que es como eligen los más miserables, y que lo peor de todo era que no se arrepentía nada más que a veces, cuando se daba cuenta de que habría sido inmensamente más feliz con ella.

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