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Authors: Michael Bentine

El templario (5 page)

BOOK: El templario
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—¿Conocisteis a mi padre? —prorrumpió indiscretamente, adivinando casi la respuesta.

Belami se volvió hacia él, manteniendo inexpresivo su rostro arrugado. El tono de su voz era adusto.

—Yo también hice un juramento solemne, muchos años atrás —dijo.

—Pero ahora ya sé quién era mi padre —arguyó Simon en voz baja. Bernard De Roubaix me lo dijo.

Belami dirigió una larga mirada a la cara ansiosa del joven normando, y su expresión se suavizó.

—Entonces no tengo que decirte que era un hombre magnífico. —El veterano bajó la voz—. Pero cuanto menos hablemos de él aquí, tanto mejor. Hay oídos muy aguzados en Gisors. Guarda tu secreto, mon ami, y yo guardaré el mío. He aquí mi franca mano para sellar el trato.

El viejo servidor extendió su poderoso brazo derecho y su palma dura como el acero se cerró sobre la mano derecha de Simon. En aquel momento, su discípulo comprendió que había encontrado un amigo para toda la vida.

La barraca de los servidores era limpia y ordenada, puesto que todos los días los diligentes cadetes se dedicaban a fregar su suelo. En aquel momento sólo había siete de esos jóvenes, que habían quedado de la camada anterior, cuyos integrantes habían partido recientemente hacia el sur, hacia Marsella, donde embarcarían en dirección a Tierra Santa.

Los cadetes restantes, debido a enfermedades o heridas recibidas durante su instrucción, se consideraba que no estaban momentáneamente en condiciones y, por lo tanto, tendrían que esperar con impaciencia durante varios meses el próximo barco disponible que partiera para ultramar.

Ellos constituían una muestra representativa de los jóvenes cadetes del cuerpo. Sus hogares se encontraban en sitios tan lejanos como Flandes o Bretaña. Con la excepción del bretón, los demás provenían de Normandía, sus feudos, y de Flandes, Picardía y el Loire. Todos ellos se parecían en una cosa: cada uno se sentía amargamente contrariado al no haber podido embarcar hacia Palestina.

También se mostraban ansiosos por impresionar al recién llegado con sus conocimientos y experiencias adquiridos últimamente. Belami lo encontraba divertido puesto que él había sido quien les brindara la instrucción preliminar y aún consideraba que eran unos reclutas novatos.

—Os presento a Simon De Creçy, nuestro último cadete —anunció al grupo de jóvenes semi formados, algunos de los cuales andaban con muletas, mientras que otros llevaban el brazo inmovilizado por pesados vendajes o se encontraban recuperándose de las fiebres. Uno de ellos incluso tenía una suave banda de cuero atada alrededor de la cabeza, puesto que se había fracturado la mandíbula. Temporalmente, estaba imposibilitado de hablar.

Se agruparon en torno al recién llegado, y comenzaron a atacar a Simon a preguntas.

—¿De dónde eres, muchacho?

—¿Qué parte de Francia ha tenido la dicha de liberarse de ti?

—¿Acaso tu familia te dio una patada en el trasero o fuiste lo suficientemente loco como para enrolarte como voluntario?

Las habituales bromas de los soldados adolescentes acuartelados saludaron al recién llegado.

Simon sonrió bonachonamente, aceptando de buen grado las pullas más ásperas. Su altura y sus anchos hombros, así como la decidida expresión de su rostro ya le habían asegurado el respeto de sus hermanos cadetes por su físico. Ahora ponían a prueba su ingenio, para ver cuán vivo era y averiguar si Simon sería una buena adición a sus filas.

—Soy de Forges-les-Eaux, donde forjamos hombres de hierro —respondió, jocoso—. Mi tío Raoul fue quien me enroló «voluntariamente».

Simon continuaba llamando a su tutor por el antiguo título.

—Cuando estéis todos repuestos y bien de nuevo, con sumo placer os demostraré lo que puede hacer a un hombre tomar las aguas ricas en hierro de nuestro pueblo de Forges-les-Eaux.

—¡Debes de estar herrumbroso! —exclamó un sonriente cadete de Lille.

El resto prorrumpió en una carcajada, y la ligera tensión nerviosa que los recién llegados solían experimentar en tales circunstancias cesó en seguida.

Sin embargo, Simon no iba a salir tan bien librado. Los demás cadetes lo cogieron entre todos, y, temiendo lastimarles si se resistía, Simon no se defendió.

—Vamos, Herrumbroso —gritaban, aplicándole inmediatamente un apodo—. ¡Veamos realmente de qué estás hecho!

Los alborotados cadetes cogieron una manta de caballo y se dispusieron a mantear a su nuevo compañero. Se trataba de la estúpida ceremonia de iniciación que la mayoría de los soldados jóvenes suponen haberla inventado ellos. No les fue fácil al puñado de cadetes temporariamente impedidos lanzar por el aire a Simon media docena de veces, pero de alguna manera lo lograron.

El joven normando sólo cayó fuera de la manta un par de veces y, aparte de unas pocas contusiones, sobrevivió a la prueba con su acostumbrado buen talante inalterado.

—Muy bien, Herrumbroso, saliste airoso —dijo riendo el fornido muchachote de Bretaña—. Me llamo Yves.

Inmediatamente, los jóvenes cadetes volcaron un chorro de informaciones personales.

—Y yo, Gaston.

—Yo soy Phillipe.

—A mí me llaman Gervais.

—Ése es Pierre, con la mandíbula rota.

—Yo respondo al nombre de Etienne.

Gritando y riendo los siete cadetes se apiñaban alrededor de su nuevo camarada de armas, complacidos de que un compañero tan sereno se hubiese unido al cuerpo.

Belami, que hasta ese momento había sido un alegre testigo de la iniciación, ahora les interrumpió.

—A lors, mes braves —gritó—. Todos vosotros habéis sido desgraciados, descuidados o simplemente estúpidos, pero ello significa que tendréis que esperar el próximo transporte disponible proveniente de Marsella. Por lo menos tardará tres meses en llegar. Bernard De Roubaix acaba de decírmelo.

Aquella noticia fue saludada con gruñidos y silbidos. Belami levantó la mano para imponer silencio.

—Por lo tanto, para beneficio de Simon De Creçy, vamos a someternos todos una vez más a la instrucción básica

Más gritos de protesta acogieron aquel anuncio. El maestro servidor continuó, imperturbable:

—Podéis pensar que ya lo sabéis todo. Yo os aseguro, mes camarades, que no es así. En caso contrario, no estaríais aquí hoy.

Belami cogió a Simon por el hombro.

—Bernard de Roubaix me dice que este joven caballero cabalga bien, tira bien y sabe manejar la espada y la lanza. Que yo sepa, nunca se ha caracterizado por exagerar la nota, por lo tanto acepto la palabra de mi superior como el Evangelio.

El veterano sonrió irónicamente.

—Al parecer, Simon de Creçy también sabe leer, escribir y hablar varios idiomas, entre los que encontrará el árabe como el más útil. ¡Hasta sabe hablar inglés!

Una sonora carcajada de los cadetes acogió aquel anuncio.

—Estoy de acuerdo con vosotros, mes amis, que es una lengua bárbara. Incluso la nobleza inglesa prefiere hablar francés. Lo que pretendo señalar es que tenemos aquí un cadete relativamente inteligente que anhela trasladarse a Tierra Santa tanto como vosotros. De manera que, cuanto más le ayudemos a completar su instrucción básica, más rápidamente vamos a emprender la larga ruta hacia Marsella. ¿Comprenez?

Aquellas palabras surtieron efecto, y los jóvenes cadetes pusieron toda su voluntad para acelerar la preparación de Simon. Dejaron de lado las rivalidades y las bromas pesadas, y todos disfrutaron de la experiencia.

La mayoría se repuso muy pronto de sus heridas o dolencias, y todos ellos estuvieron tan ocupados, que no tenían tiempo de aburrirse por la repetición del programa de instrucción, que era lo que Belami pretendía.

Todos los días, el amanecer sobre el montañoso paisaje boscoso precedía a los ejercicios de equitación, de esgrima y del manejo de la lanza. Practicaban, interminablemente, la formación táctica montados a caballo, la carga y el giro brusco para volver a cargar, corveteando, trotando y haciendo cabriolas, así como todos los ejercicios y maniobras que contempla el manual de caballería. Al final del entrenamiento, cabalgaban juntos como un solo jinete.

Trabajaron arduamente; comían bien y dormían como troncos.

Por fin llegó la noticia del sur anunciando que la próxima nave de transporte de templarios había zarpado de Tierra Santa para recogerlos en el puerto de Marsella al cabo de pocas semanas. Aquella noticia fue acogida con ensordecedores gritos de alegría, y hasta Belami tuvo que reconocer que sus ocho cadetes poseían toda la capacidad y preparación que él era capaz de brindarles.

De hecho, estaban tan bien entrenados que llegaron a salvarle la vida al veterano. Ello ocurrió de la siguiente manera.

Como parte de su instrucción en el arte de la guerra, Belami había llevado a su pequeño ejército Sena abajo para efectuar un ejercicio de cruce del río. En la ribera que el veterano había elegido para la demostración, el Sena corre velozmente entre altos acantilados rocosos.

La cima del acantilado estaba densamente poblada de árboles de considerable tamaño, de modo que había troncos suficientes para construir una balsa. Todo lo que los cadetes tenían que hacer era abatir los árboles y hacerlos rodar por el acantilado hasta la angosta playa de la falda.

Las recientes lluvias de marzo habían aflojado las piedras de los acantilados y una inesperada helada tardía había erosionado posteriormente la cara rocosa. En el lapso de una hora, los cadetes habían construido una recia balsa, que estaba a punto para ser probada. Como de costumbre, el veterano servidor subió a bordo de la estructura de troncos para inspeccionar las ataduras y ponerla a prueba.

La balsa flotaba cerca de la playa, amarrada por una soga a las raíces de un árbol caído cerca de la orilla. Por alguna razón, los nudos no satisficieron a Belami, que se dedicó a la tarea de rehacerlos más apretados.

En aquel momento, se produjo un desprendimiento de rocas del acantilado erosionado por la helada, que se precipitaron al Sena. El consiguiente desplazamiento masivo de las aguas provocó un oleaje que se abatió sobre la balsa. Antes que el sorprendido veterano pudiese saltar a la playa, la rugiente masa de agua había golpeado el extremo de la balsa, de la que se desprendió uno de los troncos, que golpeó al servidor en la cabeza, dejándole aturdido y precipitándole al furioso Sena.

Belami llevaba armadura y, sin conocimiento, desapareció sin hacer esfuerzo alguno en las profundas aguas.

Algunos de los horrorizados cadetes sabían nadar, pero ninguno tan bien como Simon. Por fortuna, se había quitado la cota de malla para cortar los árboles y todavía no había vuelto a ponérsela. Sacándose las botas, el joven se zambulló en el espumoso río y nadó directamente hacia las profundidades, en el lugar donde había visto desaparecer a Belami.

Simon apenas pudo distinguir el cuerpo del servidor inconsciente, atrapado entre las espesas algas. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta, de la que surgían burbujas que subían a la superficie.

Comprendiendo que no había tiempo que perder, Simon cogió la daga de Belami de la vaina que llevaba en la cintura y cortó las enredadas algas.

Con unos poderosos golpes dados con los pies, el cadete se dio impulso para subir los dos a la superficie. Cuando se liberaron de las garras del río, una exclamación de alivio saludó su reaparición. Le echaron una soga, que Simon cogió y en pocos segundos, salvador y salvado fueron sacados a tierra.

La alegría de los cadetes fue de corta duración. Su veterano instructor parecía horriblemente muerto. Una vez más, Simon tuvo motivos para bendecir a Owen, el viejo arquero galés, así como las lecciones que le había dado. El rudo arquero se había criado en la comunidad de pescadores asentada a la ribera del río Severn, en el sur de Gales.

Él le había enseñado a nadar como un galés nativo y, afortunadamente, también le había demostrado cómo tratar a una persona ahogada.

—¡Deprisa! Ayudadme a poner a Belami boca abajo sobre aquel tronco —gritó Simon.

Los cadetes, alegrándose de poder hacer algo útil, llevaron al veterano inconsciente hasta el árbol caído y le colocaron encima, de través, tal como Simon les había indicado. Simon comprendió que no tenía tiempo de quitar la armadura al servidor, por lo que se dedicó en seguida a tratar de salvarle la vida. El joven normando se arrodilló a horcajadas sobre la espalda de Belami y comenzó a ejercer presión sobre la amplia caja torácica del viejo soldado.

Presionando y aflojando la presión, Simon logró que expeliera la mayor parte del agua lodosa que había tragado.

—¡Dadle la vuelta! —ordenó, y los demás cadetes le obedecieron en seguida.

Aspirando profundamente, ahora unió firmemente los labios a la boca del hombre inconsciente, al tiempo que oprimía las aletas de la nariz del veterano, mientras exhalada con fuerza el aire para que penetrara en los pulmones de Belami.

Simon repitió la operación varias veces, mientras pedía a otro cadete que oprimiera el pecho del veterano, tal como había hecho él anteriormente.

A los compañeros expectantes, todo aquello les parecía cosa de brujería. Varios de ellos se apresuraron a persignarse.

De pronto, Belami empezó a toser, vomitando más agua. Abrió los ojos, parpadeando ligeramente.

—¡Incorporadlo! —gritó Simon, presa de la excitación.

Mientras los demás lo hacían, sus temores de que se trataba de una obra de brujería se vieron fortalecidos cuando el veterano vomitó el resto del agua. A pesar de sus temores supersticiosos, lanzaron gritos de júbilo.

—¡Un milagro! —exclamó Pierre de Montjoie, que ya tenía la mandíbula soldada.

—¡Brujería! —siseó Phillipe de Mauray, estremeciéndose de terror.

—¡Ni una cosa ni la otra! —dijo Simon, sonriendo con alivio al ver coronados sus esfuerzos—. Se trata de un antiguo artificio, que me enseñó Owen, el Galés. Me contó que los romanos utilizaban este método mucho antes de que llegaran a Bretaña. Bendita sea nuestra Señora, por haber surtido efecto. Al parecer, no siempre es así; resulta efectivo sólo si se aplica a la víctima lo más pronto posible después de haberse ahogado o sufrido asfixia.

«Owen también me dijo que los brujos y charlatanes locales se valían del mismo artificio, para «resucitar a los muertos», y en el caso de alguien como Belami, tomado a tiempo, sus esfuerzos a menudo daban resultado. ¡Podéis imaginaros qué reputación podía reportarle a un brujo un aparente milagro como éste!

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