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Authors: Michael Bentine

El templario (2 page)

BOOK: El templario
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—¿Estaba él con mi padre cuando falleció?

El muchacho estaba ansioso de saber más.

—¡No! —respondió el mayor de los Creçy—. ¡No estaba! —La actitud del caballero normando se tornó esquiva—. Basta de esto, Simon. Cuando De Roubaix esté mejor, tendrá muchas cosas que contarte. Hasta entonces debes ser paciente.

—Pero es que sé tan poco sobre mis padres... —protestó su sobrino.

El rostro del viejo caballero mantuvo una expresión severa.

—Ya te he dicho, Simon, que en el momento oportuno conocerás más cosas sobre este particular. Hasta entonces, debes esperar. A los caballeros templarios se les ha ordenado hacerse cargo de tu formación. Sin duda te sorprende que la gran riqueza de los templarios asuma todos los gastos de la De Creçy Manor, desde el mantenimiento total de la finca hasta la manutención y hospedaje de los criados. Cuando Bernard de Roubaix se haya recuperado, te lo explicará todo. Para eso ha venido.

Su sobrino parecía estupefacto. Raoul le sonrió con afecto.

—Bernard se dirigía hacia aquí cuando le salvaste la vida. Ahora tiene la intención de llevarte de vuelta con él, a la sede central de los templarios, en Guisos.

Simon se quedó absorto, mientras su mente era un remolino a causa del efecto de las palabras de su tío.

La vida del joven caballero normando, desde la infancia hasta el momento presente, había quedado circunscrita a De Creçy Manor y sus alrededores. Todo había sido regido por la ordenada sucesión de las estaciones.

En la primavera, se sembraba y nacían los corderos. El verano aportaba abundancia de trigo, cebada y avena que, juntamente con el ganado y las hortalizas, constituían el alimento principal de la familia feudal y su impresionante legión de vasallos y sirvientes.

El feudo se hallaba situado demasiado al norte para producir uvas para la elaboración de vino, pero las fincas contaban con magníficos manzanares que brindaban a la casa del viejo caballero y a las gentes de los alrededores excelente sidra. La leche era abundante y con la rica crema de Normandía se producía una deliciosa variedad de aromáticos quesos.

La educación escolar de Simon había sido intensa, como si su tío deseara llenar la cabeza del muchacho con la mayor cantidad de conocimientos que fuera posible.

Por lo tanto, desde temprana edad tomó parte activa en las duras tareas del cultivo de la tierra y en la actualidad colaboraba en el buen funcionamiento de cada rama del feudo, desde el apareamiento del ganado lanar y vacuno hasta el de los grandes caballos de guerra por los que Normandía era famosa.

Simon era una honra para Raoul de Creçy y un magnífico ejemplo para los jóvenes feudales normandos. Su vida estaba plenamente ocupada desde las primeras horas del alba hasta el momento de quedarse dormido poco después de la puesta del sol, junto al rugiente hogar del salón de la mansión.

Durante su ordenada y joven existencia nunca había sucedido nada tan súbito y dramático como la llegada del templario herido. Ahora, de pronto, todo su futuro había sido arrojado al crisol del destino.

Simon sospechaba que las circunstancias de su nacimiento fueron deliberadamente envueltas en el misterio. Por supuesto, le consumía la curiosidad por descubrir la verdad. Sin embargo, la novedad de que la famosa orden militar de los caballeros templarios había sido responsable de su instrucción estricta e insólita en De Creçy Manor le había causado una profunda impresión.

El muchacho siempre había pensado que su tío Raoul era su padre sustituto. Amaba al viejo caballero con una lealtad a toda prueba y aceptaba todo cuanto el viejo De Creçy decía como la pura verdad.

Su tutor le devolvía su devoción y había dedicado toda su vida, desde el nacimiento del chico, a su formación, educación y bienestar, tratándole como si fuera su propio hijo.

Debido a severas heridas sufridas durante la segunda Cruzada, Raoul de Creçy no pudo engendrar hijos. El caballero normando aún cojeaba a causa del lanzazo del sarraceno que le había tirado del caballo y robado su masculinidad.

Durante años, le había torturado la perspectiva de tener que contarle la verdad a su protegido sobre su nacimiento. Ahora el momento estaba cerca.

Con los fondos generosos de los templarios, De Creçy había podido educar a Simon hasta el filo de la edad adulta, brindándole todas las oportunidades posibles para aprender el arte de la guerra y de la paz, al tiempo que le enseñaba las responsabilidades de un caballero.

Desde la época que el muchacho tuvo fuerza suficiente para portar armas, el viejo cruzado le fue transmitiendo las habilidades que él había aprendido luchando en Tierra Santa. Raoul sabía que muy pronto le perdería, para someterse al entrenamiento militar a cargo de los templarios, y aquel conocimiento le dolía en lo más profundo de su corazón.

El décimo día, Bernard de Roubaix se encontraba con fuerzas suficientes como para abandonar el lecho de enfermo y tomar un baño. Una enorme tina de roble, hecha con medio tonel de sidra, fue llevada rodando hasta su dormitorio. En seguida la llenaron de humeante agua caliente generosamente aromatizada con hierbas del hermano Ambrose, incluyendo su remedio preferido, un extracto de Aquea Hamamelis, destilado de la planta del sortilegio, la antigua loción romana para los miembros acalambrados y las heridas ulcerosas de las batallas.

El cuerpo envejecido del templario llevaba muchas marcas de sus pasados combates, principalmente de los encuentros salvajes con los sarracenos. Su tronco vigoroso, atezado, y las largas extremidades estaban cubiertos de cicatrices. Si bien el anciano caballero había perdido peso durante las crisis febriles, su poderosa constitución aún exhalaba un aura de gran fuerza.

A los sesenta años, Bernard de Roubaix se encontraba en tan buen estado como cualquier hombre veinte años más joven. Toda su vida, de la adolescencia en adelante, se había dedicado a hacer la guerra en nombre de Cristo, tanto como cruzado francés o caballero franco, como, posteriormente, como templario o, para nombrarlos con el título completo: «Los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Jerusalén».

Durante su baño ritual, sólo Raoul y su pupilo tuvieron permiso para asistir a Roubaix. Ambos sintieron que, mientras el herido caballero se distendía en el agua caliente, había llegado el momento de que su huésped les contara el propósito de la misión que le había traído de Tierra Santa.

Simon contemplaba al viejo templario con asombro. De la espesa mata de grises y rizados cabellos a la flotante barba blanca, Bernard de Roubaix ofrecía el aspecto de un guerrero avezado de la más estricta orden militar en las Cruzadas, las «Guerras Santas» que habían tenido lugar en Tierra Santa por más de un siglo. Su nariz rota y la cara llena de costurones estaban curtidas por los incontables días pasados bajo el sol palestino, pero sus brillantes ojos castaños revelaban humor, compasión y ternura en lo más profundo de ellos.

He aquí, pensaba Simon, un monje guerrero con la bondad y la piedad del verdadero caballero, el código de honor del guerrero de la orden de caballería. Presentía que Bernard de Roubaix era un adalid nato, un paladín que cualquier hombre se sentiría orgulloso de seguir.

Simon poseía un grado de percepción muy aguzado para sus años y, a causa de la instrucción devota de su protector y tutor hermano Ambrose, también sabía leer y escribir. Eso era algo raro en aquellos tiempos. De hecho, Simon sabía escribir y conversar en latín, francés, árabe e incluso inglés, lengua que le había enseñado Owen el Galés, un viejo arquero cruzado, que también le había entrenado en el uso del mortífero arco galés.

En el dormitorio de bajo techo, calentado por un resplandeciente fuego de leños durante el largo invierno normando, Simon permanecía callado junto a la tina humeante, que iba rellenando constantemente con agua caliente. Al comprender que, por fin, se correría el velo de misterio que envolvía su nacimiento, temblaba de emoción.

Jamás olvidaría aquella noche en el cuarto iluminado por el fuego del templario herido, donde vacilaban las sombras, mientras Roubaix remojaba su cuerpo abatido en las calientes y curativas aguas, y el caballero normando masajeaba diestramente los anchos hombros de su viejo camarada de luchas.

—¡Ah, Raoul! —exclamó el templario, con una sonrisa de satisfacción—. Siempre tuviste el don de curar. Deberías haber sido un hospitalario. Esas manos tuyas han calmado muchos miembros doloridos y llevado alivio a incontables cuerpos abatidos.

De Creçy dejó de hacerle masaje y sonrió, con una amplia sonrisa que curiosamente no alteraba la lívida cicatriz que le cruzaba la boca causada por el afilado filo de una cimitarra sarracena.

—Cuando estuve prisionero en Damasco, aprendí a hacer masajes de un sanador que conocí allí. Massa es una palabra árabe, Simon. No sólo significa tocar, sino también sanar. Los sarracenos saben mucho más sobre este gran arte que nosotros.

Bernard de Roubaix asintió con la cabeza para expresar que compartía aquella opinión.

—El propio médico personal de Saladino era oriundo de Córdoba, en España —siguió diciendo De Creçy—. Allí le llamaban Maimónides. Es judío, un verdadero maestro en el arte de curar. Los sarracenos le llaman «Abu-Imram-Musa-ibn-Maymun». Cuenta con la plena confianza de Saladino en cuanto a su notable capacidad para curar, y se le reverencia y respeta en todo el Islam.

—Pero eso seguro que debe de ser brujería, ¿no? —intervino Simon, con temor ante aquellas palabras.

El viejo templario lanzó una profunda y sonora carcajada. —Créeme, joven Simon, todavía tienes mucho que aprender. Ahora escúchame bien. El pueblo judío es muy antiguo, son los herederos de un vasto caudal de conocimientos que estuvieron casi perdidos para el mundo cuando se quemó la gran biblioteca de Alejandría.

«Desde entonces, sucesivos eruditos hebreos han dedicado su vida a preservar todo el conocimiento que estuvo allí depositado antes de producirse aquel imperdonable acto de salvajismo. Maimónides me contó que él estaba convencido de que los conquistadores de Egipto destruyeron deliberadamente lo que consideraban como conocimientos peligrosos, demasiado valiosos para ser confiados a los profanos.

«Nosotros, los cristianos, les debemos a los judíos la visión que tuvieron al preservar el gnosticismo, como lo llaman. Mediante su acto de coraje al salvar el conocimiento secreto que contenía la biblioteca de Alejandría, se ha beneficiado toda la humanidad. Sin su extraordinario esfuerzo, el gnosticismo se habría perdido.

Semejante punto de vista sobre los judíos, Simon nunca lo había escuchado antes. En la Francia feudal existía un enorme acosamiento dirigido contra el pueblo de Israel, y el joven normando pocas veces había oído hablar en su favor. Aquellas expresiones halagüeñas, procediendo de una fuente tan erudita como lo era Bernard de Roubaix, le tomó de sorpresa. Simon resolvió, en lo sucesivo, revisar su propia actitud hacia aquel pueblo notable.

—No olvides nunca —continuó el templario, con el brillo de una mística luz en sus ojos castaños—, que nuestra Madre bendita, la Virgen María, era judía, como lo era también, por supuesto, José, su esposo. Sin embargo, el arcángel vino a anunciarle que sólo Ella entre toda la humanidad había sido elegida para dar a luz a Cristo. Ella fue la Inmaculada Concepción.

El silencio entre las sombras danzantes del dormitorio iluminado por el fuego fue absoluto, hasta que el templario continuó diciendo:

—El Espíritu Santo penetró en el infante Jesús al nacer, y un rabino judío realizó el sagrado rito de la circuncisión en el niño santo.

«Yo nunca me he sumado a la injusta persecución de un pueblo tan antiguo como notable, porque me han enseñado muchísimo. Maimónides fue amigo mío e instructor, y de él y de su mentor sarraceno, el gran Osama de Isphahan, aprendí muchas de las maravillas del gnosticismo.

El viejo templario escrutó los ojos de Simon.

—Jamás subestimes la sabiduría y la compasión de los judíos —dijo.

Fue Raoul De Creçy quien rompió el silencio que se hizo después.

—Este poder para curar, que todavía se enseña entre los judíos en Tierra Santa, me lo transmitió una mujer extraordinaria, Miriam de Manasseh —explicó—. Si de brujería se trata, sin duda es una extraña manera de manifestar el mal por parte del Príncipe de las Tinieblas.

«Maimónides es famoso en toda Tierra Santa por el alivio y las curaciones que ha brindado a los sufrientes y doloridos, sin tener en cuenta si eran judíos, gentiles, cristianos o musulmanes. Todos saben que el gran sanador está al lado de las fuerzas angélicas, y jamás podría servir a las oscuras legiones del Infierno.

De Roubaix asintió con la cabeza.

—Raoul, mucho es lo que le has enseñado al muchacho, pero aún tiene que aprender muchísimas cosas de las antiguas costumbres y procederes.

Se volvió hacia Simon.

—Ven, muchacho, y pon tu mano entre las mías. Tengo mucho que contarte, pero primero quiero que hagas un solemne voto de silencio.

—Lo que vos digáis, señor —respondió Simon.

La voz del templario se volvió sombría y las sombras de la habitación parecieron alargarse.

—Jura por la Virgen María —entonó— y por todo lo que te sea más sagrado que, sea lo que fuere lo que te revele, será, eternamente, tu secreto y el mío. Jura que guardarás silencio con respecto a su contenido, para siempre.

El viejo caballero siguió diciendo con gravedad:

—Si alguna vez rompieras este voto de silencio, debes tener en cuenta que te será cortada la lengua para ser enterrada en las arenas de la playa, donde las aguas alcanzan la altura mayor en las mareas. Simon de Creçy, ¿aún deseas hacer el voto?

—Sí, señor —respondió Simon con voz ronca, impresionado por la severidad de la pena.

—Entonces, júralo sobre la empuñadura de mi espada de templario que, al sostenerla enhiesta se convierte en el símbolo de la cruz, en que Nuestro Señor Jesucristo fue crucificado.

De Creçy, que había presenciado el ritual de toma del juramento en silencio, entregó a Simon la pesada espada con el puño en cruz. El joven normando repitió solemnemente el voto y besó la empuñadura de bronce. Hecho esto, ambos caballeros se mostraron visiblemente aliviados.

—Simon —dijo el templario—, todo cuanto te diré es la pura verdad. Primero, tu nombre no es De Creçy, y Raoul no es tu tío.

Simon lanzó una mirada sorprendida a su padre sustituto.

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