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Authors: Michael Bentine

El templario (3 page)

BOOK: El templario
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—Eso no quiere decir que el amor que os tenéis sea menos auténtico —continuó De Roubaix—. Raoul lo ha sido todo para ti. Si hubiese tenido un hijo, no podría haberlo amado más.

—Lo sé —murmuró Simon, con voz ahogada.

—En segundo lugar —dijo el templario—, tu padre está muerto.

—Pero eso debió de suceder hace mucho tiempo.

El comentario del joven normando fue hecho con el tono de una pregunta.

—No —respondió Roubaix—. Apenas ha transcurrido un año desde que ocurrió su muerte, en Damasco. Por eso he venido a este feudo.

De pronto, la voz del templario se tornó áspera.

—Simon, por el poder que se me ha otorgado como humilde caballero de la orden del Temple en Jerusalén, te ordeno que me acompañes a nuestra comandancia en Gisors, donde recibirás instrucción en el Cuerpo de Servidores Templarios.

«Cuando hayas terminado la instrucción, si te consideras merecedor de ser enrolado como servidor pleno en nuestra Orden, se te llevará a Tierra Santa: allí recibirás el mandato de nuestro actual Gran Maestro, Arnold de Toroga.

Simon estaba anonadado ante la fuerza de aquellas revelaciones.

—¿Entonces, deseáis que me convierta en caballero templario, como vos mismo, señor?

—Eso es el destino el que tiene que decidirlo, Simon. —Mientras hablaba, De Roubaix sonreía—. Salvo en raros casos, uno debe ser armado caballero antes de ingresar en nuestra Orden. Tanto Raoul como yo éramos caballeros francos. Yo me hice templario y tu tutor se convirtió en Donat, haciendo donación de sus tierras y de todas sus posesiones a nuestra Orden, sin derecho convertirse en caballero templario. Eso fue así porque consideró que, a causa del carácter de su herida, no podría tomar el voto de celibato en su pleno significado de una total abstinencia de mantener relaciones carnales con una mujer, como acto de voluntad.

El caballero normando asintió con la cabeza mientras el templario continuaba diciendo:

—Simon, tú serás servidor cadete en el cuerpo, como tu padre hubiese deseado. Tu tutor y yo estamos seguros de que, finalmente, obtendrás las espuelas de oro de la orden de caballería y por consiguiente estarás en condiciones de ingresar en nuestra Orden. En cuanto yo esté repuesto, partiremos hacia nuestra comandancia.

«Sin embargo, debo recordarte de nuevo que si llegas a hablar de este asunto, te será cortada la lengua, aun cuando tu tutor o yo mismo debamos ser los instrumentos que lleven a cabo tamaña operación.

El rostro del templario parecía de granito. Era evidente que hablaba muy en serio.

—¿Y mi padre, señor? ¿Quién era? Puesto que he hecho voto de silencio, seguramente tengo derecho a saberlo.

Bernard de Roubaix, que se estaba secando ante el fuego, sonrió ampliamente.

—Por supuesto que lo tienes, Simon.

El viejo caballero permaneció callado durante un largo rato.

—Tu padre fue uno de los más valientes caballeros de la cristiandad. Fue nuestro más íntimo amigo. ¡Se llamaba Odó de Saint Armand, ex Gran Maestro de la Orden del Temple!

Durante el resto de la noche, Simon durmió con desasosiego; vívidos sueños matizaban su descanso. Desde la infancia, el joven normando experimentaba aquellas visiones, algunas estáticas, otras como pesadillas con vislumbres del horror de las que despertaba gritando, para recibir la confortación de las palabras tranquilizadoras de Raoul de Creçy.

Aquella noche soñó que volaba como un pájaro, dejando el cuerpo terrenal dormido en la casa, mientras su «cuerpo sutil», el doble exacto del físico, se elevaba por encima de un paisaje distante. Se trataba de una experiencia que había conocido muchas veces con anterioridad.

Viendo pasar por debajo de él las ondulantes colinas y los escarpados rocosos, los desiertos y frondosos oasis, Simon tenía la certeza de que aquélla era una visión de Tierra Santa.

En esencia, el sueño era siempre el mismo. Simon se encontraba perdido y buscaba desesperadamente a su padre. De pronto, el sueño se convertía en una pesadilla. Los cielos por donde volaba eran traspasados por relámpagos zigzagueantes, que obligaban a Simon a volar más bajo sobre el extraño paisaje.

Debajo de él una espesa niebla se arremolinaba y bullía como dotada de vida propia. Dentro del repelente manto gris, Simon vislumbraba criaturas demoníacas, cuyos rostros eran de seres muertos desde tiempos inmemoriales. Uno de ellos tenía un enorme parecido con el gigante decapitado que Raoul de Creçy había enviado al infierno.

El cadáver sin cabeza, devorado por los gusanos e hinchado hasta duplicar su gigantesco tamaño, mantenía alzada su testa chillona, mientras sus mandíbulas trataban de triturar la figura volante de Simon.

El muchacho lanzó un estentóreo grito de terror y se despertó inmediatamente, bañado en sudor. Se abrió la puerta de su habitación y apareció en el umbral su tutor, que se quedó sin saber qué hacer.

Simon gritó:

—¡Tío Raoul!

Aterrado, le tendió instintivamente los brazos a su padre sustituto.

Sólo se precisaba aquel gesto tan simple para que se abrazaran. El caballero normando de blanca melena estrechó a Simon entre sus brazos, al tiempo que trataba de ahuyentar los horrores de la noche, tal como hacía cuando Simon era niño.

—¡Menudo servidor templario voy a ser! —dijo el muchacho, avergonzado—. ¡Aquí me tienes, a los diecisiete años y llorando como un niño!

Su tutor sonrió tiernamente, mientras estrechaba con más fuerza a su protegido.

—No debes avergonzarte de las lágrimas, Simon. No haces más que despedirte de tu infancia. De ahora en adelante eres un hombre; un hombre con un gran destino. Ve con mi bendición, pues ya sé que te espera un futuro maravilloso en Tierra Santa. Debes seguir tu estrella, Simon. Ella te guiará hasta la fama y la fortuna.

Por última vez, el joven caballero y su anciano tutor durmieron uno junto al otro, estrechamente abrazados como padre e hijo.

La vida entera de Simon cambió dramáticamente. Durante diecisiete años sólo había conocido la compañía de hombres hechos y derechos, cada uno de ellos, un maestro y un amigo. Entre éstos se contaba su tutor, a quien amaba como a un padre; su maestro, el sabio hermano Ambrose, de la cercana abadía cisterciense; Owen el Galés, el arquero que había servido junto a Raoul De Creçy en Tierra Santa, y toda la comitiva de montañeses y labradores hacendados, así como los criados, que constituían el personal del viejo caballero normando.

Curiosamente, aquella era una casa sin mujeres, salvo las sirvientas de mediana edad que siempre abandonaban la finca antes del anochecer. Sin embargo, había sido un hogar feliz para Simon, cuya joven existencia parecía haber sido el eje en torno al cual giraba la propiedad de De Creçy.

Ahora todos aquellos devotos esfuerzos parecían tender a terminar con la partida inminente de Simon. Tal era el extraño camino de los templarios.

El caso de Simon era, por supuesto, excepcional en un aspecto. Su nacimiento, como hijo natural de un Gran Maestro de una orden entregada al celibato, había hecho de su formación un asunto del más estricto secreto.

Como Bernard de Roubaix le contó:

—Nuestra Orden se fundó hace unos sesenta años. Estaba formada por un pequeño núcleo de caballeros, guiados por Hugues de Payen y Godefroi de Saint Omer, como Gran Maestro y Ordenador, respectivamente.

Otros caballeros implicados fueron Hugues de Champagne, Payen de Montdidier y Archambaud de Saint Amand, mientras que los restantes, André de Montbard, Gondemar, Rosal, Godefroy y Geoffrey Bisol, pronto se unieron a ellos para formar el primer capítulo de los «Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Jerusalén».

«Esos hombres extraordinarios andaban juntos para proteger a los indefensos peregrinos que habían sufrido graves pérdidas en el camino de Jaffa a Jerusalén, una antigua carretera romana de unas sesenta millas de largo. Muchas de las víctimas, jóvenes y viejas, perecían a manos de asaltantes y ladrones, y esa situación se había vuelto intolerable. Por esa razón se formó la Orden, con el principal propósito de poner fin a esa matanza de los inocentes.

«Los templarios, tal como se nos conoció, hicimos votos de pobreza y castidad, eligiendo el difícil camino del celibato en una tierra donde impera en gran medida el amor libre.

«Adoptamos como distintivo la insignia de dos caballeros cabalgando un solo caballo como demostración de nuestro voto de pobreza y, originalmente, los caballeros templarios vestían solamente ropas de desecho y equipos donados por terceros.

«Hoy en día, el equipo y los caballos nos los proporciona la Orden. Nuestra enseña, el Gonfardon, la llamamos el Beauseant. Es una bandera negra y blanca en que la sección negra guarda proporción con la parte blanca, de acuerdo con los principios de la mística Sección Dorada, un axioma de la antigua Geometría Sagrada.

«Saint Bernard de Clairvaux, el gran cisterciense, estableció las reglas por las que se rige la Orden de los Templarios. Estas reglas disciplinarias son inflexibles y no toleran ningún desliz; de ahí que se te criara clandestinamente como hijo natural de uno de los más famosos grandes maestros de la Orden.

«Este secreto hubiera podido causar un daño irreparable a la Orden, pero se guarda en manos de unos pocos hombres de confianza, de los cuales, Simon, ahora tú formas parte. Ésa es la razón por la que te pedí que hicieras el juramento sagrado.

Simon tenía todos los deseos normales de cualquier joven saludable, pero el mantenerle en un entorno sin mujeres había constituido un intento deliberado de Raoul de Creçy para preservar la castidad de su pupilo. Sin embargo, no había nada de perverso en aquella conducta poco común por parte de su tutor.

Simon era de noble linaje. Odó de Saint Amand no había sido un hombre corriente, sino un caballero cuyas gestas eran legendarias. La bastardía no era un estigma en aquellos tiempos y muchos caballeros lucen la marca de la bar-sinístre en sus escudos, para indicar que son hijos naturales, nacidos fuera del matrimonio, de aquellas familias feudales.

A menudo, esos hijos ilegítimos pertenecían a la nobleza europea, y en Tierra Santa, entre las familias sarracenas, se había adoptado la misma actitud sensata con respecto a la bastardía.

Sólo el hecho de que Odó de Saint Amand fuese el Gran Maestro de los templarios, acogidos al celibato, le había privado del gozoso reconocimiento de Simon como hijo natural.

2
EL CUERPO DE SERVIDORES

Bernard de Roubaix estaba impaciente por llevar a su nuevo cadete a Gisors, la fortaleza de los templarios que dominaba aquella parte de Normandía, así como para que iniciara la intensiva instrucción que allí le esperaba. Tan pronto como su herida estuviese curada, el caballero estaría listo para partir.

El día elegido fue la vigilia de Navidad de 1180, pues De Roubaix no quería soportar prolongadas despedidas en la gran festividad de la cristiandad. Bien sabía cuán poco dispuesto estaba su viejo amigo, Raoul de Creçy, a perder a su sobrino adoptivo, y consideraba que cuanto antes pasara aquel doloroso momento, mejor sería.

La partida de Simon del hogar de su infancia fue acompañada de lágrimas y de escenas que partían el corazón. Su tutor y cada uno de sus maestros y amigos vertieron muchas lágrimas. Aquellos eran tiempos violentos y pavorosos, en que la vida humana valía poco y nada, pero las demostraciones de emoción no se consideraban vergonzosas, de modo que los hombres más fuertes podían llorar abiertamente.

Simon y De Roubaix partieron cargados de presentes, entre los que se contaba la propia espada de cruzado de Raoul de Creçy, una soberbia muestra del arte de los forjadores de armas de Damasco.

—Sé que la llevarás con honor —dijo el viejo caballero, con los brillantes ojos llenos de lágrimas—. Esta hoja jamás ha segado una vida humana sin una buena razón.

Se abrazaron por última vez y lloraron, ambos con el corazón a punto de quebrarse.

El anciano cisterciense, que había enseñado a Simon a leer y escribir en tres lenguas, le llevó a su alumno un breviario con tapas de marfil, el fruto de muchos meses de tallarlas penosamente, a causa de la debilidad de sus ojos.

—Lleva esto contigo, hijo mío —le dijo, con voz ahogada por la emoción—. Te confortará en tus momentos de fatiga. Ruega por nosotros, Simon, como nosotros rogamos por ti.

Owen, el arquero galés, cuya habilidad con el largo arco de tejo había proporcionado a su discípulo una enorme ventaja para sobrevivir, le abrazó con auténtico fervor gaélico.

—Ve con Dios, Simon —graznó roncamente—. ¡Owen nunca te olvidará!

Su regalo de despedida fue una flamante aljaba de cuero, con tres docenas de las más magnificas flechas de una yarda, con plumas de ganso, que el más hábil artesano pudiera hacer.

Entre abrazos y lágrimas amorosas, el joven caballero normando emprendió el largo viaje que le llevaría a muchas tierras y le proporcionaría infinidad de aventuras. Simon estaba a punto de cumplir un extraño destino.

La ruta meridional a Gisors atravesaba el mismo bosque donde sólo unas semanas atrás Bernard de Roubaix casi había perdido la vida. El invierno había llegado, y los dos jinetes, conduciendo por la brida los caballos de carga, avanzaban lentamente por la crujiente capa de nieve recién caída.

Mucho antes del mediodía, habían salido de los bosques que señalaban el límite meridional del feudo de De Creçy, y muy pronto les resultó muy fatigoso seguir la senda cubierta de nieve que llevaba a la comandancia de los templarios.

Si bien se podía llegar a Gisors en un día, cabalgando a paso tranquilo, en condiciones normales, el tiempo obstaculizó su avance al desencadenarse una fuerte ventisca. Sólo cuando hubo aclarado apareció borrosamente a la vista la imponente fortaleza de los templarios, resplandeciendo con un color de salmón rosado bajo el sol poniente.

Gisors era sólo una plaza fuerte en el gran sistema de comandancias de los templarios que se extendían a través de Francia, España y Portugal, con puestos en puntos tan lejanos como Inglaterra y Tierra Santa.

En su tierra, en Francia, los templarios habían establecido un complejo sistema interconectado de abadías, feudos y granjas fortificadas, construidas para la defensa y avituallamiento con el fin de desplegar las vastas actividades de la Orden. Desde forrajes para los caballos hasta comida, ropa, armas y equipos para los caballeros, servidores y el resto de los numerosos cuerpos de hermanos seglares, herreros, armeros, escribientes y albañiles, carpinteros y constructores de buques: la Orden de los Templarios era autosuficiente.

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