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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (45 page)

BOOK: El símbolo perdido
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Por paradójico que pudiera resultar, Katherine veía asombrosas conexiones entre los programas fallidos de la CIA y sus propios avances en ciencia noética.

A Katherine le entraron ganas de llamar a la policía para averiguar si habían descubierto algo en Kalorama Heights, pero ni ella ni Langdon tenían teléfono, y en cualquier caso ponerse en contacto con las autoridades probablemente fuera un error: no había manera de saber hasta dónde llegaban los tentáculos de Sato.

«Paciencia, Katherine.» En el plazo de unos minutos se encontrarían a salvo, acogidos por un hombre que les había asegurado que podía facilitarles respuestas. Katherine esperaba que esas respuestas, fueran las que fuesen, la ayudasen a salvar a su hermano.

—¿Robert? —musitó, alzando la vista al mapa del metro—. La siguiente parada es la nuestra.

Langdon salió despacio de su ensueño.

—Ah, gracias. —Mientras el tren traqueteaba rumbo a la estación, cogió la bolsa y miró con incertidumbre a Katherine—. Esperemos que no haya ningún contratiempo.

Cuando Turner Simkins bajó para unirse a sus hombres, el andén estaba totalmente despejado y su equipo comenzaba a desplegarse en abanico, tomando posiciones tras los pilares de sustentación que discurrían a lo largo de la plataforma. Un retumbar lejano resonó en el túnel, por el otro extremo del andén, y a medida que fue cobrando intensidad Simkins sintió una bocanada de aire viciado y caliente a su alrededor.

«No hay escapatoria, señor Langdon.»

Simkins se dirigió a los dos agentes a los que había ordenado que lo acompañaran en la plataforma.

—Sacad la credencial y el arma. Estos trenes son automatizados, pero en todos hay un revisor que abre las puertas. Localizadlo.

El faro del tren apareció en el túnel, y el chirrido de los frenos desgarró el aire. Cuando el vehículo entró en la estación y empezó a aminorar la velocidad, Simkins y sus dos hombres se asomaron a la vía mientras enseñaban su acreditación de la CIA y pugnaban por establecer contacto visual con el revisor antes de que éste abriese las puertas.

El tren se aproximaba de prisa. En el tercer vagón, Simkins por fin distinguió el rostro sorprendido del revisor, que al parecer intentaba dilucidar por qué tres tipos vestidos de negro le mostraban sus respectivas placas. Simkins corrió hacia el tren, que estaba a punto de detenerse por completo.

—¡CIA! —chilló, la identificación en alto—. ¡No abra las puertas! —Cuando el tren se deslizó despacio ante él, fue directo al vagón del revisor e insistió—: No abra las puertas, ¿lo ha entendido? ¡No abra las puertas!

El tren se detuvo, el asombrado revisor asintiendo sin cesar.

—¿Qué ocurre? —inquirió el hombre por una ventanilla.

—Que no se mueva el tren —ordenó Simkins—. Y no abra las puertas.

—De acuerdo.

—¿Puede dejarnos entrar en el primer vagón?

El aludido asintió con la cabeza. Se bajó del tren con cara de susto, cerrando la puerta tras él, y a continuación acompañó a Simkins y a sus hombres al primer vagón, donde abrió la puerta de forma manual.

—Ciérrela cuando hayamos entrado —pidió Simkins al tiempo que sacaba el arma. Él y sus hombres se vieron inmersos en la intensa luz del primer coche, y acto seguido el revisor afianzó la puerta.

En el vagón sólo iban cuatro pasajeros —tres adolescentes y una anciana—, los cuales, como era de esperar, se asustaron al ver entrar a tres hombres armados. Simkins mostró en alto su acreditación.

—No pasa nada. No se levanten.

Después los tres comenzaron el barrido, recorriendo el sellado tren vagón por vagón: «estrujar la pasta de dientes», como lo llamaban durante su período de entrenamiento en la Granja. No había muchos pasajeros en ese tren, y a mitad de camino los agentes aún no habían visto a nadie que se pareciera remotamente a Robert Langdon ni a Katherine Solomon. No obstante, Simkins no perdía la confianza. En un vagón de metro no había ningún lugar donde esconderse: ni cuarto de baño, ni espacio de almacenaje ni salidas alternativas. Aunque los objetivos los hubiesen visto subir al tren y hubiesen huido atrás del todo, no había escapatoria. Forzar la puerta resultaba prácticamente imposible, y Simkins tenía a hombres vigilando la plataforma y ambos lados del tren.

«Paciencia.»

Sin embargo, cuando el jefe de equipo llegó al penúltimo vagón tenía los nervios de punta: en él sólo iba un pasajero, un chino. Simkins y sus agentes siguieron avanzando, sin descuidar cualquier posible escondrijo: no había ninguno.

—El último —observó el jefe, y alzó el arma mientras el trío se aproximaba a las puertas de la sección final del tren.

Cuando entraron en el vagón, los tres pararon en seco y se quedaron atónitos.

«¿Qué diablos...?» Simkins fue hasta el fondo del desierto coche, mirando tras todos los asientos. A continuación se volvió hacia sus hombres, haciéndose mala sangre.

—¿Adonde rayos han ido?

Capítulo 79

A unos doce kilómetros al norte de Alexandria, Virginia, Robert Langdon y Katherine Solomon cruzaban con parsimonia una gran extensión de césped cubierto de escarcha.

—Deberías ser actriz —sugirió él, todavía impresionado con la rapidez mental y la capacidad de improvisación de su amiga.

—Tú tampoco has estado nada mal —le sonrió.

Al principio Langdon se quedó desconcertado con la repentina pantomima que montó Katherine en el taxi. Exigió ir a Freedom Plaza sin más ni más, basándose en algo que se le había ocurrido sobre la estrella de David y el Gran Sello de Estados Unidos. Trazó una imagen de la conocida teoría de la conspiración en un billete de un dólar y después insistió en que Robert mirara atentamente adonde ella señalaba.

Langdon finalmente se dio cuenta de que Katherine no apuntaba al billete, sino a un minúsculo piloto situado en la trasera del asiento del taxista. El indicador estaba tan mugriento que ni siquiera había reparado en él. Sin embargo, al echarse hacia adelante vio que estaba iluminado, desprendía un tenue brillo rojo. También vio las dos desvaídas palabras que había justo debajo del piloto: «Intercomunicador encendido.»

Miró con cara de sorpresa a Katherine, cuyos inquietos ojos le pedían que echase un vistazo al asiento delantero. Él obedeció y miró de reojo al otro lado de la mampara: el móvil del taxista descansaba en el salpicadero, bien abierto, iluminado, de cara al intercomunicador. Justo entonces Langdon comprendió lo que hacía Katherine.

«Saben que estamos en este taxi..., nos han estado escuchando.»

Langdon no sabía de cuánto tiempo disponían antes de que detuvieran el coche y lo rodearan, pero sí sabía que tenían que actuar de prisa. Así que se puso a seguirle el juego en el acto, consciente de que el deseo de Katherine de ir a Freedom Plaza no tenía nada que ver con la pirámide, sino más bien con que en ella se hallaba una gran estación de metro —Metro Center— desde la cual podían tomar las líneas roja, azul o naranja en seis direcciones distintas.

Cuando se bajaron del taxi en Freedom Plaza, él se hizo cargo de la situación y se lanzó a improvisar, proporcionando pistas que llevasen hasta el monumento masónico de Alexandria antes de meterse en la estación de metro. Una vez allí, dejaron atrás los andenes de la línea azul y se dirigieron a la roja, donde tomaron un tren que iba en la dirección contraria.

Tras seis paradas al norte, hacia Tenleytown, se vieron a solas en un tranquilo vecindario de clase alta. Su destino, la estructura más elevada en kilómetros a la redonda, se hizo visible en el acto, cerca de Massachusetts Avenue, sobre un amplio y cuidado césped.

Una vez «desaparecidos del mapa», como había dicho Katherine, ambos echaron a andar por la mojada hierba. A su derecha había un jardín de estilo medieval, famoso por sus antiguos rosales y su cenador, el llamado Shadow House. Dejaron atrás el jardín y fueron directos al magnífico edificio al que habían sido convocados. «Un refugio que alberga diez piedras del monte Sinaí, una del mismísimo cielo y una que tiene el rostro del siniestro padre de Luke.»

—No había estado aquí nunca de noche —aseguró ella mientras contemplaba las torres, vivamente iluminadas—. Es espectacular.

Eso mismo pensaba Langdon, que había olvidado cuán impresionante era el lugar. La obra maestra neogótica se erguía en el extremo septentrional de Embassy Row. Hacía años que no la visitaba, desde que escribió un artículo sobre ella para una revista infantil con la esperanza de despertar cierto entusiasmo entre los jóvenes norteamericanos para que se acercaran a ver el increíble monumento. El artículo — «Moisés, rocas lunares y
La guerra de las galaxias»—
formaba parte de los folletos turísticos desde hacía años.

«La catedral de Washington —pensó Langdon, sintiendo una ilusión inesperada al volver después de tanto tiempo—. ¿Qué mejor sitio para preguntar por un único Dios?»

—¿De verdad hay diez piedras del monte Sinaí? —inquirió Katherine, los ojos fijos en los campanarios gemelos.

Él asintió.

—Cerca del altar mayor. Simbolizan los diez mandamientos que le fueron entregados a Moisés en el Sinaí.

—¿Y una roca lunar?

«Una roca del mismísimo cielo.»

—Sí. A una de las vidrieras se la llama el vitral del espacio, y en ella hay incrustada una roca lunar.

—Vale, pero lo último es broma, ¿no? —Katherine observó la construcción, el escepticismo escrito en sus bellos ojos—. ¿Una estatua de... Darth Vader?

Langdon soltó una risita.

—¿El siniestro padre de Luke Skywalker? No es ninguna broma. Vader es una de las rarezas más populares de la catedral. —Señaló la parte superior de las torres occidentales—. Cuesta verlo de noche, pero está ahí.

—¿Qué demonios hace Darth Vader en la catedral de Washington?

—Fue a raíz de un concurso infantil para tallar una gárgola que representara el rostro del mal. Ganó Darth.

Llegaron a la majestuosa escalera que conducía hasta la entrada principal, enmarcada por un arco de más de veinte metros bajo un imponente rosetón. Cuando iniciaron el ascenso a Langdon le vino a la cabeza el misterioso desconocido que lo había llamado. «Nada de nombres, por favor... Dígame, ¿ha logrado proteger el mapa que le fue confiado?» El hombro le dolía de cargar con la pesada pirámide de piedra, y se moría de ganas de soltarla. «Asilo y respuestas.»

Al llegar arriba se toparon con dos regias puertas de madera.

—¿Llamamos sin más? —preguntó Katherine.

Eso mismo se preguntaba él, pero en ese instante una de las puertas se abrió.

—¿Quién hay ahí? —inquirió una frágil voz. Acto seguido, asomó el rostro de un anciano apergaminado. Iba vestido de sacerdote y su mirada era vacía, los ojos opacos y blancos, nublados por cataratas.

—Me llamo Robert Langdon —repuso él—. Katherine Solomon y yo venimos en busca de asilo.

El anciano ciego suspiró aliviado.

—Gracias a Dios. Los estaba esperando.

Capítulo 80

De pronto Warren Bellamy sintió un rayo de esperanza.

Dentro de la Jungla, la directora Sato acababa de recibir una llamada telefónica de un agente y se había puesto a despotricar. «¡Pues será mejor que los encuentres, maldita sea! —dijo a grito pelado por teléfono—. Se nos agota el tiempo.» Luego había colgado y ahora se paseaba arriba y abajo por delante de Bellamy como si intentase decidir qué hacer a continuación.

Al cabo, se detuvo justo ante él y se volvió.

—Señor Bellamy, le voy a formular esta pregunta una vez, una sola vez. —Lo miró fijamente a los ojos—. Sí o no, ¿tiene alguna idea de adonde ha podido ir Robert Langdon?

Sí, sí que la tenía, pero negó con la cabeza.

—No.

La penetrante mirada de Sato seguía clavada en sus ojos.

—Por desgracia, parte de mi trabajo consiste en saber cuándo miente la gente.

Bellamy la rehuyó.

—Lo siento, no puedo ayudarla.

—Arquitecto Bellamy —empezó ella—, esta tarde, poco después de las siete, estaba usted cenando en un restaurante situado a las afueras de la ciudad cuando recibió una llamada de un hombre que aseguró haber secuestrado a Peter Solomon.

Bellamy sintió un repentino escalofrío y la miró de nuevo. «¿Cómo es que sabe eso?»

—El hombre en cuestión —prosiguió ella— le dijo que había enviado a Robert Langdon al Capitolio y le había confiado una tarea..., una tarea que precisaba su ayuda. Le advirtió que si Langdon no salía airoso, su amigo Peter Solomon moriría. Presa del pánico, llamó usted a Peter a todos sus números, pero no pudo dar con él. Después, lo cual es comprensible, fue usted corriendo al Capitolio.

Bellamy era incapaz de imaginar cómo sabía Sato lo de esa llamada.

—Cuando salió huyendo del Capitolio envió un mensaje de texto al secuestrador de Solomon en el que le aseguraba que usted y Langdon se hallaban en poder de la pirámide masónica —continuó Sato tras el cigarrillo, que se consumía poco a poco.

«¿De dónde saca la información? —se preguntó Bellamy—. Ni siquiera Langdon sabe que mandé ese mensaje.» Justo después de entrar en el túnel que conducía a la biblioteca del Congreso, Bellamy se había metido en el cuarto de contadores para encender las luces. Aprovechando la privacidad que le brindaba el momento, decidió enviar un mensaje rápido al captor de Solomon en el que le mencionaba la participación de Sato, pero le garantizaba que él y Langdon tenían la pirámide masónica y estaban dispuestos a satisfacer sus exigencias. Era mentira, por supuesto, pero Bellamy esperaba ganar tiempo con ello, tanto por el bien de Peter Solomon como para esconder la pirámide.

—¿Quién le ha dicho que envié un mensaje? —inquirió Bellamy.

Sato arrojó el móvil del Arquitecto al banco, a su lado.

—No hace falta ser muy listo.

Bellamy recordó ahora que los agentes que lo capturaron le habían quitado el teléfono y las llaves.

—En cuanto al resto de la información que poseo —aclaró la directora—, la Ley Patriótica me da derecho a intervenir el teléfono de cualquiera a quien yo considere una amenaza para la seguridad nacional. Considero que Peter Solomon lo es, y la noche pasada tomé medidas.

Bellamy apenas entendía lo que estaba oyendo.

—¿Que intervino el teléfono de Peter Solomon?

—Sí. Así es como me enteré de que el secuestrador lo llamó a usted al restaurante. Usted llamó a Peter al móvil y le dejó un mensaje en el que le explicaba con nerviosismo lo que acababa de suceder.

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