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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (43 page)

BOOK: El símbolo perdido
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—Katherine, no es más que una coincidencia, y sigo sin entender qué tiene que ver con Freedom Plaza.

—¡Vuelve a mirar! —urgió ella, ahora casi enfadada—. No estás mirando a donde señalo. Justo ahí. ¿Es que no lo ves?

Lo vio un segundo después.

Turner Simkins, el agente de la CIA, se hallaba a la puerta del edificio Adams, el móvil pegado a la oreja en un esfuerzo por escuchar la conversación que se había entablado en la parte posterior del taxi. «Ha pasado algo.» Su equipo estaba a punto de subirse al helicóptero Sikorsky UH-60 modificado para dirigirse al noroeste y montar un control, pero por lo visto la situación había cambiado de pronto.

Hacía unos segundos, Katherine Solomon había empezado a insistir en que iban mal. Su explicación —algo relacionado con el billete de un dólar y la estrella de David— no tenía ningún sentido para el jefe de equipo, como al parecer tampoco lo tenía para Robert Langdon. Por lo menos al principio. Ahora, sin embargo, éste parecía haber entendido a qué se refería ella.

—¡Dios mío, es cierto! —exclamó—. ¿Cómo no lo he visto antes?

De pronto Simkins oyó que alguien golpeaba la mampara del taxi y ésta se descorría.

—Cambio de planes —informó Katherine al taxista—. Llévenos a Freedom Plaza.

—¿A Freedom Plaza? —repitió el hombre, sonando nervioso—. ¿No al noroeste por Massachusetts Avenue?

—¡Olvídelo! —chilló Katherine—. A Freedom Plaza. Gire a la izquierda aquí. ¡Aquí! ¡AQUÍ!

El agente Simkins oyó el chirriar de las ruedas al tomar la curva. Katherine hablaba de nuevo con Langdon, presa de los nervios; decía algo sobre el famoso Gran Sello de bronce que había incrustado en la plaza.

—Señora, sólo para confirmar —interrumpió el taxista, la voz tensa—. Vamos a Freedom Plaza, en la esquina de Pennsylvania Avenue y Thirteenth Street, ¿no?

—Sí —repuso ella—. Dese prisa.

—Está muy cerca. A dos minutos.

Simkins sonrió. «Bien hecho, Ornar.» Mientras salía disparado hacia el ocioso helicóptero, gritó a su equipo:

—¡Ya son nuestros! ¡A Freedom Plaza! ¡Moveos!

Capítulo 76

Freedom Plaza es un mapa.

Ubicada en la esquina de Pennsylvania Avenue con Thirteenth Street, la plaza de la libertad refleja en su vasta superficie de piedra las calles de Washington según fueron concebidas en su día por Pierre l'Enfant. La plaza es un popular destino turístico no sólo porque es divertido caminar sobre el gigantesco mapa, sino también porque Martin Luther King hijo, por quien recibe el nombre el lugar, escribió gran parte de su discurso «Tengo un sueño» en el cercano Willard Hotel.

El taxista Omar Amirana no paraba de llevar turistas allí, pero esa noche estaba claro que sus dos pasajeros no eran visitantes normales y corrientes. «¿Los persigue la CIA?» Omar apenas se había detenido junto a la acera cuando el hombre y la mujer se bajaron de un salto.

—No se vaya —pidió el hombre de la americana de tweed a Omar—. Ahora mismo volvemos.

El taxista vio que los dos se lanzaban a los abiertos espacios del enorme mapa, señalando con el dedo y hablando a voces mientras escudriñaban la geometría de las distintas calles. Omar cogió el móvil del salpicadero.

—Señor, ¿sigue ahí?

—¡Sí, Omar! —vociferó el aludido al otro lado de la línea por encima de un estruendo que hacía que apenas se lo oyera—. ¿Dónde están ahora?

—Fuera, en el mapa. Es como si buscaran algo.

—No los pierda de vista —ordenó el agente—. Ya casi estoy ahí.

Omar vio que los dos fugitivos daban de prisa con el famoso Gran Sello de la plaza, uno de los medallones de bronce de mayor tamaño del mundo. Permanecieron allí un instante y después empezaron a señalar al suroeste. Acto seguido, el de la americana de tweed volvió al taxi a la carrera. Omar se apresuró a dejar el móvil en el salpicadero cuando el hombre llegó, sin aliento.

—¿Por dónde queda Alexandria, Virginia? —preguntó.

—¿Alexandria?

Omar señaló en dirección suroeste, justo hacia donde ellos acababan de apuntar.

—Lo sabía —susurró, jadeante, el hombre. Dio media vuelta y le chilló a la mujer—: Tienes razón. ¡Alexandria!

Entonces ella hizo que su acompañante fijara su atención en el otro lado de la plaza, en un letrero iluminado que decía «Metro» y no estaba muy lejos de allí.

—La línea azul va directa. Es la estación de King Street.

A Omar le entró el pánico. «Oh, no.»

El hombre se volvió hacia el taxista y le dio unos billetes, demasiados, por la carrera.

—Gracias. Es todo.

Cogió la bolsa y salió pitando.

—Esperen. ¡Puedo llevarlos! Sé dónde es.

Pero era demasiado tarde. El hombre y la mujer ya cruzaban la plaza a toda velocidad. Desaparecieron por la escalera que bajaba a la estación de Metro Center.

Omar echó mano del móvil.

—¡Señor! Han bajado corriendo al metro. No he podido impedírselo. Van a coger la línea azul en dirección a Alexandria.

—No se mueva de ahí —chilló el agente—. Llegaré dentro de quince segundos.

Omar miró el fajo de billetes que le había entregado el hombre. Por lo visto, el que quedaba encima era el que habían utilizado: se veía una estrella de David sobre el Gran Sello de Estados Unidos. En efecto, las puntas de la estrella señalaban unas letras: MASON.

Sin previo aviso, Omar sintió a su alrededor una vibración ensordecedora, como si un volquete estuviese a punto de chocar contra su taxi.

Alzó la vista, pero la calle estaba desierta. El ruido fue en aumento y, de pronto, un helicóptero negro de líneas depuradas salió de la noche y aterrizó con contundencia en mitad del mapa de la plaza.

De él se bajó un grupo de hombres vestidos de negro, la mayoría de los cuales echaron a correr hacia la estación de metro. Sin embargo, uno fue disparado al taxi de Omar. Abrió la puerta con brusquedad.

—¿Omar? ¿Es usted?

El aludido asintió, atónito.

—¿Han dicho adonde se dirigían? —inquirió el agente.

—A Alexandria, a la estación de King Street —respondió el taxista—. Me ofrecía llevarlos, pero...

—¿Han dicho a qué lugar de Alexandria?

—No. Estuvieron mirando el medallón del Gran Sello de la plaza, preguntaron dónde quedaba Alexandria y me pagaron con esto. —Le entregó al agente el billete de un dólar con el extraño dibujo. Mientras éste estudiaba el billete, Omar cayó en la cuenta. «¡Los masones! ¡Alexandria!» Uno de los edificios masónicos más famosos de Norteamérica se encontraba en Alexandria—. ¡Lo tengo! —espetó—. El George Washington Masonic Memorial. Está justo enfrente de la estación de King Street.

—Es verdad —convino el agente, que al parecer había llegado a la misma conclusión cuando el resto de sus hombres regresaba de la estación a toda marcha.

—Los hemos perdido —informó uno de ellos—. El tren de la línea azul acaba de salir. No están abajo.

El agente Simkins consultó el reloj y se dirigió de nuevo a Omar.

—¿Cuánto tarda en llegar el metro a Alexandria?

—Por lo menos, diez minutos. Probablemente más.

—Omar, ha hecho un trabajo excelente. Gracias.

—Claro. ¿De qué va todo esto?

Pero el agente Simkins ya corría hacia el helicóptero, gritando por el camino.

—¡Estación de King Street! Llegaremos antes que ellos.

Desconcertado, Omar vio cómo levantaba el vuelo el gran aparato negro, que se ladeó para enfilar hacia el sur por Pennsylvania Avenue y acto seguido se perdió en la noche.

Bajo los pies del taxista, un tren subterráneo cobraba velocidad a medida que se alejaba de Freedom Plaza. A bordo iban Robert Langdon y Katherine Solomon, resoplando, sin decir palabra mientras el tren los acercaba a su destino.

Capítulo 77

El recuerdo siempre empezaba de la misma manera.

Caía..., se precipitaba de espaldas hacia un río helado que corría por el cauce de un profundo barranco. En lo alto, los crueles ojos grises de Peter Solomon miraban más allá del cañón de la pistola de Andros. Mientras caía, el mundo se iba alejando, todo desaparecía a medida que a él lo iba envolviendo la nube neblinosa formada por la cascada que se derramaba río arriba.

Durante un instante todo fue blanco, como el cielo.

Entonces impactó contra el hielo.

Frío. Negrura. Dolor.

Caía en picado, arrastrado por una fuerza poderosa que lo estrellaba sin piedad contra las piedras en un vacío de una frialdad insoportable. Sus pulmones necesitaban aire, y sin embargo los músculos del pecho se habían contraído de tal forma con el frío que él ni siquiera era capaz de respirar.

«Estoy debajo del hielo.»

Cerca del salto de agua, al parecer, el hielo era fino debido a las turbulencias, y Andros lo había atravesado. Ahora era barrido corriente abajo, atrapado bajo un techo transparente. Arañó el hielo por debajo para intentar romperlo, pero carecía de punto de apoyo. El agudo dolor que le producía el orificio de bala que se abría en su hombro empezaba a desvanecerse, al igual que el de las perdigonadas; ambos eran anulados por el paralizante cosquilleo del entumecimiento.

La corriente era cada vez más veloz, lo empujaba hacia un recodo del río. Su cuerpo pedía oxígeno a gritos. De pronto se enredó en unas ramas y quedó encajado en un árbol que había caído al agua. «¡Piensa!» Palpó una rama con desesperación hasta llegar a la superficie y dar con el punto en que la rama perforaba el hielo. Sus dedos hallaron el minúsculo espacio abierto que rodeaba la rama y él tiró de los bordes tratando de agrandar el orificio; una vez, dos, la abertura se ensanchaba, ahora medía varios centímetros de lado a lado.

Tras apoyarse en la rama, echó atrás la cabeza y pegó la boca a la abertura. El invernal aire que entró en sus pulmones se le antojó caliente. La repentina irrupción de oxígeno alimentó sus esperanzas. Plantó los pies en el tronco e hizo fuerza hacia arriba con la espalda y los hombros. El hielo que rodeaba el árbol caído, atravesado por ramas y rocalla, ya estaba debilitado, y cuando él clavó las poderosas piernas en el tronco, su cabeza y sus hombros rompieron el hielo y emergieron a la noche de invierno. El aire inundó sus pulmones. Todavía sumergido en su mayor parte, se retorció con vehemencia, impulsándose con las piernas, tirando con los brazos, hasta que finalmente salió del agua y se vio tumbado en el desnudo hielo, jadeante.

Andros se quitó el empapado pasamontañas y se lo guardó en el bolsillo. Acto seguido volvió la cabeza hacia donde suponía que se encontraba Peter Solomon, pero el recodo del río le impedía ver nada. El pecho le ardía de nuevo. Sin hacer ruido, acercó una rama pequeña y la tendió sobre el orificio para ocultarlo. La abertura volvería a estar congelada por la mañana.

Mientras Andros se adentraba en el bosque, comenzó a nevar. No tenía la menor idea de lo que llevaba andando cuando salió del arbolado y se vio ante un terraplén contiguo a una carretera estrecha. Deliraba y presentaba señales de hipotermia. La nieve caía con más ganas, y a lo lejos distinguió unos faros que se aproximaban. Andros se puso a hacer señales como un loco, y la solitaria camioneta se detuvo en el acto. La matrícula era de Vermont. Del vehículo salió un anciano con una camisa de cuadros roja.

Andros se acercó a él tambaleándose, las manos en el ensangrentado pecho.

—Un cazador... me ha disparado. Necesito un... hospital.

Sin vacilar, el anciano de Vermont ayudó a Andros a entrar en la camioneta y subió la calefacción.

—¿Dónde está el hospital más cercano?

Andros lo desconocía, pero señaló en dirección sur.

—La próxima salida.

«No vamos a ningún hospital.»

Al día siguiente se denunció la desaparición del anciano de Vermont, pero nadie sabía en qué punto del viaje había podido producirse la desaparición con aquella tormenta de nieve cegadora. Tampoco se relacionó dicha desaparición con la otra noticia que salió en primera plana al día siguiente: el sobrecogedor asesinato de Isabel Solomon.

Cuando Andros despertó, estaba tendido en la desolada habitación de un motel barato que estaba cerrado y entablado durante la temporada. Recordaba haber entrado, haberse vendado las heridas con unas tiras de sábana y haberse acurrucado en una endeble cama bajo un montón de mantas que olían a humedad. Estaba muerto de hambre.

Fue al cuarto de baño como pudo y vio en el lavabo los perdigones llenos de sangre. Se acordaba vagamente de habérselos sacado del pecho. Tras alzar la vista al sucio espejo, se retiró de mala gana los sanguinolentos vendajes para calibrar los daños. Los endurecidos músculos del pecho y el abdomen habían impedido que los perdigones penetraran demasiado, y sin embargo su cuerpo, antes perfecto, parecía un colador. La única bala disparada por Peter Solomon al parecer le había atravesado el hombro limpiamente, dejando un cráter ensangrentado.

Para colmo, Andros no había logrado obtener aquello para lo que se había desplazado hasta allí: la pirámide. Las tripas le sonaban, y se acercó con dificultad hasta la camioneta con la esperanza de encontrar algo de comida. El vehículo estaba cubierto de una gruesa capa de nieve, y Andros se preguntó cuánto tiempo habría estado durmiendo en el viejo motel. «Menos mal que me he despertado.» En el asiento delantero no encontró nada que comer, pero sí unos analgésicos para la artritis en la guantera. Se tomó un puñado, que tragó con ayuda de varios montones de nieve.

«Necesito comer.»

Unas horas después, la camioneta que salió de detrás del viejo motel no se parecía en nada a la que había entrado en él dos días antes. Le faltaban la capota, los tapacubos, las pegatinas del parachoques y toda la demás parafernalia. La matrícula de Vermont también había desaparecido, sustituida por la de una vieja camioneta de mantenimiento que Andros encontró aparcada junto al contenedor del motel, en el que se deshizo de las sábanas ensangrentadas, los perdigones y todo lo que apuntaba a su presencia allí.

No había renunciado a la pirámide, pero por el momento tendría que esperar. Debía esconderse, curarse y, sobre todo, comer. Dio con un restaurante de carretera en el que se dio un atracón de huevos, beicon, patatas fritas y tres vasos de zumo de naranja. Cuando hubo terminado pidió más comida para llevar. De nuevo en la carretera, Andros estuvo escuchando la vieja radio de la camioneta. Llevaba sin ver la televisión y leer un periódico desde que sufrió aquella dura prueba, y cuando finalmente oyó una emisora local, las noticias lo dejaron pasmado.

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