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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (11 page)

BOOK: El símbolo perdido
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—¿Qué quiero de usted, profesor? —Sato cerró tranquilamente su teléfono y le lanzó una mirada feroz—. Para empezar, puede dejar de llamarme «señor».

Langdon se la quedó mirando fijamente, muerto de vergüenza.

—Señora, yo..., lo siento. La conexión era mala y...

—A la conexión no le pasaba nada, profesor —dijo ella—. Y mi tolerancia a las gilipolleces es extremadamente baja.

Capítulo 17

La directora Inoue Sato era un personaje temible; una irritable y tempestuosa mujer de apenas un metro cincuenta de altura. Era extremadamente delgada, de rostro anguloso, y sufría de una afección dermatológica llamada vitíligo, que confería a su tez el veteado aspecto del granito recubierto de liquen. El arrugado traje pantalón colgaba de su escuálida figura como un saco suelto, y la blusa de cuello abierto nada hacía para ocultar la cicatriz de su garganta. A decir de sus colaboradores, la única aquiescencia de Sato a la vanidad física parecía ser el hecho de que se depilara el bigote.

Inoue Sato llevaba más de una década al mando de la Oficina de Seguridad de la CIA. Poseía un elevadísimo coeficiente intelectual y unos instintos de escalofriante precisión, una combinación que la había dotado de una temible seguridad en sí misma para todo aquel que no pudiera llevar a cabo lo imposible. Ni siquiera la diagnosis de un agresivo cáncer de garganta había podido con ella. La batalla le costó un mes de trabajo, media laringe y un tercio de su peso corporal, pero regresó a la oficina como si nada hubiera pasado. Inoue Sato parecía indestructible.

Robert Langdon sospechaba que no era el primero en confundir a Sato con un hombre por teléfono, pero la directora seguía mirándolo furiosamente con sus hirientes ojos negros.

—De nuevo, mis disculpas, señora —dijo Langdon—. Todavía estoy intentando orientarme; la persona que asegura tener a Peter Solomon me ha hecho venir esta tarde a Washington mediante engaños. —Extrajo un fax de su americana—. Esto es lo que me ha enviado esta mañana. He escrito el número de matrícula del avión en el que he viajado, si llama usted a la FAA y localiza...

Con un movimiento fugaz, la diminuta mano de Sato le arrebató la hoja de papel. Se la metió en el bolsillo sin siquiera desdoblarla.

—Profesor, estoy al mando de esta investigación, y hasta que me cuente lo que quiero saber, le sugiero que no diga nada a menos que se le pregunte.

Sato se volvió hacia el jefe de seguridad.

—Anderson —dijo, acercándose de forma quizá excesiva y posando sus pequeños ojos negros sobre él—, ¿le importaría decirme qué diablos está sucediendo? El guardia de la puerta este me ha dicho que han encontrado una mano humana en el suelo. ¿Es eso cierto?

Anderson se hizo a un lado, dejando a la vista el objeto que había en el piso.

—Sí, señora, hace sólo unos minutos.

Sato miró la mano como si se tratara de una mera prenda de ropa extraviada.

—¿Y cómo es que no me lo ha dicho cuando hemos hablado por teléfono?

—Yo..., pensaba que ya lo sabía.

—No me mienta.

Anderson se achicó ante la mirada de Sato, pero consiguió mantener un tono de voz confiado.

—Señora, la situación está bajo control.

—Lo dudo mucho —dijo Sato con igual seguridad.

—Un equipo de forenses está de camino. Quienquiera que haya hecho esto habrá dejado huellas dactilares.

Sato parecía escéptica.

—Creo que alguien suficientemente inteligente para pasar por su puesto de control con una mano humana también lo es para no dejar huellas dactilares.

—Puede que sí, pero es mi obligación investigarlo.

—En realidad, no; desde este mismo momento lo relevo de su responsabilidad. Yo asumiré el control.

Anderson se puso tenso.

—Pero esto no es competencia de la OS, ¿no?

—Desde luego que sí. Nos enfrentamos a un problema de seguridad nacional.

«¿La mano de Peter? —se preguntó un aturdido Langdon mientras observaba su intercambio de palabras—. ¿Seguridad nacional?» Empezó a temer que su objetivo de encontrar cuanto antes a Peter no era el mismo que tenía Sato. Las intenciones de la directora de la OS parecían ser otras.

Anderson también parecía confundido.

—¿Seguridad nacional? Con todos mis respectos, señora...

—Que yo sepa —lo interrumpió ella—, mi rango es superior al suyo. Le sugiero que haga exactamente lo que yo le diga, y que lo haga sin cuestionar.

Anderson asintió y tragó saliva.

—Pero ¿no deberíamos al menos comprobar las huellas dactilares de la mano para confirmar que pertenece a Peter Solomon?

—Yo lo puedo confirmar —dijo Langdon, sintiendo náuseas por la certeza—. Reconozco su anillo... y su mano. —Se quedó un momento callado—. Aunque los tatuajes son recientes. Alguien se los acaba de hacer.

—¿Cómo dice? —Sato pareció ponerse nerviosa por primera vez desde que había llegado—. ¿La mano está tatuada?

Langdon asintió.

—El pulgar, con una corona. El índice, con una estrella.

Sato se puso unas gafas y, tras acercarse a la mano, comenzó a dar vueltas a su alrededor como si fuera un tiburón.

—Además —prosiguió Langdon—, aunque no se pueden ver los otros tres dedos, estoy seguro de que también están tatuados.

Sato pareció intrigada por el comentario y se acercó a Anderson.

—Jefe, ¿nos haría el favor de comprobar si es así?

Anderson se arrodilló junto a la mano, con cuidado de no tocarla. Acercó la mejilla al suelo y desde ahí miró las puntas de los demás dedos.

—Tiene razón, señora. Todos los dedos están tatuados, aunque no puedo ver los otros...

—Un sol, una linterna y una llave —dijo Langdon sin vacilar.

Sato se volvió completamente hacia Langdon y lo escrutó con sus pequeños ojos.

—¿Y cómo sabe eso?

Langdon le devolvió la mirada.

—La imagen de una mano humana con los dedos decorados de ese modo es un icono muy antiguo. Se conoce como «la mano de los misterios».

Anderson se puso en pie de golpe.

—¿Esto tiene un nombre?

Langdon asintió.

—Es uno de los iconos más secretos del mundo antiguo.

Sato ladeó la cabeza.

—¿Y puedo preguntarle qué hace en medio del Capitolio?

Langdon deseó poder despertar de esa pesadilla.

—Tradicionalmente, señora, se utilizaba a modo de invitación.

—¿Invitación... a qué? —inquirió ella.

Langdon bajó la mirada hacia los símbolos que decoraban la mano cercenada de su amigo.

—Hace siglos, la mano de los misterios servía de convocatoria mística. Básicamente, es una invitación a recibir el saber secreto; una sabiduría protegida que únicamente conocía una élite.

Sato cruzó sus pequeños brazos y se lo quedó mirando con sus ojos negros.

—Bueno, profesor, para alguien que asegura no tener ni idea de lo que está haciendo aquí..., no está nada mal.

Capítulo 18

Katherine Solomon se puso la bata blanca de laboratorio y dio inicio a su rutina de llegada habitual; sus «rondas», como las llamaba su hermano.

Cual madre nerviosa comprobando el estado de su bebé dormido, Katherine asomó la cabeza por la sala mecánica. La batería de hidrógeno funcionaba sin problemas, y sus tanques de repuesto descansaban sanos y salvos en sus estantes.

Katherine siguió pasillo abajo hasta el vestíbulo de la sala de almacenamiento de datos. Como siempre, las dos unidades holográficas de seguridad permanecían dentro de su cámara de temperatura controlada. «Ahí está toda mi investigación», pensó mientras las observaba a través del cristal irrompible de ocho centímetros de grosor. A diferencia de sus antepasados, del tamaño de una nevera, los aparatos de almacenamiento de datos holográficos, ambos en lo alto de unos pedestales, parecían más bien lujosos componentes de un equipo de música.

Las dos memorias holográficas estaban sincronizadas y eran idénticas, de modo que las copias de seguridad de su trabajo que salvaguardaban eran redundantes. La mayoría de los protocolos de seguridad recomendaban mantener una copia secundaria en otro lugar por si tenía lugar un terremoto, un incendio o un robo, pero Katherine y su hermano estuvieron de acuerdo en que el secretismo era lo primordial; si esos datos abandonaban el edificio para ser alojados en un servidor remoto, ya no podrían estar seguros de su privacidad.

Contenta porque todo estuviera funcionando sin problemas, Katherine dio media vuelta para emprender el camino de regreso. Al doblar la esquina, sin embargo, advirtió algo inesperado al otro lado del laboratorio. «¿Qué diablos...?» Un tenue resplandor iluminaba todo el equipo. Katherine echó a correr para ir a ver de qué se trataba, sorprendida ante la luz que surgía de detrás de la pared de plexiglás.

«Está aquí», Katherine cruzó el laboratorio a la carrera y, en cuanto llegó a la sala de control, abrió la puerta de golpe.

—¡Peter! —dijo mientras entraba corriendo en la sala.

La rolliza mujer que permanecía sentada en la terminal de la sala de control dio un respingo.

—¡Dios mío! ¡Katherine! ¡Me has asustado!

Irish Dunne —la única otra persona del mundo que tenía permitida la entrada al laboratorio— era la analista de metasistemas de Katherine, y rara vez trabajaba los fines de semana. Esa pelirroja de veintiséis años era un genio procesando datos, y había firmado un acuerdo de confidencialidad digno del KGB. Al parecer, esa noche estaba analizando datos en la pared de plasma de la sala de control, un monitor de pantalla plana que parecía salido de una misión de control de la NASA.

—Lo siento —dijo Trish—. No sabía que ya habías llegado. Quería terminar antes de que llegarais tú y tu hermano.

—¿Has hablado con él? Llega tarde y no contesta al teléfono.

Trish negó con la cabeza.

—Seguro que todavía está intentando averiguar cómo funciona ese nuevo iPhone que le regalaste.

Katherine apreció el buen humor de Trish, y su presencia le dio una idea.

—En realidad, me alegro de que estés aquí esta noche. Si no te importa, me podrías ayudar con una cosa.

—Lo que sea; seguro que es más interesante que el fútbol americano.

Katherine respiró hondo, procurando tranquilizarse.

—No estoy segura de cómo explicar esto, pero hoy me han contado algo muy inusual...

Trish Dunne no sabía qué historia le habían contado a Katherine Solomon, pero estaba claro que le había puesto muy nerviosa. Los ojos grises de su jefa, habitualmente tranquilos, parecían inquietos, y se había colocado el pelo detrás de las orejas tres veces desde que había entrado en la sala: un «indicador» de nervios, lo llamaba Trish. «Científica brillante. Pésima jugadora de póquer.»

—A mí —dijo Katherine—, esa historia me suena a ciencia ficción..., es una vieja leyenda. Y sin embargo... —Se quedó callada, acomodándose un mechón de pelo detrás de la oreja una vez más.

—¿Y sin embargo?

Katherine suspiró.

—Y sin embargo, hoy una fuente de fiar me ha contado que la leyenda es cierta.

—Ajá... —«¿Adonde quiere ir a parar?»

—Lo hablaré con mi hermano, pero se me ha ocurrido que antes de eso quizá tú podrías ayudarme a arrojar algo de luz. Me encantaría saber si esa leyenda ha sido corroborada en algún otro momento de la historia.

—¿En toda la historia?

Katherine asintió.

—En cualquier lugar del mundo, en cualquier lengua, en cualquier momento de la historia.

«Extraña petición —pensó Trish—, pero sin duda viable.» Diez años atrás, esa tarea habría sido imposible. Hoy, sin embargo, con Internet, la
World Wide Web,
y la digitalización en curso de las grandes bibliotecas y museos del mundo, el encargo de Katherine se podía conseguir utilizando un motor de búsqueda relativamente simple que estuviera equipado con una gran cantidad de módulos de traducción, y escogiendo bien unas cuantas palabras clave.

—Ningún problema —dijo Trish.

Muchos libros del laboratorio contenían pasajes en lenguas antiguas, de modo que le solían pedir que escribiera módulos de traducción para programas de Reconocimiento Óptico de Caracteres, y generar así texto inglés a partir de lenguas oscuras. Debía de ser la única especialista en metasistemas del mundo que había construido módulos de traducción OCR en frisio antiguo, maek y acadio.

Esos módulos ayudarían, pero el truco de construir una araña de búsqueda eficaz residía en la elección de las palabras clave adecuadas. «Singulares, pero no excesivamente restrictivas.»

Katherine parecía ir un paso por delante de Trish, y ya estaba anotando posibles palabras clave en una hoja de papel. Cuando llevaba unas cuantas se detuvo, se quedó un rato pensando y luego escribió unas cuantas más.

—Ya está —dijo finalmente, entregándole la hoja de papel a Trish.

Ella leyó detenidamente la lista de frases que debía buscar y los ojos se le abrieron de par en par. «¿Qué tipo de leyenda está investigando Katherine?»

—¿Quieres que te busque todas estas frases? —Una de las palabras ni siquiera la reconocía. «¿Esto es inglés?»—. ¿Crees que las encontraremos todas en un mismo lugar? ¿Al pie de la letra?

—Me gustaría intentarlo.

Trish hubiera dicho que era imposible, pero la palabra que empezaba por «I» estaba prohibida en ese lugar. Katherine la consideraba una predisposición mental negativa en un campo que a menudo transformaba falsedades preconcebidas en verdades confirmadas. En ese caso, sin embargo, Trish Dunne dudaba seriamente que esos vocablos clave de búsqueda entraran en esa categoría.

—¿Cuánto tardarán los resultados? —preguntó Katherine.

—Escribir la araña y activarla me llevará unos pocos minutos, luego la araña tardará quizá unos quince más en agotar todas las posibilidades.

—¿Tan de prisa? —Katherine se animó.

Trish asintió. Los motores de búsqueda tradicionales solían necesitar un día entero para recorrer todo el universo
online,
encontrar nuevos documentos, digerir su contenido y añadirlo a su base de datos. Pero la araña de búsqueda que Trish iba a escribir era de otro tipo.

—Escribiré un programa llamado «delegador» —explicó Trish—. No es muy legal, pero es rápido. Esencialmente, es un programa que ordena a otros motores de búsqueda que hagan nuestro trabajo. La mayoría de las bases de datos (librerías, museos, universidades, gobiernos) tienen una función de búsqueda incorporada. Mi araña encuentra sus motores de búsqueda, introduce tus palabras clave y les pide que las busquen. Así, aprovechamos el poder de miles de motores trabajando al unísono.

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