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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (13 page)

BOOK: El símbolo perdido
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Ella levantó la mirada.

—¿Perdone? ¿El hombre le ha especificado adonde conduce ese portal?

—Sí, pero no tenía por qué hacerlo. —Langdon señaló la mano—. La mano de los misterios es una invitación formal a atravesar una entrada mística y adquirir un saber secreto y ancestral, un poderoso conocimiento denominado antiguos misterios..., o saber perdido de los tiempos.

—Entonces usted ha oído hablar acerca del secreto que él piensa que está escondido aquí.

—Muchos historiadores han oído hablar de él.

—Entonces, ¿cómo sabe que el portal no existe?

—Con todos mis respetos, señora, todos hemos oído hablar de la fuente de la eterna juventud o de Shangrila, pero eso no quiere decir que existan.

Un ruidoso graznido proveniente de la radio de Anderson los interrumpió.

—¿Jefe? —se oyó que decía una voz.

Anderson cogió rápidamente la radio que llevaba en el cinturón.

—Aquí Anderson.

—Señor, hemos completado la búsqueda en las instalaciones. No hay nadie que encaje con la descripción. ¿Alguna orden más, señor?

Anderson echó un fugaz vistazo a Sato, a la espera de una segura reprimenda, pero la directora de la OS parecía indiferente. Anderson se apartó de Langdon y Sato y habló en voz baja por su radio.

Toda la atención de Sato estaba puesta en Langdon.

—¿Me está diciendo usted que el secreto que ese hombre cree oculto en Washington... es una fantasía?

Langdon asintió.

—Un mito muy antiguo. El secreto de los antiguos misterios es precristiano. Tiene miles de años de antigüedad.

—¿Y, sin embargo, todavía circula?

—Como muchas otras creencias igual de improbables.

Con frecuencia, Langdon les recordaba a sus alumnos que la mayoría de las religiones modernas incluían historias que no pasarían un escrutinio científico: de Moisés y la división de las aguas del mar Rojo, a las gafas mágicas que había utilizado Joseph Smith para traducir el Libro de Mormón de una serie de planchas de oro que había encontrado enterradas en el norte del estado de Nueva York. «La aceptación generalizada de una idea no es ninguna prueba de su validez.»

—Ya veo. ¿Y en qué consisten exactamente esos... antiguos misterios?

Langdon suspiró. «¿Tiene unas cuantas semanas?»

—Abreviando, los antiguos misterios hacen referencia a un cuerpo de conocimientos secretos reunido hace mucho tiempo. Un aspecto intrigante de esos conocimientos es que supuestamente permiten a sus practicantes acceder a poderosas habilidades que permanecen latentes en la mente humana. Los maestros ilustrados que poseían esos conocimientos juraban mantenerlos alejados de las masas porque se consideraban demasiado poderosos y peligrosos para los no iniciados.

—¿Peligrosos, en qué sentido?

—La información se mantenía en secreto por la misma razón que no dejamos que los niños jueguen con cerillas. En las manos correctas, el fuego nos ilumina..., pero en las equivocadas, puede ser altamente destructivo.

Sato se quitó las gafas y estudió atentamente a Langdon.

—Y dígame, profesor ¿cree usted en la existencia de una información así de poderosa?

Langdon no estaba seguro de qué responder. Los antiguos misterios siempre habían sido la gran paradoja de su carrera académica. Prácticamente todas las tradiciones místicas de la Tierra giraban en torno a la idea de que existía una sabiduría ancestral capaz de imbuir al ser humano de un poder místico casi divino: el tarot y el
I Ching
daban al hombre la capacidad de ver el futuro; la alquimia, inmortalidad mediante la legendaria piedra filosofal; la wicca permitía a sus practicantes avanzados llevar a cabo poderosos hechizos. La lista era interminable.

Como profesor, Langdon no podía negar la validez histórica de esas tradiciones: gran cantidad de documentos, artefactos e ilustraciones sugerían claramente que, en efecto, en la antigüedad existía una poderosa sabiduría que únicamente se compartía mediante alegorías, mitos y símbolos para que sólo aquellos debidamente iniciados pudieran acceder a su poder. No obstante, como hombre realista y escéptico que era, Langdon no estaba tan convencido.

—Digamos que soy escéptico —le dijo a Sato—. Nunca he visto nada en el mundo real que no sugiera que los antiguos misterios son otra leyenda más, un arquetipo mitológico recurrente. Creo que si al ser humano le fuera posible adquirir poderes milagrosos, habría alguna prueba de ello. Y sin embargo, hasta la fecha, en la historia no ha existido nadie con poderes sobrehumanos.

Sato enarcó las cejas.

—Eso no es del todo cierto.

Langdon vaciló, consciente de que para mucha gente religiosa sí había precedentes de dioses humanos; Jesús era el más obvio de ellos.

—Ciertamente —dijo—, hay mucha gente culta para la que esa sabiduría existe realmente, pero yo sigo sin estar convencido.

—¿Es Peter Solomon una de esas personas? —preguntó Sato, echándole un vistazo a la mano que estaba en el suelo.

Langdon era incapaz de volverse para mirarla.

—Peter proviene de un linaje que siempre ha sentido pasión por la antigüedad y el misticismo.

—¿Es eso un sí? —preguntó Sato.

—Puedo asegurarle que incluso si Peter creyera que los antiguos misterios existen de verdad,
no
creería que son accesibles a través de una especie de portal oculto en Washington. Peter comprende el simbolismo metafórico, algo de lo que, al parecer, su captor no es capaz.

Sato asintió.

—Entonces usted cree que ese portal es una metáfora.

—Por supuesto —dijo Langdon—. Al menos, en teoría. Es una metáfora muy común: un portal místico que uno debe atravesar para ilustrarse. Los portales y los umbrales son construcciones simbólicas habituales para representar ritos de paso transformativos. Buscar un portal «literal» sería como intentar localizar las puertas del cielo.

Sato pareció considerar un momento sus palabras.

—Pero da la impresión de que el captor del señor Solomon cree que usted puede abrir un
auténtico
portal.

Langdon suspiró.

—Ha cometido la misma equivocación que muchos fanáticos: confundir metáfora con realidad literal.

Del mismo modo, muchos alquimistas habían intentado en vano convertir el plomo en oro, sin darse cuenta de que esa transformación no era nada más que una metáfora del verdadero potencial humano: la transformación de una mente torpe e ignorante en brillante e ilustrada.

Sato señaló la mano.

—Si ese hombre quiere que usted le indique dónde se encuentra una especie de portal, ¿por qué no se limita a decirle cómo encontrarlo? ¿A qué viene toda esta teatralidad? ¿Por qué hacerle entrega de una mano tatuada?

Langdon se había hecho la misma pregunta, y la respuesta era inquietante.

—Bueno, parece ser que el hombre con el que estamos tratando, además de mentalmente inestable, también es extremadamente culto. Esa mano es la prueba de que está versado en los misterios, así como en sus códigos de secretismo. Y en la historia de esta sala.

—No lo entiendo.

—Todos los actos que ha llevado a cabo esta noche siguen a la perfección los protocolos ancestrales. Tradicionalmente, la mano de los misterios es una invitación sagrada, y por lo tanto ha de ser extendida en un lugar sagrado.

Sato frunció el ceño.

—Estamos en la Rotonda del Capitolio, profesor, no en un santuario sagrado de antiguos secretos místicos.

—En realidad, señora —dijo Langdon—, conozco un gran número de historiadores que no estarían de acuerdo con usted.

En ese mismo momento, al otro lado de la ciudad, Trish Dunne permanecía sentada a la luz de la pantalla de plasma del Cubo. Había terminado de preparar su araña de búsqueda y tecleó los cinco vocablos clave que Katherine le había dado.

«Vamos allá.»

Sin demasiado optimismo, activó la araña, dando así inicio a una partida mundial de
go fish.
A velocidad cegadora, la araña se puso a comparar las frases con textos de todo el mundo..., en busca de un equivalente exacto.

Trish no pudo evitar preguntarse de qué iba todo aquello, pero había aprendido que trabajar con los Solomon significaba no llegar a conocer jamás algo en su totalidad.

Capítulo 20

Robert Langdon echó un vistazo a su reloj de pulsera: las 19.58 horas. La cara sonriente de Mickey Mouse no consiguió alegrarle demasiado. «He de encontrar a Peter. Estamos perdiendo el tiempo.»

Sato se había apartado un momento para atender una llamada, pero ahora ya había vuelto junto a Langdon.

—¿Le estoy entreteniendo, profesor?

—No, señora —dijo Langdon, escondiendo de nuevo el reloj bajo la manga—. Es sólo que estoy extremadamente preocupado por Peter.

—Lo entiendo, pero le aseguro que lo mejor que puede hacer para ayudar a Peter es ayudarme a entender la forma de pensar de su captor.

Langdon no estaba tan seguro, pero tenía la sensación de que no iría a ningún sitio hasta que la directora de la OS hubiera obtenido la información que deseaba.

—Hace un momento —dijo Sato—, ha sugerido usted que esta Rotonda es de algún modo «sagrada» en relación con esos antiguos misterios.

—Sí, señora.

—Explíqueme por qué.

Langdon sabía que debía ser lo más conciso posible. Había dedicado semestres enteros al simbolismo místico de Washington, y sólo en ese edificio había un listado de referencias místicas casi inagotable.

«Norteamérica tiene un pasado oculto.»

Cada vez que daba clase sobre la simbología de Norteamérica, sus alumnos se quedaban estupefactos al descubrir que las auténticas intenciones de sus padres fundadores no tenían nada que ver con lo que proclamaban tantos políticos actuales.

«El destino que habían planeado para Norteamérica se ha perdido en la historia.»

Los fundadores de esa ciudad inicialmente la llamaron «Roma». A su río lo llamaron Tiber, y erigieron una capital clásica repleta de panteones y templos, todos adornados con imágenes de los grandes dioses de la historia: Apolo, Minerva, Venus, Helio, Vulcano, Júpiter... En su centro, al igual que en muchas grandes ciudades clásicas, los fundadores levantaron un tributo perdurable a los antiguos: el obelisco egipcio. Ese obelisco, más alto incluso que el de El Cairo o el de Alejandría, se elevaba hasta los ciento setenta metros, más de treinta pisos, en homenaje al fundador semidiós de quien esa ciudad tomó su nuevo nombre.

«Washington.»

Ahora, siglos después, a pesar de la separación de Iglesia y Estado en Norteamérica, ese edificio estatal seguía repleto de un simbolismo religioso ancestral. Había más de una docena de dioses en la Rotonda; más que en el propio Panteón de Roma. Aunque, claro está, el Panteón romano había sido convertido al cristianismo en el año 609, nunca había sucedido lo mismo con
este
otro panteón; los vestigios de su verdadera historia seguían siendo evidentes a simple vista.

—Como quizá sepa —explicó Langdon—, esta Rotonda fue diseñada como tributo a uno de los santuarios romanos más venerados. El templo de Vesta.

—¿El de las vírgenes vestales? —Sato no parecía muy convencida de que las virginales guardianas romanas de la llama tuvieran nada que ver con el edificio del Capitolio.

—El templo de Vesta en Roma —prosiguió Langdon— era circular y, en el suelo, había una abertura a través de la cual una hermandad de vírgenes se encargaba de mantener encendida la llama del sagrado fuego.

Sato se encogió de hombros.

—La Rotonda es circular, pero no veo ninguna abertura en el suelo.

—No, ya no, pero durante muchos años en el centro de esta sala había una gran abertura, precisamente donde ahora está la mano de Peter —Langdon señaló el suelo—. De hecho, todavía se pueden ver las marcas de la reja que impedía que la gente cayera dentro.

—¿Cómo? —inquirió Sato mientras escudriñaba el suelo—. Nunca había oído eso.

—Parece que tiene razón —Anderson señaló el círculo de pequeñas piezas metálicas visibles allí donde antes habían estado los postes—. Las había visto antes, pero no tenía ni idea de lo que eran.

«No es usted el único», pensó Langdon, imaginando los miles de personas, entre ellas famosos legisladores, que cada día cruzaban la sala sin tener ni idea de que antaño se habrían precipitado a la cripta del Capitolio, que estaba en el nivel inmediatamente inferior al suelo de la Rotonda.

—En un momento dado —les siguió explicando Langdon—, decidieron cubrir el agujero del suelo pero, durante un tiempo, quienes visitaban la Rotonda podían contemplar el fuego que ardía dentro.

Sato se volvió.

—¿Fuego? ¿En la Rotonda del Capitolio?

—Más bien una antorcha grande, en realidad. Una llama eterna que ardía en la cripta que hay debajo. Era visible a través del agujero, lo que convertía esta sala en un moderno templo de Vesta. Este edificio tenía incluso su propia virgen vestal, una empleada federal llamada «guardiana de la cripta», que mantuvo la llama encendida durante quince años, hasta que la política, la religión y los daños que causaba el humo extinguieron la idea.

Tanto Anderson como Sato parecían sorprendidos.

Hoy en día, el único recordatorio de la llama que antaño había ardido era la estrella de cuatro puntas que había incrustada en la cripta subterránea, un símbolo de la llama eterna de Norteamérica que tiempo atrás había iluminado los cuatro rincones del Nuevo Mundo.

—Entonces, profesor —dijo Sato—, ¿en su opinión, el hombre que ha dejado aquí la mano de Peter sabe todo eso?

—Está claro que sí. Y mucho, mucho más. Esta sala está llena de símbolos que reflejan la creencia en los antiguos misterios.

—¿Una sabiduría secreta? —dijo Sato con algo más que leve sarcasmo en su tono de voz—. ¿Conocimientos que permiten adquirir al ser humano poderes divinos?

—Sí, señora.

—Eso no encaja demasiado con los principios cristianos de este país.

—Eso parece, pero es cierto. A esta transformación del hombre en dios se la llama «apoteosis». Tanto si lo ha advertido como si no, ese tema, la transformación del hombre en dios, es el elemento central del simbolismo de esta Rotonda.

—¿Apoteosis? —Anderson se volvió sobresaltado. La palabra le sonaba.

—Sí. —«Anderson trabaja aquí. Sabe a qué me refiero»—. La palabra «apoteosis» significa literalmente «transformación divina»: la del hombre que se convierte en dios. Proviene del griego antiguo:
apo
(«convertirse») y
theos
(«dios»).

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