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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (46 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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A Norbano eso lo sorprendió por completo. Ya se sabe, los hombres buenos que ponen a sus ancianas madres en pedestales psicológicos no saben nada de las mujeres de verdad. Lo más parecido a ellas que llegan a conocer son unas fulanas emperifolladas y ávidas de glamour que fingen que tales hombres son maravillosos.

—Estoy harta de que me utilicen. —Un golpe de izquierda a derecha—. Harta de que jueguen conmigo. —Un golpe de derecha a izquierda—. Harta de que un malvado canalla manipulador me arruine la vida…

—Déjalo ya, Maya —protesté inútilmente.

Norbano estaba recibiendo el castigo por todos los hombres que había habido anteriormente en la vida de mi hermana, hasta por su marido, y sin duda también por Anácrites, cuyo acoso la había conducido hasta Britania. Mientras él se tambaleaba bajo aquella lluvia de golpes, yo me acerqué y tiré de mi hermana hacia atrás para alejarla de Norbano. Petronio no hizo ningún intento por calmarla. Creo que se estaba riendo.

—¡Se escapa! —chilló Helena cuando Norbano aprovechó su oportunidad.

Petro y yo soltamos a Maya. Norbano se lanzó hacia Helena. Ella blandió la antorcha contra él. Él hizo saltar la ardiente tea por los aires. Al tratar de evitarlo, Helena soltó una palabrota, algo inusitado en ella, y volvió a gritar—: ¡Se va a escapar!

—¡No de mí! —Maya había encontrado y alzado la ballesta, preparada para disparar. Entonces quitó el dispositivo de seguridad, apretó el gatillo y alcanzó a Norbano en la espalda.

LVII

El retroceso la hizo trastabillar, pero de algún modo consiguió no caerse. Se quedó boquiabierta y soltó un grito ahogado de horror. Aún sostenía el arma, alejándola de ella, como si le aterrorizara que fuera a disparar otra flecha. Por un momento nadie más pudo moverse.

Norbano estaba en el suelo. Centenares de derrotados miembros de las tribus de aquella provincia podían atestiguar que sólo hace falta el impacto directo de una sola flecha de la artillería romana. Ni siquiera comprobamos que diera muestras de estar vivo.

—¡Oh! —susurró Maya.

Suelta eso —murmuró entonces Helena—. No se va a disparar otra vez.

Maya vaciló al bajar el arma. Petronio se acercó a su lado. Él parecía estar más impresionado que nadie. Claro que, si estábamos en lo cierto acerca de sus sentimientos, la luz de su vida acababa de demostrar una personalidad aterradora. Cogió el arma que ella tenía agarrada sin fuerza y me entregó a mí el mortífero aparato.

—Tranquila —le dijo con dulzura. Sabía que estaba conmocionada—. No pasa nada.

Maya estaba temblando. Por una vez, su voz apenas fue audible.

—¿No?

Petronio esbozó una sonrisa y le dirigió una mirada de arrepentimiento.

—Estoy aquí, ¿no es cierto?

Allí fue cuando Maya dejó escapar un entrecortado sollozo y se derrumbó en sus brazos. Creo que aquella fue la primera vez, al menos desde que se hizo mujer, que vi a mi hermana permitiendo que otra persona la consolara. Petro la envolvió en su propia capa con ternura y luego la abrazó.

La mirada de Helena se encontró con la mía y ella se enjugó una lágrima. Entonces señaló el cadáver y dijo, articulando, para que le leyera los labios:

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Decirle al gobernador que hace falta retirar el cadáver de un rufián.

Respiró hondo. Helena siempre se enfrentaba a una crisis con pensamiento logístico.

—No debemos contarle a nadie, nunca, quién lo mató.

—¿Y por qué no, eh? ¡Estoy orgulloso de ella!

—No, no —terció Petronio—. Los niños aún tienen que hacer frente a la muerte de su padre. No les hace ninguna falta saber que su querida mamá se dedica a dejar secos a mafiosos profesionales las tardes de paseo.

La querida mamá forcejeó tratando de liberarse de su envolvente apretón.

—Déjalo —dijo él—. No voy a soltarte. —Maya se quedó quieta. Clavaron su mirada el uno en el otro. Petro bajó la voz— Creí que te había perdido, Maya.

—¿Y eso hubiera importado? —le preguntó ella.

—Casi nada —observó Petronio Longo, que normalmente no era dado a conceptos poéticos—. Bueno… tal vez lo suficiente como para romperme el corazón.

LVIII

Él la miró fijamente. Ella no dijo nada. Maya era así.

—¿Y qué me dices d e ti? —se atrevió a inquirir Petronio—. Suponte que fuera yo el que hubiese desaparecido…

—Cállate —dijo Maya. Entonces hundió el rostro en el pecho de Petro y lo abrazó con fuerza entre sollozos. Petronio inclinó la cabeza de modo que sus rostros quedaron muy próximos cuando ella levantó de nuevo la mirada.

No había duda de que Maya había preparado aquel discurso con anterioridad:

—Me llevé a los niños por el río para pasar un rato con ellos y hablar de cuando volvamos a casa —dijo—. Y ahora tengo que hablar contigo.

—Estoy dispuesto a escuchar —replicó Petronio. No era del todo cierto. Por el contrario, la manera que ese granuja tenía de escuchar era demostrarle a Maya que le gustaba muchísimo besar.

Helena me dio un fuerte golpe en las costillas, como si creyera que me estaba riendo. Ni en broma. Acababa de ver cómo mi mejor amigo se lanzaba a una vida llena de riesgo y cómo mi hermana se avenía a ello. Por ambas razones estaba demasiado impresionado para mofarme.

Finalmente salimos fuera. Los legionarios estaban empezando a retirarse. A los prisioneros ya se los habían llevado. Le dije a Silvano entre dientes que Norbano Murena estaba muerto. Discutimos qué hacer con el cadáver.

—¿En qué sentido va la marea?

—Está bajando –dijo.

—¿El reflujo? Eso irá bien.

Silvano entendió lo que quería decir. Nos prestó a un par de muchachos para la tarea. Petronio y yo volvimos a entrar en el almacén con ellos y sacamos de ahí a Norbano, agarrándolo uno por cada extremidad. Llevamos el cuerpo hasta el borde del muelle, justo debajo de lo que Hilaris había llamado en una ocasión el puente provisional permanente. Lo balanceamos todos juntos unas cuantas veces para coger el ritmo y lo soltamos. Norbano Murena se deslizó una corta distancia por encima del Támesis y luego cayó al agua. No le habíamos puesto ningún lastre. Nadie quería que se quedara por ahí, en la zona del puerto, y que un día volviera a salir a flote. Mejor que la corriente lo arrastrara hasta el estuario y lo hiciera encallar en el lodo de los pantanos.

Si aquella ciudad se convertía algún día en una gran metrópolis, habría un montón de cadáveres que acabarían en el río. Mediante el juego sucio o la tragedia, Londinium sería un gancho para los ahogados. Algunos de ellos podrían incluso terminar flotando en el agua por accidente. Durante los siglos venideros aquel gran río vería muchos: a los muertos recientes, a los que habían muerto hacía tiempo, y en ocasiones a los vivos, personas ebrias de alcohol o angustiadas o quizá simplemente descuidadas, todos ellos empujados al olvido por las fuertes y oscuras corrientes. Norbano podía sentar un precedente.

Mientras observábamos cómo se tambaleaba y desaparecía, llegó el procurador Hilaris, ansioso por examinar su dañada embarcación. Hacía años que la tenía (yo mismo la había tomado prestada alguna vez); la utilizaba para navegar a lo largo de la costa sur rumbo a sus casas de Noviomago y Durnovaria. Maya se acercó corriendo para explicar lo sucedido durante la tormenta. Petronio se pegó a ella. Vi a Maya enroscar su mano en la de él. Ya no podían soportar estar separados.

Pusimos a Hilaris al día acerca de los malhechores. Él no hizo ningún comentario sobre lo que le había ocurrido a Norbano, aunque debió de haber visto las medidas que tomamos para deshacernos del cuerpo.

—¡Bueno, has limpiado la ciudad, Marco! Sabía que podía confiar en ti. —Sus palabras parecían frívolas, pero cualquiera que pensara eso lo subestimaría—. Y gracias, Petronio.

—Perdimos a Florio —dijo Petro con desánimo—. De alguna forma se nos ha escapado.

—Podemos buscarlo. ¿Alguna idea?

—Puede que cambie sus planes ahora que tanto nos hemos acercado a él, pero habló de regresar a Italia. Esta noche hemos mantenido el río acordonado. No se permitió que nada se moviera por el agua. No puede haber zarpado aún.

Maya puso cara de sorpresa.

—¡Oh! Hubo un barco que sí fue río abajo, Lucio, justo antes de que el nuestro tomara tierra aquí. No llevaba luces, pero lo vimos gracias a las balizas que llevábamos nosotros. El capitán soltó una maldición porque estuvo a punto de chocar con él.

Petronio dijo una palabrota y Flavio Hilaris dejó escapar un gruñido.

—Estos gángsters, además de descaro, gozan de una influencia increíble…

—Dinero —afirmó Petro para explicar cómo lo habían logrado.

Hilaris se planteó si ordenar una persecución, pero era demasiado tarde y estaba demasiado oscuro. Al día siguiente ya se registrarían todos los riachuelos, playas y desembarcaderos desde allí hasta el gran océano del norte.

—¿Un barco? —le preguntó Petro a Maya para verificarlo. Ella movió la cabeza afirmativamente—. ¿Puedes describirlo?

—Un barco, simplemente. Bastante grande. Llevaba un montón de carga amarrada en la cubierta, por lo que pude ver en la oscuridad. Tenía remos y un mástil, pero iba deslizándose en silencio.

—¿Por casualidad no sabrás cómo se llamaba la embarcación?

Mi hermana le dedicó a su ídolo una sonrisa burlona.

—No. Pero deberías hablar con Mario. A mi hijo mayor —le explicó alegremente al procurador— le encantó la experiencia de navegar. Te estoy muy agradecida por haberla hecho posible. Mario ha estado reuniendo nombres de barcos en una tablilla de notas especial…

Petronio le dio un golpecito con el puño por haberle tomado el pelo y el gobernador y él sonrieron esperanzados.

—Mandaré una sena1 al otro lado, a la Galia —dijo Flavio Hilaris riéndose entre dientes—. Tal vez atraquen allí y sigan por tierra, o quizá rodeen Iberia por mar. Pero cuando ese barco llegue a Italia, todos los puertos de la costa estarán avisados de antemano.

—Buena suerte entonces —Petronio era optimista—. Pero me temo que te hará falta alertar a todos los puertos del Mediterráneo. Florio tiene que mantener sus vínculos con Italia; su verdadera fortuna está ligada a su esposa. Pero aquí ya habrá hecho dinero suficiente para sobrevivir como un renegado durante largo tiempo… Podría ir a cualquier parte. —Petro se lo estaba tomando francamente bien—. Algún día volverá a nosotros y yo estaré esperándole.

—Confío plenamente en ello —le susurró Hilaris.

Petronio Longo se quedó mirando río abajo.

—Está por ahí. Al final lo atraparé.

Por cortesía tuvimos que esperar a que Flavio Hilaris examinara las condiciones de su dañada embarcación y luego hablara con los soldados. Petro y Maya se sentaron juntos en un proís, con las manos entrelazadas.

Yo me quejé a Helena.

—No estoy seguro de que pueda enfrentar un viaje de vuelta a casa de casi dos mil kilómetros con esos dos comportándose como si fueran dos adolescentes embobados mirando las estrellas.

—Alégrate por ellos. De todos modos, tendrán que ser discretos con cuatro niños entrometidos mirando.

Yo no estaba muy seguro de eso. Estaban ensimismados el uno con el otro; no les importaba.

Los soldados ya habían retirado las barreras, así que los miembros del público podían ir y venir a su antojo. La actividad militar había atraído hasta allí a una muchedumbre. Un vagabundo, uno de los ingenuos aspirantes que se congregaban en aquella provincia fronteriza, se acercó paseando y decidió que yo era un amigo apropiado para un hombre de su demente condición.

—¿De dónde eres, legado?

—De Roma.

Me miró fijamente desde algún vago mundo particular.

—Italia —dije yo. La necesidad de dar explicaciones me crispó, aunque sabía que era un marginado. Iba hecho un asco y daba muestras de estar enfermo, pero actuaba como si reconociera en mí a un espíritu afín.

—¡Ah, esa Roma! —murmuró el vagabundo con nostalgia—. Estaría bien ir a Roma. —Nunca iría a Roma. Nunca había querido ir.

—Es la mejor —coincidí.

Me había hecho pensar en Italia. Me acerqué a Helena y la abracé. Quería regresar a la residencia y ver a mis dos hijas. Y después, lo más pronto posible, quería volver a casa.

LIX

Cualquier buen informante lo aprende: no te relajes nunca. Luchas para crear un caso viable. Tiene fallos; siempre los tienen. En el nuestro había un agujero enorme: uno de nuestros objetivos flotaba muerto en el Támesis, pero el otro sospechoso, el principal, había escapado.

Petronio Longo se mostraba ansioso por abandonar Britania en el próximo barco disponible que saliera de Rutupiae. Tenía motivos personales que requerían su presencia en Ostia, pero, claro está, su intención era encontrarse allí donde Florio reaparecería. Pensando en la cuestión de Florio, el gobernador le concedió un pase para el servicio de correos imperial. En reconocimiento de las exigencias del amor, lo hizo extensivo a Maya y a los niños y luego se sintió obligado a incluirnos a Helena y a mí. Estupendo. Un viaje rápido nos convenía a todos nosotros.

Sin embargo, cuando nos preparábamos para partir hacia Roma, nos falló un testigo clave. Lo estábamos haciendo bien en algunos sentidos. El propio éxito público del ataque a la banda en la aduana había impresionado a los lugareños. Como resultado de ello Frontino pudo obtener declaraciones de algunos taberneros sobre la extorsión, declaraciones que Petro llevaría consigo y utilizaría en caso de juicio. Asimismo, un comunicado formal de Julio Frontino en persona podría ser leído ante el tribunal si algún día Florio era entregado a la justicia. Eso estaría muy bien. Pero ya habíamos perdido a Cloris. Sus compañeras sólo podían atestiguar que Florio las había presionado, cosa que (al margen de su dudosa posición como gladiadoras) un buen abogado echaría por tierra llamándolo «legítimo ejercicio de un negocio». Cualquier tribunal romano envidiaría la habilidad para ganar dinero. Como los miembros del jurado luchaban para mantenerse a flote en medio de sus préstamos y sus acreedores, Florio les parecería un ciudadano ejemplar. Lo absolverían.

Nuestra única prueba condenatoria contra él era la afirmación de la camarera según la cual Florio, en La Lluvia de Oro, había ordenado a Piro y a Ensambles arrojar a Verovolco al pozo. Yo podía decir que lo había visto matar a Cloris, pero, ¿acusarle de asesinar a una gladiadora en la arena? Perdón. ¡Caso desestimado!

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