Read El mito de Júpiter Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (41 page)

BOOK: El mito de Júpiter
3.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Elia Camila admitió con preocupación que le había dado permiso a Maya para utilizar la embarcación del procurador. El barco, una sólida barcaza de fondo plano capaz de navegar hasta la costa, no estaba amarrado. La tripulación tampoco se encontraba.

Localizamos a Petronio. Su reacción inmediata fue la de ponerse hecho una furia conmigo por «darle» tanta libertad a mi hermana.

—¡Vamos, no seas ridículo! —Aterrado por ella, yo también monté en cólera—. Maya hace lo que quiere. Nunca me escucha, ni a mí ni a nadie. Si tratara de detenerla con el patético argumento de ser su guardián, aún se comportaría de una forma más desafiante… y es probable que primero me pegara un puñetazo en el ojo.

—Se ha puesto en el lugar equivocado de forma involuntaria— murmuró Helena—. Ella no sabe con quién está tratando.

—Tengo miedo de su reacción —gruñó Petro—. Maya dirá lo que piensa, y las confrontaciones agresivas con criminales violentos son condenadamente peligrosas. Si la maltratan… —se calló de repente.

—Puede que Norbano siga siendo encantador —trató de tranquilizarlo Helena. La idea de que Maya estuviera disfrutando de una cita amorosa con Norbano no nos produjo ninguna alegría ni a Petro ni a mí—. De todas formas, Lucio, no los encontraste en la villa. Piensa que está a salvo. Quizá a Norbano le gusta de verdad.

—Lo preparó todo. —La reacción de Petro fue más sombría—. La estaba utilizando como cebo desde el principio.

—Florio. —Yo iba por delante de él. Bueno, era obvio—. Norbano la abordó porque era un desconocido. Florio tenía que mantenerse a distancia; podrían haberlo reconocido. Pero Florio está detrás de este asunto. Norbano podía visitar al gobernador sin ningún peligro. Al principio se trataba de averiguar qué sabía Frontino sobre la banda de chantajistas Júpiter, pero cuando se te identificó como miembro de los vigiles, Petro…

—¡El imbécil del gobernador tendría que haberse callado la boca! Era lógico que Floro comprendiera enseguida que si quería culminar con éxito su operación britana tendrían que quitarme de en medio.

Estuve de acuerdo.

—Florio planeó todo esto con mucho cuidado como medio para llegar a ti. En cuanto supieron que sentías afecto por Maya, supieron qué hacer.

—El arpista —dijo Helena—. Lo trajeron para que espiara … y no debió de tardar mucho en enterarse de que Petro estaba muy unido a Maya y a sus hijos. Los niños no dejaban de hablar de ti, Lucio.

—La preocupación que más comentaban los chiquillos era el motivo por el que habías desaparecido, cuando estabas de incógnito —refunfuñé—. La banda tuvo que entender inmediatamente el porqué. Puede que hayan sobornado a las mal concebidas tropas de Londinium, pero tu ya eras otro cantar.

—Y podían llegar a ti a través de Maya —dijo Helena.

Petronio lo negó con la cabeza.

—No veo por qué tendrían que pensar eso.

—No te engañes —repliqué lacónicamente.

—Ella me trata como…

—¡Oh, vamos, no seas burro! Todos sabemos lo que pasa. De todas formas, el arpista la vio ir a tu habitación aquella noche.

—¿Qué? —Helena clavó en mí unos ojos acusadores. El mismo Petronio, que normalmente se mostraba relajado, se mordió la lengua y no hizo ningún comentario, pero su enojo era evidente. Ahora los dos sabían que yo fui testigo. Mi discreción sobre el incidente no me valió ninguna corona de laurel.

Conteniendo su furia, Petronio trató de quitarle importancia.

—Sólo fue una aventura…

Ahora le tocaba a Helena perder los estribos.

—¡Por Juno! Lucio Petronio, ¿cómo puedes tener tan pocas esperanzas? Todo el mundo ve muy claro lo que Maya siente.

Él lanzó una mirada fulminante.

—Yo no.

—¡Vaya, en ese caso déjame que te lo explique! –Helena empezó a dar vueltas por la habitación. Tenía los nervios a flor de piel y estaba sumamente preocupada por Maya—. Bebes demasiado, flirteas demasiado, tienes un trabajo peligroso –dijo de un tirón—. Supones un riesgo para una mujer que desea vivir bien, pero Maya Favonia suspira por correr ese riesgo. Tú debes de ser el hombre más excitante que la ha cortejado nunca. —Petronio parecía asustado. Helena lo hizo bajar de las nubes—: ¡Y ha habido muchos! Maya te quiere, pero no desea que la defraudes. Sus hijos te quieren, pero ella no desea que los decepcionen. Y ahora, si no haces algo —añadió Helena con más calma, parándose en seco—, morirá por tu culpa.

—Eso no sucederá.

—¿Entonces por qué —exigió saber Helena, furiosa— estás ahí sentado sin hacer nada?

—Porque así es el juego —respondió Petronio lisa y llanamente. Él estaba, en efecto, sentado (en una silla que Maya había usado a menudo). Tenía el rostro crispado, pero la noche anterior debía de haber dormido y yo lo había visto peor en muchas otras ocasiones. En tono grave, explicó—: La entregarán y me cogerán a mí a cambio. pero primero Florio tiene que juguetear conmigo. —Tenía razón. Florio lo humillaría y lo torturaría con el miedo por Maya. Sólo entonces Florio lo pescaría a él—. Si no sufro no tiene gracia. Estoy aquí sentado porque ahora tengo que esperar a que ese cabrón mande instrucciones.

Petronio se quedó muy callado y tranquilo. Sabía muy bien lo que le aguardaba si se entregaba a la banda de Florio. Con Maya en juego, se sacrificaría.

LI

Nos dejaron un día y otra noche para que sufriéramos.

Mientras esperaba el próximo mensaje, Petronio se quedó en la residencia. Comía frugalmente, descansaba y de vez en cuando afilaba su espada. No le permitirían utilizarla. Lo querrían desarmado. Aquella rutina obsesiva no era más que el método del antiguo legionario para no volverse loco antes de la acción. Yo hacía lo mismo.

Vivía mis propias tensiones. Desde el momento en que Helena comprendió lo grave que la situación era para Petronio, me hizo responsable de salvarlo. Sus ojos oscuros me suplicaron que hiciera algo. Tuve que apartar la mirada. Si hubiera habido algo que yo hubiese podido hacer, ya estaría hecho.

Por fin los círculos oficiales entraron en acción. No estaba del todo seguro de si lo aprobaba, pero era tranquilizador que hubiera algún movimiento independiente del de los gángsters. El gobernador asumió personalmente el control. Hizo que, sin llamar la atención, los soldados registraran todos los lugares que se supiera que estaban relacionados con el imperio de Júpiter. A diferencia de las habituales y ruidosas redadas dirigidas por organismos gubernamentales, las tropas iban en pequeños grupos y tan sólo les faltaba llevar zapatillas de piel para amortiguar sus pisadas. Uno después de otro, examinaron con minuciosidad todos los bares y demás locales abiertamente relacionados con los matones. La casa de Norbano y la villa río abajo ya habían sido inspeccionadas y precintadas.

Al reconstruir las pruebas del
modus operandi
de la banda, a Frontino le pareció que solían reunir sus ganancias en el almacén que había en el muelle por razones de seguridad, luego Florio acudiría desde la villa para transportarlas río abajo en su pequeño bote. Era probable que una embarcación mayor, transoceánica, entrara en el estuario y cargara a bordo los cofres de dinero en el embarcadero de la villa antes de zarpar rumbo a Italia. Puesto que el grupo de búsqueda de Petro no había encontrado nada en la villa la noche anterior, la embarcación debía de haber salido muy recientemente y no habría llegado aún a Roma. La armada, la pomposamente llamada Flota Britana que patrullaba las aguas del norte, había sido puesta sobre aviso, aunque bien pudiera ser demasiado tarde para interceptar el último envío. Se había formado un cordón entre Britania y la Galia aunque, siendo realistas, la banda ya podría haberlo atravesado sin ser detectada. Se mandó un mensaje a casa para los vigiles. Tanto Roma como Ostia estarían alerta. Sería una agradable ironía si Florio y Norbano caían acusados de cargos relativos a las tasas de importación. Pero el castigo consistiría tan sólo en una cuantiosa multa, de modo que eso no le convendría a Petronio.

Sabíamos que Florio aún se hallaba en Britania. Suponíamos que Norbano también. La idea que más apoyaba Petro era la de detenerlos en el almacén donde habían matado al panadero. Sus contactos de la aduana decían que lo habían abandonado, pero él se aferraba a su teoría. El gobernador creía que podría apresar a esos piratas en el burdel. Estaba convencido de que sería allí donde, en el último minuto, intercambiarían a mi hermana por Petronio.

—Parece razonable —asintió Petronio en su tono seco. Me miró con una expresión que yo recordaba de cuando años atrás, en nuestra época en las legiones, los centuriones nos proporcionaban una información de la que desconfiábamos. El creía que el gobernador se equivocaba. Florio ya sabría que Petronio había mantenido el burdel bajo vigilancia; no era probable que volviera a aparecer por allí.

Petronio y yo seguimos esperando en la residencia. Habíamos dejado de afilar nuestras espadas.

El próximo mensaje llegó a media tarde. En esa ocasión no se sirvieron de Popilio, sino de un carretero que saltó de una carreta de reparto que pasaba y que agarró al mayordomo de la residencia por el cuello de la túnica. En un ronco susurro, le dijo al esclavo: —¡El cambio será en los Baños de César! Longo tiene que estar allí dentro de una hora. Díselo… solo y desarmado. ¡Si intenta cualquier cosa lo pagará la mujer! —El hombre desapareció y dejó al mayordormo casi dudando de que hubiera sucedido algo. Por suerte aún fue lo bastante sensato como para informar de ello enseguida.

De ninguna manera Petro iba a ir solo. Tampoco podía ir desarmado. Era un tipo corpulento, con una complexión inconfundible; habíamos descartado la posibilidad de mandar un señuelo. No había más que hablar.

Los gobernadores provinciales no se ponen firmes de un salto sólo porque algún delincuente dé la orden. Julio Frontino analizó las pruebas con cautela antes de decidir también que aquello iba en serio.

—El lugar está lejos del río, si intentan darse a la fuga. Pero está cerca de la casa de Norbano; tal vez escondieron a Maya Favonia en algún lugar que se nos pasó por alto. –Se irguió—. Tal vez estuviera en esos baños, o en el bar de al lado desde el principio.

Petro y yo no hicimos caso. Sabíamos que no nos iban a mandar directamente al lugar donde tenían retenida a Maya. A Petronio lo harían acudir a un lugar de encuentro, tal vez pasando por varias paradas, y luego llevarían a Maya al último punto, en caso de que la banda creyera que la situación no entrañaba peligro.

—Me gustaría situar a un grupo de búsqueda en esos baños. —Afortunadamente, Florio se dio cuenta por sí mismo de que eso lo pondría todo en peligro—. Tenemos el tiempo justo para reunir al grupo de apoyo en el lugar —nos dijo—. Estaremos listos y en posición antes de que vosotros dos lleguéis.

Asentimos con un movimiento de la cabeza. Ambos conservábamos nuestra anterior expresión de escepticismo en el rostro. Vi que Helena nos miraba con curiosidad.

Cuando ya había pasado casi una hora, Petronio y yo nos peinamos como si fuéramos dos chicos que van a una fiesta, revisamos los cinturones y las correas de las botas y, con aire de gravedad, nos hicimos el uno al otro el saludo del legionario. Salimos juntos, uno al lado del otro. Detrás de nosotros, a una distancia prudencial, venía Helena en la silla de manos de su tia que llevaría a Maya de vuelta a casa si lográbamos realizar el intercambio. Mi papel consistía en observar cuanto ocurriera y encontrar la manera de rescatar a Petro inmediatamente después del cambio.

Caminamos con paso seguro, hombro con hombro. No nos fijamos demasiado en si nos seguían u observaban; sabíamos que los hombres del gobernador andarían pisándonos los talones y suponíamos que la banda también tendría observadores. Íbamos a un paso que diera tiempo a que los mensajeros nos atraparan. Fue lo que sucedió en cuanto doblamos a la izquierda, en el Decumano, cuando nos dirigíamos hacia el puente para cruzar el arroyo.

Fue el perrero el que nos salió al paso. Inconfundible, con su jauría de perros callejeros flacos y sarnosos corriendo alrededor de sus piernas.

—¿Quién de vosotros es Petronio?

Nos detuvimos y Petro admitió con educación que ése era su nombre.

—Entonces escucha esto. —Los sabuesos nos acariciaron con sus largos hocicos, y con sus babas nos mojaron ligeramente las túnicas y las tiras de las botas—. Me encargaron que te dijera: «El punto de encuentro ha cambiado. Ve a La Lluvia de Oro». ¿Tiene sentido?

—¡Oh, sí! —Petronio casi se puso contento. Me había apostado que la primera cita sería un farol. Por suerte yo me mostré de acuerdo, de modo que no perdí dinero. Ya nos estábamos jugando bastante.

El gobernador y sus hombres estarían esperando por los alrededores de los Baños de César, tratando de esconderse detrás de las balizas y los abrevaderos. Petronio se vería obligado a abandonar el apoyo y meterse en problemas en algún qne otro lugar.

Ejecutamos un giro de infantería en dos etapas rápidas. Cualquiera que nos estuviera viendo habría quedado impresionado por nuestra precisión al marchar. Entonces, en vez de ir hacia el noroeste nos dirigimos al sudeste. Volvimos atrás y pasamos junto a la silla de manos, uno por cada lado, y saludamos educadamente a Helena mientras ella se nos quedaba mirando preocupada.

—Nuevo destino. No te preocupes por nosotros. Ya nos lo esperábamos.

Luego pasamos junto a un tipo atribulado, el hombre del gobernador que nos seguía, que trataba de hacerse invisible en un portal mientras le entraba el pánico debido a nuestro cambio de planes.

—¡Ahora toca ir a La Lluvia de Oro! —anunció Petro en voz alta, con la esperanza de que aquel hombre se diera cuenta de que no volvíamos a casa a por un pañuelo del cuello que se nos había olvidado: alguien debía informar al gobernador de que las cosas eran más complicadas de lo que él había previsto. Podría ser que aún nos mandaran varias veces más a sitios distintos.

Llegamos a la estrecha carretera lateral por la que habíamos de meternos y enseguida nos detuvimos a la entrada del camino que llevaba a la mugrienta taberna. No estaba iluminado y en él reinaba el silencio. A mitad del camino distinguimos La Lluvia de Oro, cuya puerta quedaba perfilada por el tenue brillo de las lámparas de aceite. Nos quedamos ahí, parados, observando. No se produjo ningún movimiento.

Nos vimos entonces en un aprieto que ambos temíamos: atascados en el extremo de un callejón desierto mientras anochecía rápidamente, con la certeza de que alguien nos estaba esperando en algún lugar de esa callejuela con la intención de sorprendernos y matarnos. Se trataba de una emboscada. Tenía que serlo. Ese tipo de situaciones siempre lo son.

BOOK: El mito de Júpiter
3.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Witness to Life (Ashland, 2) by Terence M. Green
Heft by Liz Moore
A Dove of the East by Mark Helprin
Rank by D. R. Graham
And the Band Played On by Christopher Ward
A Promise for Spring by Kim Vogel Sawyer