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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (42 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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LII

Era un atardecer tranquilo, con una capa de nubes que todo lo cubría. Hacía fresco. La tormenta había hecho descender la bochornosa temperatura, aunque todavía se podía ir sin capa cómodamente. Sin embargo, la humedad empezaba a imperar. La neblina del cercano río y de los pantanos nos dejaba la piel y el pelo pegajosos. En Britania y a finales de agosto la caída de la noche varía según el clima. De haber hecho buen tiempo aún tendríamos mucha luz. Pero se avecinaba lluvia en las inmediaciones. En la angosta entrada escudriñamos en medio de la oscuridad las sombras que podían estar al acecho.

Petronio se sorbió los dientes y soltó una maldición.

—¡Típico!

El callejón parecía no tener salida. No me acordaba. Yo sólo había ido y venido por un mismo sitio.

—Estoy nervioso.

—Yo también.

—Te toca salir a escena.

Se quedó pensando un momento.

—Tendrás que esperar aquí y cubrir este cruce. Si entramos los dos no quedará ninguna salida a nuestras espaldas.

—Entonces quédate a la vista todo el tiempo que puedas.

—Me harán entrar en el bar.

—No, no entres a menos que hagan salir a Maya. –Sabía que no me haría caso si creía que ella estaba dentro.

No hicimos ningún movimiento.

Los edificios adyacentes se hallaban sumidos en la oscuridad. Era difícil saber si se trataba de viviendas o locales comerciales. Ante la ausencia de terrazas para tomar el sol o balcones con jardineras en los que haraganear, la población había desaparecido igual que las navajas en la arena. No estaba presente ninguno de los aromas que hubiera esperado percibir en Roma. Ni resinas, ni hierbas aromáticas, ni guirnaldas de flores o sutiles aceites de baño invadían aquellas frías calles. Tampoco parecían estar funcionando ni los hornos de la panadería pública ni las parrillas de las viviendas. Al mirar detenidamente la hilera de tejados no pude ver otra cosa que tejas combadas y de caballete. Las ventanas estaban cerradas con ajustados postigos de madera. Eché un vistazo atrás. A cierta distancia, por el más ancho camino de carro, vi el palanquín de Helena. Sus porteadores, armados discretamente, estaban en posición, inmóviles. Siguiendo las instrucciones, Helena permaneció oculta tras las cortinas corridas.

—Si te arrojan al maldito pozo, recuerda: aguanta la respiración hasta que yo venga a sacarte.

—Gracias por el consejo, Falco. Nunca se me hubiera ocurrido.

Era una ciudad tranquila. No parecía haber nadie más en la vecindad. No había obreros haciendo adoquines ni batiendo cobre que trabajaran de noche en sus casetas de artesano. Faltaban los viandantes. Allí donde, tras la puesta de sol, Roma hubiera registrado una completa cacofonía de carros de reparto con sus ruedas avanzando pesadamente, sus cargas traqueteando y sus conductores maldiciendo divinamente, Londinium no aplicaba ningún toque de queda y sin embargo permanecía en calma.

Silencio. Silencio, y entonces una fina y deprimente lluvia que arrastraba el viento. Londinium, el lugar donde Petronio y yo habíamos visto lo peor del dolor humano cuando éramos unos jóvenes aguerridos. Lo que antaño fuera desierto de cenizas y sangre, ahora se había convertido en una ciudad de escasas ambiciones e inmenso terror.

—Bueno, aquí estamos de nuevo. Londinium. Este maldito lugar.

—La próxima vez procuraremos no acercarnos.

—Me contentaré con que haya una próxima vez para algo.

—¡Tú siempre tan optimista! —exclamó Petronio con una sonrisa. Entonces, de repente, algún dispositivo oculto en su alma hizo que se decidiera; se puso derecho, me rozó el codo a modo de informal despedida y se fue.

Anduvo con paso tranquilo mientras miraba constantemente a todas partes. No dejó de moverse, pero fue a un ritmo suave. A mitad de camino del bar cruzó de izquierda a derecha y se detuvo al tiempo que se volvía hacia a un lado para observar con detenimiento las paredes de la casa de enfrente. Vi el pálido resplandor de su rostro cuando miró en mi dirección, luego cambió y supe que había dirigido la mirada hacia el otro extremo del callejón. Me dirigí hacia la esquina con la intención de escrutar el otro lado de la calle.

Algo estalló a mi lado desde un alféizar. Mientras me frotaba la cara noté aire, oí ruido, sentí un miedo abyecto. Una vieja, escuálida y horrible paloma gris había levantado el vuelo desde el antepecho de una ventana al verse molestada.

Petronio y yo nos quedamos inmóviles hasta que pasó aquel momento de pánico.

Levanté el brazo. Él me devolvió la señal. Si iban a atacarnos en el callejón tenía que suceder ahora. Pero nada se movió.

Petronio avanzó en silencio hasta la puerta del bar. Volvió a pararse. Accionó el picaporte de la entrada. Debió de ceder. Empujó suavemente para que se abriera la puerta. Una tenue luz procedente del interior lo envolvió. No obstante, nadie apuntó una lanza o arrojó un cuchillo.

—¡Florio! —Petro soltó un inmenso bramido. Lo debieron de oír a tres calles de distancia, pero nadie se atrevió a salir para ver quién era el que desafiaba a ese mafioso—. Florio, soy Petronio Longo. Voy a entrar. Llevo una espada pero no la utilizaré si cumples con tu palabra.

Sumamente nervioso, yo no dejaba de volver la mirada hacia todas partes en busca de problemas. Ahora, pensé yo, ahora saldrán de su escondite y lo atraparán. Esperaba percibir el sonido de una flecha surcando el aire o el rápido movimiento de una sombra al saltar algún observador oculto. Nada se movió.

La puerta de la bodega había empezado a cerrarse. Petronio la empujó con el pie para que se abriera de nuevo. Volvió la mirada hacia mí. Iba a entrar. Aquella podía ser la última vez que lo viera. ¡A la mierda con esa idea! Sin despegarme de la pared empecé a bajar por el callejón para ir tras él.

Petro había desaparecido en el interior. De pronto volvió a salir y su figura quedó perfilada allí, en la puerta, lo bastante cerca como para verme venir.

—Aquí no hay nadie. Absolutamente nadie. Me juego lo que quieras a que Maya no ha estado aquí en ningún momento. Nos han tendido una trampa como a unos idiotas.

Apenas había terminado de hablar cuando nos dimos cuenta de la razón que tenía. Al igual que yo, él también debió de oír ese sonido que conocíamos perfectamente de los viejos tiempos: el bien engrasado silbido de muchas hojas de espada desenvainadas al mismo tiempo.

Ninguno de los dos pensó, ni por un momento; que aquello sería un fácil rescate.

LIII

Si hay algo que me gusta es encontrarme atrapado en un callejón sin salida de una lúgubre provincia en una noche sombría, mientras un desconocido contingente militar se prepara para destriparme.

—Mierda —dijo Petronio Longo entre dientes.

—Mierda en un palo —maticé yo. Teníamos graves problemas. De eso no había duda.

Me pregunté por todo el Hades dónde se escondían. Luego dejé de preocuparme. Fueron saliendo en tropel de ninguna parte hasta llenar el callejón. Los robustos muchachos de rojo se acercaron corriendo hasta nosotros desde, al menos, dos direcciones distintas. Otros se nos echaron encima por la parte trasera del bar. Algunos de ellos saltaron por encima de los barriles de forma llamativa. Unos pocos se escurrieron por ahí, boca abajo, en el suelo. A ninguno de aquellos muchachos le pareció necesario dejarse caer de los aleros o balancearse en un dintel, aunque creo que eso hubiera embellecido el espectáculo. ¿Por qué contenerse? Con tan sólo dos objetivos, ambos sorprendidos y asustados, su oficial habría tenido posibilidades de añadir efectos dramáticos. Dirigido de forma adecuada, el fallecimiento de M. D. Falco y de L. P. Longo podría haber sido una gran función teatral.

En lugar de eso, perezosamente, los soldados se limitaron a empujarnos contra la pared, a gritarnos y a mantenernos quietos colocando sus espadas en lugares que preferíamos que no nos cortaran. Por todo el cuerpo, quiero decir. Petronio y yo soportamos todo aquello con paciencia. Para empezar, sabíamos que se trataba de un gran error por su parte, y por otro lado éramos conscientes de que no teníamos otra elección. Los legionarios se mostraban amenazadores; todos ellos esperaban claramente una excusa para matarnos.

—¡Ojo, muchachos! —Me aclaré la garganta—. ¡Estáis dejando en ridículo a toda vuestra maldita cohorte!

—¿Cuál es vuestra legión? —le preguntó Petro al soldado más próximo.

—La Segunda Adiutrix. —Deberían de haberle dicho que no se comunicara con nosotros. Si lo habían hecho, era vergonzosamente desmemoriado. No obstante, toda cohorte cuenta con algún imbécil que se pasa toda su vida de servicio castigado, comiendo pan de cebada.

—Estupendo. —Petro disfrutaba con su sarcasmo. Eran unos aficionados. Los aficionados pueden ser muy peligrosos.

Fuera cual fuese su vestimenta, sabían cómo conferir el factor urgencia a una noche tranquila en una ciudad sin salida. Petronio y yo observamos y nos sentimos como unos viejos hastiados.

Llegaron nuestros refuerzos. Helena Justina había salido airadamente de su silla de manos y exigió hablar con el oficial al mando. A Helena no le hacía falta formar un tribunal para parecer un general con su toga púrpura. Petronio se volvió hacia mí y alzó las cejas. Ella intervino de inmediato.

—¡Insisto con toda la fuerza en que soltéis a estos dos hombres ahora mismo!

Un centurión apareció de entre la multitud de soldados que correteaban: Crixo. ¡Tenía que pasarnos a nosotros!

—Vete de aquí, señora, o tendré que arrestarte.

—¡No lo creo! –Helena fue tan contundente que vi cómo él retrocedía unos pasos—. Soy Helena Justina, hija del senador Camilo y sobrina del procurador Hilaris. No es que eso me dé derecho a interferir en un asunto militar… ¡pero te aconsejo que seas prudente, centurión! Estos dos son Didio Falco y Petronio Longo y están realizando un trabajo de vital importancia para el gobernador.

—Vete —repitió Crixo. No se fijó en que ella sí que había tomado nota de su rango. Por lo visto su carrera no significaba nada—. Mis hombres están buscando a dos peligrosos criminales.

—Florio y Norbano —dijo Helena con sorna—. Éstos no son ellos… ¡y tú lo sabes!

—Yo seré quien decida eso. —El poder fácil contribuye a los odiosos tópicos.

—Lo sabe perfectamente bien —dijo Petronio en voz alta, arrastrando las palabras—. No te preocupes por nosotros, cariño. Esto es un asunto de hombres. Falco, dile a tu autoritaria esposa que vuelva corriendo a casa.

—Tiene razón, amor —asentí dócilmente.

—¡Entonces me iré a dar de comer al bebé como una matriarca consciente de sus deberes! —replicó Helena dando un resoplido—. No vengas tarde a casa, cariño —añadió con sarcasmo.

Como si el enfurruñarse formara parte de su carácter, se fue de allí furiosa. Deshacerse de la hija de un senador era un problema que los soldados no habían considerado previamente, e incluso aquellos renegados rehusaron hacerlo.

La dejaron marchar. Peor para ellos.

Esperaron hasta que ella se hubo marchado para ocuparse de nosotros. Yo la miré mientras se alejaba. Alta, arrogante y aparentemente dueña de sí misma. Nadie sabría cuán preocupada estaba. Para entonces los soldados habían traído unas antorchas, de modo que la luz se reflejó en su fino y oscuro cabello cuando pasó airada junto a ellos, con un movimiento brusco de la cabeza y volviéndose a echar por encima del hombro uno de los extremos de su ligera estola. Uno de sus pendientes brilló, eran los de oro y granates en forma de lágrima. Se había enganchado en la delicada tela; con gesto impaciente, ella lo soltó con aquellos largos y sensibles dedos que nuestras hijas habían heredado.

A mí se me hizo un nudo atroz en el estómago, que no desapareció hasta que ella se hubo alejado sin problemas. Si aquella era la última vez que la veía, nuestra vida en común había sido buena. Pero me daba muchísima pena pensar en el dolor que ella sentiría si me perdía entonces. Si me alejaban de Helena, mi fantasma regresaría furiosamente desde el averno. Todavía nos quedaba mucho por vivir.

Nunca ocurriría. Petro y yo estábamos acabados. La atmósfera se había vuelto aún más inquietante. Unos rostros jóvenes, sombríos a causa del miedo y la falsa bravuconería, nos miraban fijamente. Aquellos soldados sabían que estaban equivocados. No podían cruzar su mirada con la nuestra. Crixo, el loco cabrón al mando, debió de darse cuenta de que si Petro y yo sobrevivíamos y le explicábamos al gobernador lo sucedido allí esa noche, el juego habría terminado. Se acercó y se quedó frente a nosotros mostrando su fea dentadura.

—¡Estáis muertos!

—Si vas a matarnos, Crixo —dijo Petronio con calma—, al menos dinos por qué. ¿Estás haciendo esto para la banda de Júpiter?

—¡Eres muy astuto!

—¿Florio te ha pagado o te ha presionado? ¿Te dijo que nos mataras? Creía que quería acabar conmigo en persona.

—No pondrá objeciones. —Me pareció que Crixo estaba decidiendo las cosas sobre la marcha. Eso implicaba decisiones precipitadas. Decisiones que para nosotros sólo podían ser malas.

De nada sirvió consolarnos pensando que si nos mataba no podría librarse. Helena había ido a buscar ayuda. Dentro de un momento hasta Crixo comprendería que dejarla marchar había sido un error fatal.

El centurión estaba loco y sus jóvenes e inexpertos hombres se estaban poniendo histéricos. La Segunda Adiutrix era una legión nueva, formada a toda prisa desde cero con soldados de la marina; eran una creación Flavia que había entrado precipitadamente de servicio para llenar vacíos urgentes en el ejército después de que otras legiones más antiguas hubieran sido masacradas o se hubieran corrompido hasta el punto de ser irrecuperables. Entonces, aquellos muchachos novatos y dementes se empujaron unos a otros con una actitud que tomaban por camaradería; luego se abalanzaron hacia delante y empezaron a darnos empellones de un lado a otro. Tratamos de no responder con represalias. Se rieron de nosotros. Desarmados, no teníamos ninguna posibilidad. Nos estaban provocando para que hiciéramos algún movimiento y así poder despedazarnos.

No éramos tan tontos como para tener esperanzas de escaparnos. En efecto, la situación empeoró bastante. Oímos el paso acompasado de más soldados que se acercaban y, por si acaso se nos levantaba el ánimo, la Segunda Adiutrix dio la bienvenida a los recién llegados alegremente. Crixo insultó cariñosamente al otro veterano centurión, Silvano. Éste y sus hombres nos miraron a Petro y a mí con el ceño fruncido.

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