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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (82 page)

BOOK: El alcalde del crimen
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—Herradura... —le confirmó.

A continuación, con un índice Jovellanos buscó entre la gente a la viuda del mencionado Quesada. Su hijo permanecía medio adormilado entre sus brazos y sus pechos, posiblemente por efecto de los despreciables polvos de adormidera.

—Usted, Bienvenida... ¿No enterró a su marido hace un mes y medio? Rechace el que se use su memoria para tan deleznable patraña.

La mujer se cambió el niño de posición y respondió con actitud decidida:

—Es cierto, señor alcalde. Anoche mi Federico se presentó a mí misma, en la puerta de mi cuarto. Era él. Los días de muerte no han cambiado mucho su aspecto, porque es un alma en pena que exige venganza. Me llamó por mi nombre: «Despiértate, Bienvenida...». También se acordaba de los nombres de sus hijos, que dormían a mi lado. Me dijo lo del asistente. Me dijo que debería advertir de ello a sus compañeros de la Fábrica de Tabacos, y que todos teníamos que prepararnos para la lucha. Me aseguró que los inquisidores recibirían hoy un golpe muy duro. Esa sería la señal para liberar a Sevilla.

A partir de ella un rumor de aprobación se extendió por el gentío. En ese momento sonaron unos truenos en el lejano y oscuro horizonte. La tormenta parecía acercarse. Algunos lo advirtieron, otros no. Entonces Bienvenida levantó a su hijo casi desnudo sobre su cabeza, para que todos pudiesen verle, de tal forma que parecía una matrona romana ofreciendo su retoño a Júpiter tonante.

—¡Aquí está el último varón de Federico, vecinos! —exclamó la mujer mientras la criatura pateaba y braceaba entre el sueño y la vigilia—. ¡Federico mismo me dijo que debía estar dispuesta a sacrificarlo con tal de defender al asistente!

Twiss susurró a la altura de la cadera de Jovellanos.

—¿No se lo dije en la catedral? A esto quería conducirnos ese bastardo: al punto de que en nombre de Olavide se provocase una hecatombe entre sus adversarios.

Pero Jovellanos no estaba dispuesto a ser un monigote en manos de la fatalidad.

—¡Quesada descansa bajo tierra...! —gritó con desesperación de tribuno—. Quien se hace pasar por él es el asesino, ¡que pretende volvernos locos a todos!

—¡El único loco es usted!

—¿Por qué no lo ha cogido?

—¡Porque no existe!

—¡Porque quiere engañarnos!

Se oyó por doquier como si fuera una batería de disparos.

—¡Quesada está delante de nosotros! —bramó Perea con los ojos cuajados de brillo, forzando su paso hacia la barrera de soldados—. ¡Miradle ahí enfrente! ¡Nos está indicando el camino de la lucha! ¡Adelante...!

La multitud, como si en verdad contemplase al difunto, arremetió contra la barrera de fusiles cruzados. Los granaderos opusieron una tenaz resistencia, aunque sin hacer uso de sus armas. Pese a todo no podían evitar retroceder paso a paso.

—¡Cargad a la bayoneta! ¡Disparad! —ordenó Moya.

—¡No! —Jovellanos saltó del barril al lado del capitán—. ¡Ordene retirada!

—¡No, señor Jovellanos, no pienso cometer el mismo error dos veces por indicación suya!

Pero no hacía falta que Moya le hiciese caso o no, ya que todos, sus hombres, los de Gutiérrez, Twiss, los Rubio, todos se vieron empujados sin poder maniobrar hacia el angosto pasaje de la puerta de Jerez entre los muros del Alcázar y los de la Casa de la Moneda. Por segundos se veía venir que allí, apiñados unos con otros, sin sitio para dejar entrar o para dejar salir, tendría lugar una carnicería indiscriminada.

Sin embargo, por detrás de la línea desbordada de soldados resonaron inopinadamente varias descargas de fusilería, y luego otras más, provocando el efecto de paralizar en un gran amasijo tanto a los que avanzaban como a los que retrocedían.

—¡Dejad paso! —se oyó una voz imperiosa.

Los soldados se alejaron de la puerta abriéndose a sus lados por la parte interior de la ciudad, mientras que el gentío, con el impulso de un alud, avanzó aún unas toesas, hasta quedar quieto y desconcertado. A través de la humareda de los disparos aparecieron Francisco de Bruna, Sagrario, y otro par de empleados civiles del Alcázar; a sus flancos avanzaban sendas columnas de carabineros en sus monturas y por detrás una compacta compañía de granaderos. Bruna se destacó y avanzó decidido hasta pocos pasos de la puerta. Llevaba, de manera bien visible, una carta con el sello de lacre abierto. La presencia de aquel que representaba la autoridad de Pablo de Olavide bastaba para que, al menos momentáneamente, los ánimos del gentío se aplacasen en espera de lo que pudiera decir.

Solo ante los vecinos, lo primero que hizo Bruna fue pedir explicaciones por tamaño desorden, con un tono harto retórico, sin esperanza de convencer o de ser convencido, sino como mero efecto para preparar lo que creía su providencial intervención. Así pues, una vez que unos y otros expusieron brevemente sus conocidas razones, él desplegó la carta y, asiéndola con ambas manos, la mostró a cuantos le rodeaban.

—¡Esto que ven es una carta de Su Excelencia dirigida a mi persona! Ha llegado al Alcázar hace menos de una hora. —Se calló por unos segundos para observar con regocijo el asombro que producía—. En ella me comunica que viene de regreso a Sevilla con todos sus hombres disponibles en Sierra Morena. Asimismo, me hace notar que también a las Nuevas Poblaciones ha llegado el rumor de su pronta destitución. Un rumor que, recalca, no tiene fundamento alguno, y del que asegura que debe de ser producto de la maledicencia. Olavide sigue gozando del favor del rey y del Consejo. ¡Quien quiera puede leerlo!

Algunos de entre la gente, posiblemente los pocos que sabían leer, dieron un tímido paso hacia delante, acuciados por la curiosidad, pero sin atreverse a llegar hasta Bruna. A Jovellanos, en cambio, le bastó girar la cabeza para ver con claridad que aquella carta, pese a los sellos pertinentes, no la había escrito Olavide de su puño y letra. Seguramente había sido falsificada hacía
menos de media hora.
Miró a los ojos de Bruna, y este le devolvió una mirada de extrema preocupación. Sus párpados temblaban y el sudor bajaba rápido desde la raíz de su peluca, lamiendo el campo rojizo de su piel. Era una buena estratagema esa carta —pensó Jovellanos—, pero si precisamente Bruna había tenido que recurrir a algo así, o es que veía las cosas muy negras, o es que algo se había trastocado en su cabeza. Quizá por ello algo vivo se echaba en falta tras sus ojos. Por su parte, Twiss se fijó en la tensa actitud de Jovellanos y se dio cuenta de que algo no iba bien.

—¡Retiraos a vuestra casa...! —exhortó Bruna a uno y otro lado—. ¡Que cuando el asistente entre en la ciudad no vea que sus vecinos más fieles se asemejan a los bandoleros que ha dejado atrás en la sierra...!

Un movimiento de inquietud recorrió todos los espinazos. La resolución de hacía unos minutos ya no tenía tanta fuerza, no sabían qué hacer. Si seguían adelante —especularon muchos—, acaso ellos mismos podrían poner en el disparadero a Su Excelencia. Se murmuraron opiniones e impresiones. El trabajador de la fundición y Bienvenida, a uno y otro lado de Perea, le recomendaron que sería mejor hacer lo que les decían. Sin embargo, Perea no estaba dispuesto a darse por vencido. No por unos pisaverdes del Alcázar. Así pues, sacó un pistolete y apuntó a la cabeza de Bruna.

—¡Muerte a los déspotas! —gritó antes de apretar el gatillo.

Pero la diminuta bala esférica fue hacia el cielo plomizo, ya que en el último instante el de la fundición logró desviar el brazo del agresor. Lo que sucedió a continuación solo hizo acumular más espanto sobre espanto. El contador se aprovechó de la estupefacción de todos los presentes para escabullirse entre la gente, mientras que el hijo de Quesada y Bienvenida comenzaba a llorar. El tumulto le había despertado lo suficiente como para que ese último disparo a medio paso de él le despejara cualquier efecto de la adormidera. Y en eso, Francisco de Bruna dejó caer la carta, los músculos de su cara se contrajeron violentamente, sus miembros se doblaron sin fuerza y gruñó con voz que no parecía humana, sino más bien balidos entrecortados. Ya en el suelo a cuatro patas, fue de un lado para otro trotando y brincando como si fuese un macho cabrío.

El pavor de ver lo que parecía ser una manifestación del demonio hizo gritar y retroceder a casi toda la gente. Incluso algunos soldados, espantados, soltaron sus armas y desaparecieron corriendo. Mientras, aturdidos pero con el suficiente temple para reaccionar, Jovellanos, Twiss y Gutiérrez trataron de echar mano a ese Bruna animalizado. Les costó trabajo atraparle, tanto más por cuanto que nadie les ayudaba, paralizados todos los demás por el horror. Le pudieron agarrar cuando Bruna se paró a devorar el papel de la carta. Entre los tres sujetaron al hombre cabruno contra el suelo, que no cesaba de balar por una boca llena de papel y espumarajos. Por último, no pudiendo moverse, Bruna se convulsionó entre sus captores.

—¿Qué está pasando, señor alcalde? —preguntó Gutiérrez a punto de perder él también la entereza.

—¡El llanto, los gritos del niño! —exclamó Twiss con una expresión harto tensa.

—¿Qué dice? —le espetó Jovellanos no menos desencajado.

—El
interfector...
El
interfector
ha llegado hasta aquí... Al igual que hizo con Su Eminencia, ha bastado una señal para apoderarse de Bruna...

Nada más oír eso, Gutiérrez cayó de espaldas a tierra y reculó con los ojos desorbitados.

—¡Virgen Santa...! ¡Estamos perdidos...!

Bruna parecía dar signos de abandonar el influjo magnético de Herradura. Aun así, Jovellanos y Twiss no soltaban sus brazos y piernas. Jovellanos acercó su cara sudorosa y sucia de polvo a la del inglés.

—Lleva razón Gutiérrez..., estamos perdidos... —murmuró con una voz entrecortada, recibiendo a su vez el aliento sofocado de Twiss—, Herradura puede provocar estragos sin necesidad de estar presente...

Twiss quiso replicarle y movió los labios, pero ninguna palabra salió de su boca. Tenía la lengua más seca que la mecha de un cañón. Lo intentó de nuevo y habló por medio del brillo frío y aterrado de sus ojos, que vinieron a decir: «Puede que Herradura esté ahora mismo aquí...».

Jovellanos se levantó de un brinco, desenvainó su espadín y lo esgrimió contra lo que quedaba de la multitud. Dirigió la hoja acerada a unos y a otros, desafiante.

—¡Vamos, sal de ahí, maldito Satanás...!

Bastó oír eso para que la gente se ahogase en gritos de estupor y se alejase a tropezones de Jovellanos, como si él mismo hubiese salido de los infiernos.

Cuando Bruna recobró el sentido, lo último que recordaba era un destello que había deslumbrado sus ojos. Había sucedido en su despacho, poco después de la entrevista con el conde del Águila. Fumaba a solas, nervioso, cuando de repente una luz proveniente del jardín llegó hasta la ventana donde estaba él según su costumbre. Luego, a juzgar por aquellos que le habían tratado, nadie había notado nada extraño en su conducta.

—¿Y la carta? —le preguntó Twiss—. ¿La ha escrito por su propia iniciativa?

Bruna dudó antes de contestar, sin haber sopesado todavía lo que acababa de ocurrir.

—Creo que sí... Esa era mi letra, ¿no? —Intentó incorporarse, con torpeza, y uno de los gemelos Rubio le ayudó a conseguirlo—. ¿Y Jovellanos?

—El señor alcalde ha salido corriendo hacia el río —le explicó el otro hermano.

Así era. El resto de la tarde y gran parte de la noche Jovellanos se encargó de que se dragase el río a conciencia. Incluso la orilla de Triana a pesar de los riesgos. Requirió la ayuda de Alonso Berardi como experto que era en la materia, y movilizó a cuantos soldados pudo del Alcázar. A aquellos que se prestaron de buen grado, porque en muchos había hecho presa la parálisis del miedo y con dificultad estaban dispuestos a hacer algo más que persignarse. De ese modo, una docena de barcas con farolillos se desplegaron por el cauce, aguas abajo desde el puente, sondeando y escudriñando cada palmo del Guadalquivir. En vano Twiss trató de hacerle desistir de ese empeño, aduciendo que el
interfector
no era un hombre que se dejase llevar por la irreflexión, y que si había optado por arrojarse al río, es que contaba con garantías de salir bien de él.

—Déjelo, Gaspar —insistió Twiss—. Busquemos a quien le haya estado suministrando el caucho. Tal vez se lo hacía llevar a algún lado, quizá a su escondite. Tenga en cuenta que Herradura, por mor de su cargo, podía hacerse con cualquier clase de mercancía sin levantar susceptibilidades.

—Hágalo usted si quiere seguir con especulaciones estériles —replicó Jovellanos al tiempo que con un gesto ordenaba a los remeros que alejasen el bote de la orilla—. Yo prefiero ajustarme a las realidades, buscar un cuerpo que debería aparecer.

—¿Me puede decir qué es la realidad en Sevilla, eh? —gritó el inglés con genio avanzando entre los amarres del muelle mientras el grupo de botes ganaba el centro del cauce—. ¡Porque yo me sospecho si no andaremos todos detrás de una quimera...!

A Twiss le pareció que Jovellanos le contestaba desde la lejanía, pero no pudo oír sus palabras. Le dio la sensación de que su imagen perdía consistencia, como si la luz del día flojease alrededor del bote. En verdad que las nubes agobiantes daban al día una claridad crepuscular, escasa de colores y de perfiles. Twiss se alejó del muelle, pero no salió del puerto. Mientras se acercaba al almacén del comerciante de ultramarinos creyó avanzar por los brumosos
docks
de Bristol o por un malecón antillano, aplastado por una borrasca.

Por supuesto que el comerciante traficaba con caucho de las Indias, el único de la ciudad, como hizo saber. Ignoraba que ese material pudiese servir para elaborar algo parecido a una máscara. Es más, no conocía a José de Herradura en persona, ni jamás le había proporcionado ninguno de sus productos exóticos por medio de alguno de los empleados de la Intendencia. Por otro lado, a requerimiento de Twiss, le explicó que el caucho podía conservarse fresco por un tiempo indefinido. Bastaba con mantener el látex en un recipiente con suficiente agua para impedir que entrase en contacto con el aire. Twiss asintió en silencio dando a entender que comprendía. Aunque para sus adentros tal gesto significaba que esa explicación venía a confirmarle que Herradura había pergeñado dar ese uso al caucho, acaso todo su minucioso plan, antes de salir de Perú.

—¿Y no puede haber tenido un suministrador directo desde las Indias?

El comerciante se sorprendió, y luego contestó aturdido.

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