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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Cronicas del castillo de Brass (42 page)

BOOK: Cronicas del castillo de Brass
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—¿Me envidiáis?

—Y yo también —habló Emshon—. Hay quien daría mucho por desempeñar ese papel.

—¿La propia alma? —preguntó Erekose.

—¿Qué es eso? —preguntó a su vez John ap-Rhyss, evitando la mirada del corpulento hombre—. Tal vez una carga que abandonamos demasiado pronto en nuestro viaje. Después, nos pasamos el resto de la vida intentando descubrir dónde la perdimos.

—¿Es eso lo que buscáis? —inquirió Emshon.

John ap-Rhyss le dirigió una sonrisa lobuna.

—Digamos que sí.

—Entonces, adiós —dijo Corum—. Continuaremos con el barco.

—Y yo. —Elric se cubrió el rostro con la capa—. Os deseo mucha suerte en vuestra búsqueda, hermanos.

—Y yo en la vuestra —respondió Erekose—. Hay que soplar el Cuerno.

—No os comprendo.

El tono de Elric era frío. Se volvió y se adentró en el agua, sin esperar la explicación.

Corum sonrió.

—Desterrados de nuestra época, abrumados de paradojas, manipulados por seres que se niegan a esclarecer nuestras dudas… Es agotador, ¿verdad?

—Agotador —dijo Erekose, lacónico—. Sí.

—Creo que mi lucha ha terminado —dijo Corum—. Creo que pronto se me permitirá morir. Ya he cumplido mi turno de Campeón Eterno. Voy a reunirme con Rhalina, mi amada mortal.

—Yo debo proseguir la búsqueda de mi inmortal Ermizhad —dijo Erekose.

—Me han dicho que mi Yisselda vive —añadió Hawkmoon—, pero busco a mis hijos.

—Todas las partes del todo conocido como Campeón Eterno se acoplan —dijo Corum—. Quizá ésta sea nuestra última búsqueda.

—¿Y alcanzaremos la paz? —preguntó Erekose.

—El hombre sólo alcanza la paz después de luchar consigo mismo —contestó Corum—. ¿No es ésa, acaso, vuestra experiencia?

—La lucha es muy dura —sentenció Hawkmoon.

Corum calló. Siguió a Elric y a Otto Blendker hacia el mar. No tardaron en desaparecer en la niebla. No tardaron en escucharse débiles gritos. No tardaron en oír el ruido del ancla al ser izada. El barco se marchaba.

Hawkmoon se sintió aliviado, aunque no le agradaba la perspectiva que se abría ante él. Se volvió.

La figura negra había vuelto. Sonreía. Era una sonrisa malvada, cómplice.

—Espada —dijo, y señaló al barco—. Espada. Me necesitarás, Campeón. Y pronto.

Erekose demostró horror por primera vez. Al igual que Hawkmoon, su primer impulso fue desenvainar la espada, pero algo lo impidió. John ap-Rhyss y Emshon de Ariso lanzaron una exclamación de asombro, y Hawkmoon detuvo sus manos.

—No desenvainéis —ordenó.

Brut de Lashmar se quedó mirando a la visión con sus ojos vidriosos y cansados.

—Espada —dijo el ser.

Daba la impresión de que bailaba una frenética jiga, por culpa del aura negra, pero su cuerpo estaba completamente inmóvil.

—¿Elric? ¿Corum? ¿Hawkmoon? ¿Erekose? ¿Urlik?

—¡Ay! —gritó Erekose—. Ahora te he reconocido. ¡Vete! ¡Vete!

La figura negra rió.

—Nunca me iré, mientras el Campeón me necesite.

—El Campeón ya no te necesita —replicó Hawkmoon, sin saber lo que quería decir.

—¡Sí! ¡Sí!

—¡Vete!

La sonrisa continuó fija en el malvado rostro.

—Ahora somos dos —dijo Erekose—. Dos tienen más fuerza.

—Pero no está permitido —protestó la figura—. Nunca ha sido permitido.

—Ésta es una época diferente, el Tiempo de la Conjunción.

—¡No! —gritó la aparición.

Erekose lanzó una carcajada desdeñosa.

La figura negra se precipitó hacia adelante y aumentó de tamaño; retrocedió como una flecha, se encogió, recuperó su tamaño normal, corrió entre las ruinas, seguida de su sombra, no siempre en consonancia con sus movimientos. Daba la impresión de que las enormes y pesadas sombras de aquella colección de ciudades iban a caer sobre la figura, porque se apartaba de muchas.

—¡No! —le oyeron gritar—. ¡No!

—¿Es eso lo que queda del hechicero? —preguntó John ap-Rhyss.

—No —contestó Erekose—. Es lo que queda de nuestra némesis.

—¿Lo sabéis, pues? —pregunto Hawkmoon.

—Creo que sí.

—Contadme. Me ha martirizado desde que comenzó mi aventura. Creo que fue eso lo que me apartó de Yisselda, de mi propio mundo.

—Estoy seguro de que no posee tanto poder —dijo Erekose—. Sin embargo, es indudable que aprovechar su ventaja le complajo. Sólo lo había visto una vez en esta manifestación.

—¿Cómo se llama?

—De muchas formas —contestó Erekose, con aire pensativo.

Retrocedieron hacia las ruinas. La aparición se había desvanecido otra vez. Vieron enfrente dos nuevas sombras, dos enormes sombras. Eran las sombras de Agak y Gagak, las sombras del aspecto que tenían cuando los héroes llegaron. Los cadáveres se habían quemado por completo, pero las sombras perduraban.

—¿Me decís uno? —preguntó Hawkmoon.

Erekose se humedeció los labios antes de contestar, y después le miró a los ojos.

—Me parece comprender por qué al capitán le repugnaba especular, divulgar cualquier información de la que no estuviera seguro. Es peligroso, en estas circunstancias, llegar a conclusiones precipitadas. Tal vez, a fin de cuentas, esté equivocado.

—¡Oh! exclamó Hawkmoon—. Decidme lo que sospecháis, aunque sólo sean simples sospechas.

—Creo que uno de los nombres es Portadora de Tormentas.

—Ahora ya sé por qué me daba miedo la espada de Elric.

No volvieron a abordar el tema.

Libro tercero.
En el cual se descubre que muchas cosas son una sola
1. Prisioneros en las sombras

—Somos como fantasmas, ¿verdad?

Erekose yacía sobre un montón de piedras destrozadas y levantó la vista hacia el rojo sol inmóvil.

—Una conversación entre fantasmas…

Sonrió para expresar que sólo hablaba para pasar el rato.

—Tengo hambre —dijo Hawkmoon—. Eso me demuestra dos cosas: que estoy hecho de carne normal y que ha pasado bastante tiempo desde que nuestros camaradas volvieron al barco…

Erekose olfateó el frío aire.

—Sí. Me pregunto por qué me he quedado. Tal vez nuestro destino consista en quedarnos varados aquí… Qué ironía, ¿no? Por buscar Tanelorn, tenemos derecho a existir en todas las Tanelorns. ¿Es posible que sólo queden estos restos?

—Sospecho que no. En algún lugar encontraremos puertas de acceso a los mundos que nos interesan.

Hawkmoon se acomodó sobre la espalda de una estatua caída y trató de distinguir una sombra reconocible entre las muchas que había.

A unos metros de distancia, John ap-Rhyss y Emshon de Ariso buscaban entre los escombros una caja que Emshon estaba seguro de haber visto cuando se dirigían a luchar contra Agak y Gagak, y que contenía algo de valor, en su opinión. Brut de Lashmar, algo más recuperado, se encontraba cerca, pero no participaba en la búsqueda.

Sin embargo, fue Brut quien reparó en unas sombras móviles, cuando antes estaban inmóviles.

—Fijaos, Hawkmoon —dijo—. ¿Acaso está cobrando vida la ciudad?

El resto de la ciudad seguía como antes, pero en un discreto rincón, donde la silueta de una casa muy decorada y hermosa se recortaba contra la manchada pared blanca de un templo en ruinas, tres o cuatro sombras humanas se movían, aunque seguían siendo sombras; los hombres a quienes pertenecían no eran visibles. Era como una representación a la que Hawkmoon había asistido tiempo atrás, como marionetas manipuladas detrás de una pantalla.

Erekose se levantó y avanzó hacia la escena, seguido de cerca por Hawkmoon. Los demás le imitaron, pero sin darse excesiva prisa.

Escucharon ruidos apagados— entrechocar de espadas, gritos, pasos sobre las piedras.

Erekose se detuvo cuando su altura casi igualó a la de las sombras. Dio un paso adelante y extendió la mano, cauteloso, para tocar una.

¡Y Erekose desapareció!

Sólo quedó de él una sombra. Se había unido a las demás. Hawkmoon vio que la sombra desenvainaba la espada y se colocaba detrás de otra, que le resultó familiar. Era la sombra de un hombre no más alto que Emshon de Ariso, el cual contemplaba la escena boquiabierto, con los ojos vidriosos.

Los movimientos de los combatientes se hicieron más lentos. Hawkmoon se estaba preguntando cómo podía rescatar a Erekose, cuando el héroe reapareció, arrastrando a alguien consigo. Las otras sombras se habían quedado inmóviles de nuevo.

Erekose jadeaba. El hombre que le acompañaba estaba cubierto de rasguños, pero no parecía sufrir ninguna herida grave. Sonrió aliviado, cepilló el polvo blancuzco de la piel anaranjada que cubría su cuerpo, envainó su espada y se limpió el bigote con el dorso de su mano, similar a una garra. Era Oladahn. Oladahn de las Montañas Búlgaras, pariente de los Gigantes de la Montaña, el mejor amigo de Hawkmoon y compañero en sus más trepidantes aventuras. Oladahn, que había muerto en Londra, a quien Hawkmoon había visto posteriormente, como un fantasma de ojos vidriosos, en los pantanos de la Kamarg, y luego en la cubierta de "La Reina de Rumanía", cuando había atacado con gran valentía a la pirámide de cristal del barón Kalan y, como resultado, desaparecido.

—¡Hawkmoon!

La alegría de Oladahn al ver a su viejo camarada consiguió que olvidara todo lo demás. Se precipitó a los brazos del duque de Colonia.

Hawkmoon rió de placer. Miró a Erekose.

—No sé cómo le habéis salvado, pero os lo agradezco.

Erekose, contagiado por su alegría, también rió.

—¡Yo tampoco sé cómo le he salvado! —Echó un vistazo a las inmóviles estatuas—. Me encontré de repente en un mundo apenas más sustancial que éste. Repelí a los que atacaban a vuestro amigo. Me desesperé al advertir que nuestros movimientos se hacían más y más lentos caí hacia atrás… ¡y aquí estamos otra vez!

—¿Cómo llegasteis a este lugar, Oladahn? —preguntó Hawkmoon.

—Mi vida ha sido confusa y mis aventuras peculiares desde la última vez que nos vimos, a bordo de aquel barco —respondió Oladahn—. Durante un tiempo fui prisionero del barón Kalan, incapaz de mover mis miembros, si bien mi mente continuaba funcionando con toda normalidad. Una situación muy desagradable. De repente, recobré la libertad.

Me encontré en un mundo donde se libraba una guerra entre cuatro o cinco facciones diferentes y serví en dos ejércitos, aunque nunca comprendí cuál era el problema. Luego, regresé a las Montañas Búlgaras, me enfrenté a un oso y llevé las de perder. Después, arribé a un mundo metálico, donde era el único ser de carne y hueso entre una variada colección de máquinas. A punto de ser despedazado por una de dichas máquinas, que no carecía de cierta inteligencia filosófica, fui salvado por Orland Fank, a quien sin duda recordaréis, y transportado al mundo del que acabo de escapar. Fank y yo hemos buscado el Bastón Rúnico en ese mundo, plagado de ciudades y conflictos. Mientras paseaba con Fank por un barrio particularmente violento de una ciudad, fui asaltado por una gran partida de hombres. Cuando se disponían a asesinarme me quedé petrificado de nuevo. Este estado ha durado horas o años, cuestión que nunca aclararé, hasta que fui rescatado por vuestro camarada. Decidme, Hawkmoon, ¿qué ha sido de nuestros demás amigos?

—Es una historia larga y, para colmo, apenas sé explicar lo que ha ocurrido.

Hawkmoon resumió algunas de sus aventuras. Habló del conde Brass de Yisselda y de sus hijos desaparecidos, de la derrota de Taragorm y el barón Kalan, y del desajuste producido en el multiverso por obra de sus insensatos planes.

—De D'Averc y Bowgentle no puedo deciros nada —concluyó—. Se desvanecieron al igual que vos. Yo diría que sus aventuras habrán sido comparables a las vuestras. ¿No consideráis significativo que hayáis sido salvado tantas veces de una muerte cierta?

—Sí. Pensé que gozaba de alguna protección sobrenatural, aunque acabé cansado de saltar de la olla a la sartén. ¿Qué tenemos aquí?

Se acarició el bigote, miró a su alrededor y saludó con un cabeceo a Brut, John y Emshon, que le miraban con asombro reprimido.

—Considero significativo que nos hayamos reunido de nuevo. ¿Dónde está Fank?

—Le dejé en el castillo de Brass, aunque no me comentó nada de vuestro encuentro. Debió reemprender su búsqueda del Bastón Rúnico y os encontró durante sus andanzas.

Hawkmoon intentó describir la isla en donde se hallaban.

En respuesta a la descripción, Oladahan se rascó la pelambrera roja de su cabeza y encogió los hombros. Antes de que Hawkmoon terminara, examinó los diversos desgarrones de su justillo y la falda, así como la sangre seca de sus numerosas heridas.

—Bien, amigo Hawkmoon —dijo, confuso—, me alegro de estar otra vez a vuestro lado ¿Tenéis algo de comer?

—Nada —se lamentó John ap-Rhyss—. Moriremos de hambre si no hay caza en la isla. Y da la impresión de que, aparte de nosotros, no hay más seres vivos.

Como en respuesta, se escuchó un aullido desde el otro lado de la ciudad. Todos se volvieron en aquella dirección.

—¿Un lobo? —preguntó Oladahn.

—Yo diría que un hombre —contestó Erekose.

No había envainado la espada y la utilizó para señalar.

Ashnar el Lince corría hacia ellos. Saltaba sobre las piedras, esquivaba las torres caídas, con la espada alzada sobre la cabeza, los ojos casi salidos de las órbitas. Los huesecillos de sus trenzas bailaban alrededor de su cráneo. Hawkmoon creyó que les atacaba, pero luego vio que Ashnar era perseguido por un hombre alto y delgado, de rostro colorado, ataviado con gorra, falda y una capa a cuadros que ondeaba sobre sus hombros. La espada envainada rebotaba contra su muslo.

—¡Orland Fank! —gritó Oladahn—. ¿Por qué persigue a ese hombre?

Hawkmoon oyó los gritos de Fank.

—¡Venid aquí! ¡Venid aquí, hombre! ¡No quiero haceros daño!

Ashnar tropezó y cayó entre las piedras polvorientas, sollozando. Fank llegó a su lado, le quitó de un golpe la espada de la mano, cogió unas cuantas trenzas y levantó la cabeza del bárbaro.

—Está loco, Fank —gritó Hawkmoon—. Tratadle bien.

Fank alzó la vista.

—Sois sir Hawkmoon, ¿no? Y Oladahn. Me preguntaba qué había sido de vos. Me abandonasteis, ¿eh?

—Casi, por la Hermana Muerte —respondió el pariente de los Gigantes de la Montaña—, a cuyos brazos me enviasteis, maese Fank.

Fank sonrió y soltó el cabello de Ashnar.

El bárbaro continuó tirado en el suelo, sin dejar de lloriquear.

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