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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

Un trabajo muy sucio (5 page)

BOOK: Un trabajo muy sucio
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El problema (el problema de Charlie) es que la imaginación del macho beta se ha vuelto superflua en la sociedad moderna. Como los colmillos del tigre dientes de sable o la testosterona del macho alfa, el macho beta tiene más imaginación de la que necesita. De ahí que muchos machos beta se vuelvan hipocondríacos, neuróticos, paranoicos o adictos al porno o a los videojuegos.

Porque la evolución de la fantasía del macho beta, pese a ayudarlo a esquivar el peligro, tuvo también como efecto colateral el permitirle el acceso, únicamente a través de la imaginación, al poder, el dinero y las mujeres de piernas largas y figura de modelo que, en realidad, ni siquiera le darían una patada en los riñones para quitarse un bicho del zapato. La rica vida imaginativa de un macho beta puede a menudo desbordarse en la vida real y manifestarse en niveles de autoengaño rayanos en la genialidad. De hecho, muchos machos beta, en contra de cualquier evidencia empírica, llegan a creerse que son machos alfa y que han sido dotados por su creador de un carisma superior y sigiloso, que, aunque pasmoso en teoría, pasa totalmente desapercibido para las mujeres no construidas en fibra de carbono. Cada vez que una supermodelo se divorcia de un marido estrella del rock, el macho beta se regocija en secreto (o, más concretamente, siente grandes oleadas de esperanza injustificada), y cada vez que una bella estrella del celuloide contrae matrimonio, el macho beta cree haber perdido una oportunidad. La ciudad de Las Vegas (opulencia plástica, tesoros para dar y tomar, torres chabacanas y camareras de pechos imposibles) está edificada en su totalidad sobre la capacidad de autoengaño del macho beta.

Y la capacidad de autoengaño del macho beta desempeñó un papel no pequeño; la primera vez que Charlie se acercó a Rachel, aquel día lluvioso de febrero, cinco años atrás, cuando se metió en una librería para escapar de la tormenta y ella le dedicó una sonrisa tímida por encima del montón de libros de Carson McCullers que estaba colocando en una estantería, él se convenció enseguida de que ello se debía a que chorreaba encanto infantil, cuando en realidad se debía sencillamente a que chorreaba.

—Estás chorreando —dijo ella. Tenía los ojos azules, la piel fina y unos rizos sueltos y oscuros que le caían alrededor de la cara. Lo miraba de reojo, con la atención suficiente para espolear su vanidad de macho beta.

—Sí, gracias —dijo Charlie, y dio un paso hacia ella.

—¿Quieres que te traiga una toalla o algo así?

—No, estoy acostumbrado.

—Estás chorreando encima de Cormac McCarthy.

—Perdón. —Charlie limpió con la manga
Todos los caballos bellos
mientras intentaba ver si ella tenía una figura bonita bajo la sudadera holgada y los pantalones de militar—. ¿Vienes por aquí a menudo?

Rachel tardó un momento en contestar. Llevaba una chapa con su nombre, estaba haciendo inventario con un carrito metálico y tenía la convicción de haber visto a aquel tipo en la tienda otras veces. Así que no se estaba haciendo el tonto; en realidad, era un listillo. Más o menos. Rachel se echó a reír, no pudo evitarlo.

Charlie se encogió de hombros, empapado, y sonrió.

—Soy Charlie Asher.

—Rachel —dijo Rachel. Se dieron la mano.

—Rachel, ¿te gustaría ir a tomar un café o algo alguna vez?

—Eso depende, Charlie. Primero necesito que contestes a unas preguntas.

—Claro —dijo él—. Si no te importa, yo también tengo algunas. —Las que se le ocurrían en ese momento eran: ¿
Qué tal estás desnuda
? y ¿
Cuánto tiempo tendré que esperar para averiguarlo
?

—Bien, entonces. —Rachel dejó
La balada del café triste
y se puso a contar con los dedos—. ¿Tienes trabajo, coche y casa en la que vivir? ¿Y las dos últimas cosas son la misma? —Tenía veinticinco años y llevaba sola algún tiempo. Había aprendido a evaluar a sus pretendientes.

—Esto... sí, sí, sí y no.

—Estupendo. ¿Eres gay? —Llevaba sola algún tiempo en San Francisco.

—Te he pedido salir.

—Eso no significa nada. He conocido a tíos que no se daban cuenta de que eran gais hasta que habíamos salido un par de veces. Resulta que es mí especialidad.

—Vaya, será una broma. —La miró de arriba abajo y llegó a la conclusión de que seguramente tenía una figura fantástica debajo de la ropa holgada—. Si fuera al revés, lo entendería, pero...

—Respuesta acertada. De acuerdo, me tomaré un café contigo.

—No tan deprisa, ¿qué hay de mis preguntas?

Rachel sacó hacia fuera una cadera, puso los ojos en blanco y suspiró.

—Está bien, dispara.

—No tengo ninguna, en realidad. Pero no quería que pensaras que me tenías en el bote.

—Me has pedido salir a los treinta segundos de conocernos.

—Y me lo reprochas? Estabas ahí, con ojos y dientes, y pelo, seca, con buenos libros en la mano...

—¡Pregunta de una vez!

—¿Crees que hay alguna posibilidad, ya sabes, de que, cuando nos conozcamos un poco mejor, te guste? Quiero decir que si te parece posible.

No importó que él se pusiera pesado; ya estuviera siendo astuto o solo torpe, Rachel quedó indefensa ante su encanto de macho beta desprovisto de carisma, y tenía preparada la respuesta.

—Ni de coña —mintió.

—La echo de menos —dijo Charlie, y apartó la mirada de su hermana como si hubiera algo en el fregadero que requiriera un estudio muy atento. Sus hombros se sacudieron en un sollozo y Jane se acercó a él y lo abrazó mientras Charlie caía de rodillas.

—La echo mucho de menos.

—Ya lo sé.

—Odio esta cocina.

—No me extraña, nene.

La buena hermana, esa era Jane.

—Veo esta cocina y veo su cara, y no puedo soportarlo.

—Sí, sí que puedes. Ya lo verás. Las cosas mejorarán.

—Quizá debería mudarme o algo así.

—Haz lo que creas conveniente, pero el dolor viaja muy bien. —Jane le frotó los hombros y el cuello, como si su pena fuera un nudo en un músculo que pudiera deshacerse mediante presión directa.

Unos minutos después, Charlie se había repuesto y estaba sentado a la encimera, entre Sophie y Jane, bebiendo una taza de café.

—Entonces, ¿crees que son todo imaginaciones mías?

Jane suspiró.

—Charlie, Rachel era el centro de tu universo. Cualquiera que os viera juntos lo sabía. Tu vida giraba en torno a ella. Ahora que no está, es como si no tuvieras centro, nada que te ancle, estás inestable y tembloroso, así que ves cosas que no son reales. Pero tienes un centro.

—¿Ah, sí?

—Sí, tú mismo. Yo no tengo una Rachel, ni a nadie parecido en el horizonte, y no se me va la olla.

—¿Así que estás diciendo que tengo que centrarme en mí mismo, como tú?

—Supongo que sí. ¿Crees que eso me convierte en una mala persona?

—¿Te importa?

—Buena pregunta. ¿Estás bien? Tengo que ir a comprar unos dvd de yoga. Mañana empiezo a ir a clase.

—Si vas a ir a clase de yoga, ¿para qué necesitas un dvd?

—Tiene que parecer que sé lo que hago o nadie querrá salir conmigo. ¿Seguro que estás bien?

—Sí, estoy bien. Es solo que no puedo entrar en la cocina, ni mirar nada del apartamento, ni escuchar música, ni ver la tele.

—Bueno, pues que te diviertas entonces —dijo Jane, y al salir pellizcó la nariz de la niña.

Cuando se marchó, Charlie se quedó sentado un rato junto a la encimera mientras contemplaba a la pequeña Sophie. Curiosamente, ella era lo único que había en el apartamento que no le recordaba a Rachel. Era una extraña. Lo miraba con esos grandes ojos azules y una expresión un poco curiosa y turbia. No con la adoración o el asombro que cabía esperar, sino más bien como si hubiera estado bebiendo y se fuera a marchar en cuanto encontrara las llaves del coche.

—Lo siento —dijo Charlie, y apartó la mirada hacia un montón de facturas sin pagar que había junto al teléfono. Notaba cómo la cría lo miraba como preguntándose, pensó, a cuántos monigotes de trapo tendría que chupársela para conseguir un padre decente. Aun así, Charlie comprobó que estaba bien atada a la silla y se fue a recoger la ropa sucia porque, a decir verdad, iba a ser un buen padre.

Los machos beta casi siempre son buenos padres. Suelen ser constantes y responsables, la clase de individuo al que una chica (si ha resuelto prescindir del salario de siete cifras o del metro y medio de salto en vertical) querría como padre de sus hijos. Naturalmente, preferiría no tener que acostarse con él para que eso ocurriera, pero después de que varios machos alfa te hayan dado la patada, la perspectiva de despertarte en brazos de un tío que te adora, aunque solo sea por gratitud sexual, y que siempre estará ahí, incluso hasta el punto de hacerse inaguantable, resulta una perspectiva halagüeña.

Porque el macho beta, aunque solo sea eso, es leal. Es un excelente marido además de un amigo estupendo. Te ayudará a hacer la mudanza y te traerá caldo cuando estés malita. Siempre considerado, el macho beta da las gracias a una mujer después de practicar el sexo y a menudo tiene también lista una disculpa. Es una niñera excelente, sobre todo si no les tienes mucho apego a tus mascotas. Un macho beta es de fiar: tu novia suele estar en buenas manos con un macho beta amigo, a menos, naturalmente, que sea una perfecta zorra (de hecho, puede que la perfecta zorra haya sido, a lo largo de la historia, la única responsable de la supervivencia del gen del macho beta, porque, por muy leal que sea, el macho beta se encuentra indefenso ante la acometida de unas tetas de carne y hueso).

Y aunque el macho beta tiene potencial para ser buen padre y marido, hay que aprender a serlo. Así que, durante las semanas siguientes, Charlie apenas hizo otra cosa que ocuparse de la diminuta desconocida que habitaba en su casa. Sophie era en realidad una alienígena (una especie de máquina de comer, cagar y llorar) y él no sabía nada de los de su especie. Pero, mientras la atendía, le hablaba, se desvelaba por ella, la bañaba, se ocupaba de su pañal y la regañaba por las desagradables sustancias que emanaban y rezumaban de su cuerpo, empezó a enamorarse de ella. Una mañana, después de una noche de comida-y-cambio particularmente ajetreada, al despertarse se la encontró mirando embobada el móvil que había encima de su cuna; cuando vio a Charlie, la niña sonrió. Bastó con aquello. Como su madre antes que ella, Sophie marcó el curso de la vida de Charlie con una sonrisa. Y, al igual que le había ocurrido con Rachel aquella húmeda mañana en la librería, su alma se iluminó. La extrañeza, las insólitas circunstancias de la muerte de Rachel, las cosas que refulgían rojizas en la tienda, el ente oscuro y alado que planeaba sobre la calle, todo aquello pasó a un segundo plano bajo la nueva luz que alumbraba su vida.

Charlie no concebía que Sophie pudiera amarlo incondicionalmente; así que, cuando se levantaba en plena noche para darle de comer, se ponía una camisa, se peinaba y se aseguraba de que no le apestara el aliento. A los pocos minutos de que el cariño por su hija lo golpeara como un mazazo, empezó a desarrollar un profundo miedo por su seguridad, que, con el paso de los días, fue convirtiéndose en un nuevo jardín de paranoias.

—Esto parece el mundo de la gomaespuma —dijo Jane una tarde cuando llevó las facturas de la tienda y los cheques para que Charlie los firmara. Charlie había forrado todas las esquinas y los bordes del apartamento con gomaespuma y cinta adhesiva, había puesto tapas de plástico en todos los enchufes, cerraduras a prueba de niños en todos los armarios, instalado nuevos detectores de humo, monóxido de carbono y radón, y activado el control de canales del televisor de modo que ahora no podía ver ningún programa en el que no salieran cachorros de animales o se enseñara el alfabeto.

—Los accidentes son la principal causa de muerte infantil en los Estados Unidos —dijo Charlie.

—Pero si todavía no puede ni rodar por el suelo.

—Hay que estar prevenido. Leo en todas partes que un día les estás dando el pecho y al siguiente te despiertas y han dejado la universidad. —Estaba cambiando a la niña encima de la mesa baja y ya había usado diez toallitas, si Jane no había contado mal.

—Creo que eso podría ser una metáfora. Ya sabes, de lo rápido que crecen.

—Bueno, así cuando empiece a gatear ya estará hecho.

—¿Por qué no le haces un gran traje de gomaespuma? Es más fácil que forrar el mundo entero. Charlie, esto está que da miedo verlo. Aquí no puedes traer a una mujer, pensaría que estás chiflado.

Charlie miró a su hermana un momento sin decir nada, paralizado, con un pañal desechable en una mano y los tobillos de su hija pinzados entre los dedos de la otra.

—Cuando estés listo —se apresuró a añadir Jane—. No te estoy diciendo que la traigas ya.

—Vale, porque no voy a hacerlo.

—Claro que no. No digo eso. Pero tienes que salir del apartamento. Para empezar, tienes que bajar a la tienda. Ray ha convertido el ordenador en una especie de servicio de citas y la supervisora del instituto de Lily se ha pasado tres veces a buscarla. Y yo no puedo seguir llevando las cuentas, intentar que las cosas funcionen y además trabajar, Charlie. Papá te dejó a ti el negocio por un buen motivo.

—Pero no hay nadie que cuide de Sophie.

—Tienes a la señora Korjev y a la señora Ling aquí mismo, en el edificio, deja que una de ellas la cuide. Qué coño, la cuidaré yo un par de horas por la noche, si te sirve de algo.

—No pienso bajar de noche. Es cuando las cosas se ponen radioactivas.

Jane dejó el montón de papeles sobre la mesa, junto a la cabeza de Sophie, y retrocedió con los brazos cruzados.

—Repítete mentalmente lo que acabas de decir, haz el favor.

Charlie lo hizo y luego se encogió de hombros.

—Vale, suena un poco absurdo.

—Ve a hacer acto de presencia en la tienda, Charlie. Solo unos minutos, para tomar contacto y meter en vereda a Ray y Lily, ¿de acuerdo? Yo acabaré de cambiarla.

Jane se deslizó entre la mesa y el sofá y apartó a su hermano de un codazo. Al hacerlo, tiró el pañal sucio al suelo, donde se abrió.

—¡Ay, Dios! —Le dio una arcada y volvió la cabeza.

—Otra razón para no comer mostaza marrón, ¿eh? —dijo Charlie.

—¡Serás cabrón!

Él retrocedió.

—Está bien, voy a bajar. ¿Seguro que podrás hacerlo?

—¡Largo de aquí! —dijo Jane, y con una mano le hizo ademán de que se marchara de una vez, mientras con la otra se tapaba la nariz.

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