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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

Un trabajo muy sucio (4 page)

BOOK: Un trabajo muy sucio
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—Había algo en la alcantarilla —dijo Charlie.

Lily examinó una muesca en su laca de uñas negra.

—Así que no he ido a clase para hacer su turno. Llevo haciéndolo desde que tú estás, esto, fuera. Voy a necesitar un justificante.

Charlie se incorporó y se acercó al mostrador.

—Lily, ¿has oído lo que he dicho?

La agarró por los hombros, pero ella se apartó bruscamente.

—¡Ay! Joder. Apártate, Asher, mamarracho sádico, que el tatuaje es nuevo. —Le dio un fuerte puñetazo en el brazo y retrocedió mientras se frotaba el hombro—. Sí, te he oído. Deja de darle a las drogas,
s'il vousplait
—Últimamente, desde que había descubierto las
Fleurs du mal
de Baudelaire en un montón de libros usados en la trastienda, Lily salpimentaba su discurso con frases en francés. «El francés», decía, «expresa mejor la profunda
noirgrura
de mi existencia».

Charlie puso las manos en el mostrador para que no le temblaran y habló lenta y deliberadamente, como si se dirigiera a alguien para quien el inglés fuera una segunda lengua.

—Lily, estoy teniendo un mal mes y te agradezco que tires por la borda tu educación para venir aquí y cabrear a los clientes en mi lugar, pero si no te sientas y muestras un poco de interés, voy a tener que despedirte.

Lily se sentó en el taburete de bar de vinilo y cromo que había detrás de la caja registradora y se apartó de los ojos el largo flequillo color lavanda.

—¿Así que quieres que preste toda mi atención a tu confesión de asesinato? ¿Que tome notas, que saque quizá una grabadora vieja de la estantería y lo grabe todo? ¿Me estás diciendo que soy una desconsiderada por ignorar tu evidente trastorno, por negarme a tener que recordarlo más adelante ante la policía y por no querer cargar personalmente con la responsabilidad de mandarte a la cámara de gas?

Charlie se encogió de hombros.

—Jobar, Lily. —Siempre lo sorprendían la velocidad y la precisión de su rareza. Lily era como una niña prodigio de lo siniestro. Pero, bien mirado, su extrema tenebrosidad hizo que Charlie se diera cuenta de que probablemente no iba a ir a la cámara de gas.

—No ha sido un asesinato de esos. Había algo que me seguía y...

—¡Silencio! —Lily levantó la mano—. Preferiría no demostrar mi lealtad de empleada grabando en mi memoria fotográfica cada detalle de tu horrendo crimen para tener que repetirlo después en la sala del tribunal. Solo diré que te vi, pero que parecías normal para ser un pardillo.

—Tú no tienes memoria fotográfica.

—Sí que la tengo, y es una cruz. Nunca olvido la futilidad de...

—El mes pasado olvidaste sacar la basura lo menos ocho veces.

—No fue un olvido.

Charlie respiró hondo. En realidad, el discutir con Lily le resultaba tan cotidiano que empezaba a calmarse.

—Vale, entonces, sin mirar, ¿de qué color es la camisa que llevas? —Levantó una ceja como si la hubiera pillado en un renuncio.

Lily sonrió y por un segundo Charlie vio que no era más que una niña mona y algo tontorrona bajo la ferocidad de su maquillaje y su actitud.

—Negra.

—Pura potra.

—Tú sabes que solo tengo cosas negras. —Sonrió—. Me alegro de que no me hayas preguntado por el color del pelo, porque me lo cambié esta mañana.

—Eso no es bueno, ¿sabes? Los tintes tienen toxinas.

Lily levantó la peluca color lavanda para dejar al descubierto sus mechones granates, cortados casi al rape, y luego volvió a dejarla caer.

—Yo soy toda natural. —Se levantó y dio unas palmaditas al taburete de bar—. Siéntate, Asher. Confiésate. Abúrreme.

Se recostó contra el mostrador y ladeó la cabeza para parecer atenta, pero con los ojos pintados de negro y el pelo morado parecía más bien una marioneta con un hilo roto. Charlie rodeó el mostrador y se sentó en el taburete.

—Estaba en la cola, detrás de ese tal William Creek, y vi que su paraguas relucía...

Y Charlie le contó toda la historia (lo del paraguas, lo del autobús, lo de la mano que salía del sumidero de la alcantarilla, lo de la carrera a casa con la sombra gigantesca sobrevolando los tejados) y, cuando acabó, Lily preguntó:

—¿Y cómo sabes su nombre?

—¿Eh? —dijo Charlie. De todas las cosas horribles y fantásticas que podía haber preguntado Lily, ¿por qué aquella?

—¿Cómo sabes cómo se llamaba ese tipo? —repitió ella—. Casi no hablaste con él antes de que la palmara. ¿Viste su nombre en el recibo del cajero o qué?

—No, yo... —Charlie no tenía ni idea de cómo sabía la identidad de aquel tipo, pero de repente veía en su cabeza aquel nombre escrito en grandes letras mayúsculas. Se levantó de un salto del taburete—. Tengo que irme, Lily.

Desapareció por la puerta del almacén y subió las escaleras.

—¡Sigo necesitando el justificante! —gritó ella desde abajo, pero Charlie atravesó corriendo la cocina, pasó delante de una enorme señora rusa que mecía a su hija recién nacida en brazos y entró en su dormitorio, donde cogió la libreta que tenía siempre en la mesilla de noche, junto al teléfono.

Allí, de su puño y letra, estaba escrito en mayúsculas el nombre de William Creek, y bajo él, el número 12. Se dejó caer en la cama con la libreta en la mano, como si esta fuera un frasco de explosivo.

Tras él se oyeron los pasos pesados de la señora Korjev, que lo había seguido hasta el dormitorio.

—Señor Asher, ¿pasa algo? Corría usted como oso en llamas.

Y Charlie, porque era un macho beta y porque la evolución, a lo largo de millones de años, había desarrollado una respuesta beta estándar a los sucesos inexplicables, contestó:

—Alguien me está jodiendo vivo.

Lily se estaba retocando la laca de uñas con un rotulador negro cuando Stephan, el cartero, entró en la tienda.

—¿Qué pasa, Darque? —dijo mientras sacaba de su bolsa un fajo de cartas. Tenía cuarenta años, era bajito, musculoso y negro. Llevaba gafas de sol envolventes, casi siempre apoyadas en la cabeza, sobre su pelo trenzado en prietas ringleras. En Lily inspiraba sentimientos encontrados. Le caía bien porque la llamaba «Darque», diminutivo de Darquewillow Elventhing, el seudónimo bajo el que recibía el correo en la tienda, pero al mismo tiempo desconfiaba profundamente de él porque era un tipo alegre y parecía gustarle la gente.

—Necesito que me eches una firma —dijo Stephan, ofreciéndole un cuaderno electrónico sobre el que ella garabateó «Charles Baudelaire» con mucha fioritura y sin mirar siquiera.

Stephan dejó el correo sobre el mostrador.

—¿Otra vez estás sola ? ¿Dónde se ha metido todo el mundo ?

—Ray está en las Filipinas y Charlie traumatizado. —Lily suspiró—. El peso del mundo recae sobre mí...

—Pobre Charlie —dijo Stephan—. Dicen que es lo peor que te puede pasar, perder a tu mujer.

—Sí, bueno, también es eso. Pero hoy está traumatizado porque ha visto cómo un autobús atropellaba a un tío en Columbus.

—Sí, ya me he enterado. ¿Crees que se recuperará?

—Joder, no, Stephan, lo pilló un autobús. —Lily apartó por primera vez la mirada de sus uñas.

—Me refería a Charlie. —Stephan le guiñó un ojo, a pesar de la aspereza con que ella había contestado.

—Bueno, es Charlie.

—¿Cómo está el bebé?

—Evidentemente, desprende sustancias nocivas. —Lily agitó el rotulador bajo su nariz como si así pudiera enmascarar el olor a bebé revenido.

—Todo va bien, entonces —Stephan sonrió—. Eso es todo por hoy. ¿Tienes algo para mí?

—Ayer recibí unas plataformas de vinilo rojo. De hombre, del número 42.

Stephan coleccionaba ropa de chulo de los años setenta. Lily tenía que estar atenta por si llegaba algo a la tienda.

—¿Cómo de altas?

—Diez centímetros.

—Baja altitud —dijo Stephan como si eso lo explicara todo—. Cuídate, Darque.

Lily se despidió de él agitando el rotulador y luego se puso a revisar el correo. Este consistía en su mayor parte en facturas y en un par de folletos, pero había también un sobre grueso y negro que parecía un libro o un catálogo. Iba dirigido a Charlie Asher, «encargado» de Oportunidades Asher y llevaba matasellos de La Orilla Nocturna de Plutón, que evidentemente estaba en algún estado cuyo nombre empezaba por «U» (Lily consideraba la geografía no solo aburrida hasta el amodorramiento, sino también, en la era de Internet, irrelevante).

¿Acaso no iba dirigido al encargado de Oportunidades Asher?, razonó Lily. ¿Y no era ella, Lily Darquewillow Elventhing, la encargada del mostrador, la única empleada... no... la gerente de facto de la susodicha tienda de artículos de segunda mano? ¿Y no estaba en su derecho... no, en la obligación de abrir aquel sobre y ahorrar a Charlie la molestia de semejante tarea? ¡Adelante, Elventhing! Tu destino está escrito y, si no hubiese destino, existe sin duda la negación plausible, que en jerga política viene a ser lo mismo.

Sacó de debajo del mostrador una daga incrustada con pedrería (las piedras estaban valoradas en más de setenta y tres centavos), rasgó el sobre, sacó el libro y se enamoró.

La portada era satinada, como la de un libro infantil, con una ilustración a todo color de un esqueleto sonriente que llevaba gente diminuta empalada en las puntas de los dedos, y todas aquellas personas parecían estar pasándoselo en grande, como si disfrutaran de una atracción de feria que, casualmente, suponía la abertura de un enorme boquete en el pecho. Tenía un aire festivo: montones de flores y caramelos en colores primarios, al estilo del arte folklórico mexicano. El gran libro de la muerte rezaba el título, escrito en la parte de arriba de la cubierta con alegres letras de imprenta hechas con fémures humanos.

Lily abrió el libro por la primera página, donde había una nota sujeta con un clip.

Esto debería explicarlo todo. Lo siento.

MF

Lily quitó la nota y abrió el libro por el primer capítulo:
Así que ahora eres la Muerte
.
Esto es lo que vas a necesitar
:

Y, en efecto, aquello era todo cuanto necesitaba Lily. Aquel era, muy posiblemente, el libro más molón que había visto nunca. Charlie, desde luego, no estaba en disposición de apreciarlo, sobre todo en su estado de neurosis galopante. Lily guardó el libro en su mochila y a continuación rompió la nota y el sobre en pedacitos y los enterró en el fondo de la papelera.

Capítulo 4
El macho beta en su entorno natural

—Jane —dijo Charlie—, los acontecimientos de las últimas semanas me han convencido de que fuerzas o personas funestas, no identificadas, pero no por ello menos reales, amenazan la vida tal y como la conocemos y podrían, de hecho, estar empeñadas en deshacer el tejido mismo de nuestra existencia.

—¿Y por eso tengo que comer mostaza amarilla? —Sentada a la barra del desayuno de la cocina de Charlie, Jane comía salchichitas ahumadas directamente del paquete, mojándolas previamente en una cazoleta de mostaza amarilla francesa. La pequeña Sophie estaba sobre la encimera, sentada en su silla de seguridad/cuco/casco de fuerza de choque imperial.

Charlie se paseaba por la cocina; mientras caminaba, subrayaba sus argumentos agitando en el aire una salchicha.

—Primero, el tipo de la habitación de Rachel que desaparece misteriosamente de las cintas de seguridad.

—Porque nunca estuvo allí. Mira, a Sophie le gusta la mostaza amarilla, como a ti.

—Segundo —prosiguió Charlie, a pesar de la empecinada indiferencia de su hermana—, todas esas cosas que brillaban en la tienda como si fueran radioactivas. No le metas eso en la boca a la niña.

—Dios mío, Charlie, Sophie es hetero. Mira cómo va detrás de la salchicha.

—Y, tercero, ese tal Creek, al que atropello el autobús en Columbus ayer. Yo sabía su nombre y él llevaba un paraguas que brillaba con una luz roja.

—Qué desilusión —dijo Jane—. Yo estaba deseando educarla para el equipo femenino, darle las ventajas que yo nunca tuve, pero mira cómo se trabaja la salchicha. Esta niña tiene un don natural.

—¡Sácale eso de la boca!

—Relájate, no puede comérselo. Ni siquiera tiene dientes. Y, además, no hay ningún Teletubby gimiendo de placer al otro lado. Ay, Dios, voy a necesitar un buen trago de tequila para quitarme esa imagen dé la cabeza.

—No puede comer cerdo, Jane. ¡Es judía! ¿Intentas convertir a mi hija en una shiksa?

Jane sacó la salchicha de cóctel de la boca de Sophie y la examinó mientras un hilillo de baba parecido a la fibra óptica seguía conectando la salchicha a la niña.

—Creo que nunca podré volver a comer una salchicha de estas —dijo—. Siempre evocarán en mí la imagen de mi sobrina haciéndole una mamada a un monigote de trapo.

—¡Jane! —Charlie le quitó la salchicha y la tiró al fregadero.

—¡¿Qué?!

—¿Me estás escuchando ?

—Sí, sí, viste a un autobús atropellar a un tipo y ahora se te está deshilachando el tejido. ¿Y qué?

—¿Que alguien me está puteando?

—¿Y eso es nuevo, Charlie? Llevas pensando que alguien te esté puteando desde que tenías ocho años.

—Y es cierto que me han puteado. Seguramente. Pero está vez es real. Podría ser real.

—Oye, que las salchichas son de ternera. Resulta que al final Sophie no es una
shikster
.

—¡Una
shiksa
!

—Lo que sea.

—Jane, no me estás ayudando con este problema.

—¿Qué problema? ¿Tienes algún problema?

El problema de Charlie era que la cola de arrastre de su imaginación de macho beta le incordiaba más que si tuviera astillas de bambú metidas bajo las uñas de los dedos. Mientras que los machos alfa están a menudo dotados de atributos físicos superiores (estatura, fuerza, velocidad, buena planta), seleccionados por la evolución a lo largo de eones gracias a la supervivencia del más fuerte y, esencialmente, debido a que se llevan a todas las chicas, los genes del macho beta han sobrevivido no gracias al enfrentamiento y la superación de la adversidad, sino gracias a que son capaces de anticiparse a ella y eludirla. O séase que, cuando los machos alfa andaban por ahí persiguiendo mastodontes, los machos beta eran capaces de imaginar de antemano que atacar con un garrote afilado a lo que básicamente era una excavadora furiosa y peluda podía ser mal negocio, y se quedaban en el campamento a fin de consolar a las desconsoladas viudas. Cuando los machos alfa partían a la conquista de tribus vecinas, a hacer recuento de escaramuzas y cortar cabezas, los machos beta veían con antelación que, en caso de que salieran victoriosos, la llegada de esclavas daría lugar a un excedente de mujeres desparejadas y marginadas en favor de modélicos trofeos de menor edad, y que algunas de esas mujeres, sin nada que hacer salvo salar cabezas y consignar en los anales las escaramuzas aún por contar, hallarían solaz en brazos de cualquier macho beta que hubiera tenido la perspicacia de sobrevivir. En caso de derrota, en fin, siempre habría viudas. El macho beta rara vez es el más fuerte o el más veloz, pero, dado que es capaz de anticiparse al peligro, supera con creces en número a sus competidores alfa. Los machos alfa gobiernan el mundo, pero la maquinaria del mundo gira sobre los engranajes del macho beta.

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