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Authors: Christopher Priest

Tags: #Ciencia Ficción

Un mundo invertido (5 page)

BOOK: Un mundo invertido
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Ya a punto de llegar, caí en la cuenta de que no tenía ni idea de cómo entrar. El día anterior, futuro Denton me había dado una vuelta por el exterior de la ciudad, pero en aquellos momentos estaba tan inmerso en asimilar tantas experiencias que absorbí muy pocos detalles de los que se me presentaron. Su aspecto me pareció entonces muy distinto.

Solo recordaba claramente que existía una puerta detrás de la plataforma donde había presenciado mi primer amanecer, y fue allí adonde me dirigí. No era tan fácil como pensaba.

Regresé al sur de la ciudad, pasé por encima de las vías en las que trabajé el día anterior y viré al este. Estaba seguro de que ahí fue donde Denton y yo descendimos aquella serie de escalones metálicos. Me equivoqué en varias ocasiones. Pasé largo rato renqueando dolorido por diversas pasarelas y subiendo cautelosamente varias escaleras hasta que encontré finalmente la plataforma correcta y subí. La puerta estaba cerrada con llave.

No me quedaba otra alternativa que preguntar. Volví a descender al campo y regresé al sur, donde Malchuskin y su grupo de hombres ya estaban trabajando de nuevo en el desmantelamiento de las vías.

Cargado de paciencia, Malchuskin meneó la cabeza. Dejó a Rafael al cargo y me mostró lo que debía hacer. Me condujo al estrecho espacio entre las dos vías interiores, justo bajo el límite de la ciudad. Era una zona fría y oscura.

Nos detuvimos junto a una escalinata de metal.

—En lo alto de estas escaleras hay un ascensor —me indicó—. ¿Sabes lo que es eso?

—Sí.

—¿Tienes una llave del gremio?

Rebusqué en el bolsillo y saqué el pedazo de metal informe que me había dado Clausewitz para abrir la puerta del orfanato.

—¿Es esto?

—Sí. Hay una cerradura en el ascensor. Sube a la cuarta planta, busca a un funcionario y pregúntale si puedes usar el baño.

Hice lo que dijo, sintiéndome bastante estúpido. Oí las risas de Malchuskin a mi espalda. No me costó demasiado encontrar el ascensor. Las puertas no se abrieron cuando giré la llave. Esperé. Unos momentos después se separaron abruptamente y de la cabina salieron dos hombres del gremio, que bajaron por las escaleras sin prestarme la menor atención.

De repente, las puertas comenzaron a cerrarse solas, así que me apresuré a entrar. Antes de que descubriera el modo de controlarlo, el ascensor se elevó por su propia cuenta. En la pared cercana a la puerta había una serie de botones alineados, cada uno con su respectiva cerradura. Metí la llave en la correspondiente al número cuatro, esperando que fuera la correcta. El ascensor ascendió un largo rato, o eso me pareció, y de repente se detuvo en seco. Las puertas se abrieron y salí de él. Al tiempo que me adentraba en el pasillo, otros tres hombres del gremio ocuparon la cabina.

Vi de reojo un cartel en la pared que indicaba que era la séptima planta. Me había pasado. Volví a meterme en el ascensor antes de que las puertas se cerraran.

—¿Adónde vas, aprendiz? —me preguntó uno de los hombres.

—A la cuarta planta.

—De acuerdo, relájate.

Introdujo su propia llave en la cerradura correspondiente al número cuatro y esta vez la cabina se detuvo en el piso correcto. Le murmuré unas palabras de agradecimiento al hombre de gremio que me había ayudado y me bajé del ascensor.

En los últimos minutos, con tanta preocupación, casi había olvidado los dolores de mi cuerpo. Regresaron casi de inmediato.

Había mucha actividad en esta parte de la ciudad, gran cantidad de personas se desplazaban por los corredores, se sucedían múltiples conversaciones y decenas de puertas se abrían y cerraban. Era muy diferente al exterior, la quietud del campo provocaba una sensación atemporal, y por mucho que la gente trabajara y se moviera por él, la atmósfera era más apacible. Las labores de Malchuskin y su banda tenían un propósito elemental, sin embargo aquí, en el corazón de los niveles superiores, prohibidos para mí hasta hace poco, todo poseía un halo de misterio y complicación.

Recordé las instrucciones de Malchuskin. Elegí una puerta al azar y entré. Dentro me encontré con dos mujeres, a las que divirtió mi petición, pero que no dudaron en ayudarme.

Pocos minutos más tarde metí mi cuerpo dolorido en un baño de agua caliente y cerré los ojos.

Me había costado tanto esfuerzo conseguir aquel baño que me pregunté si realmente iba a merecer la pena; el hecho es que en cuanto salí de la bañera y me sequé, me di cuenta de que no estaba ni la mitad de entumecido que antes. El dolor aún era patente cuando estiraba los músculos, pero el cansancio había desaparecido de mi cuerpo.

Mi vuelta a la ciudad me trajo inevitablemente a la mente la imagen de Victoria. Lo poco que la vi en la ceremonia aumentó mi curiosidad por ella. La idea de regresar inmediatamente a desmontar viejas traviesas no me atraía demasiado, y aunque sabía que no iba a poder estar alejado de Malchuskin mucho tiempo, decidí ir a visitar a mi prometida.

Abandoné el cuarto de baño para coger de nuevo el ascensor. Nadie lo estaba usando, pero tuve que llamarlo para que subiera a mi planta. Una vez llegó, decidí estudiar sus controles con mayor detenimiento. Quería experimentar.

Exploré primero la séptima planta. Me paseé un rato por sus pasillos sin advertir una excesiva diferencia entre esta y la planta de donde venía. Lo mismo podría decirse del resto, aunque en la tercera, cuarta y quinta parecía haber mayor actividad. La primera era un oscuro túnel bajo la ciudad.

Subí y bajé un par de veces. La distancia entre la primera y la segunda planta era sorprendentemente grande. En cambio, entre el resto de niveles no había mucha. Instintivamente, pensé que encontraría el orfanato en la segunda planta, así que abandoné el ascensor pensando que si me equivocaba lo buscaría a pie.

Frente a la entrada del ascensor había una escalera que descendía a un corredor transversal que recordaba vagamente al de la mañana en la que Bruch me condujo a la ceremonia. Pronto me topé con la puerta del orfanato.

Una vez dentro, cerré la puerta con la llave del gremio. Todo me resultaba familiar allí dentro. Me di cuenta de que hasta entonces había estado midiendo mis movimientos casi milímetro a milímetro. Ahora que estaba de regreso al orfanato me sentía como en casa. Bajé los escalones y recorrí los pasillos que tan bien conocía. Su aspecto general era distinto al del resto de la ciudad, su olor también. Observé los familiares desconchones de la pared donde generaciones enteras de niños escribieron sus nombres antes que yo; la vieja pintura marrón, la raída moqueta, las puertas de las habitaciones. Por pura costumbre me dirigí a la mía y entré. Todo permanecía intacto. Habían hecho la cama y la alcoba estaba más limpia y ordenada de lo que nunca estuvo cuando la usaba a diario, pero mis escasas posesiones seguían en su lugar, al igual que las de Jase, aunque no había ni rastro de él.

Eché otro vistazo y regresé al pasillo. Me quedó claro que esta visita a mi habitación no albergaba ningún propósito. Bajé por el pasillo en dirección a las salas donde nos daban clase. Un sonido de voces amortiguadas venía de detrás de ellas. Me asomé a las cristaleras circulares para ver el discurrir de las lecciones; pocos días antes yo era uno más de esos alumnos. En una de las salas vi a mis coetáneos, algunos de los cuales pronto se enfrentarían como yo a un aprendizaje en uno de los gremios de primer orden. La mayoría de ellos, por el contrario, estaban destinados a desempeñar cualquier trabajo administrativo en la ciudad. Estuve tentado de entrar y someterme a sus preguntas. No respondería a ninguna, me limitaría a mantener un misterioso y significativo silencio.

En el orfanato no existía la segregación por sexos. En todas las clases a las que me asomé busqué a Victoria con la mirada; no la vi en ninguna. Tras acabar de revisar todas, probé suerte en las salas comunes. En el comedor ya se escuchaba el ajetreo de los preparativos del almuerzo, el gimnasio estaba vacío y el pequeño espacio al aire libre carecía de salida. Me encaminé a la sala de recreo, el único lugar en todo el orfanato destinado al efecto. Allí varios chicos hablaban despreocupadamente, como era habitual en los alumnos de esa edad cuando se les dejaba solos para que estudiaran. Algunos de ellos habían sido mis compañeros pocos días atrás, así que me convertí en el centro de atención en cuanto me descubrieron. Era lo que había estado esperando.

Querían saber a qué gremio me había unido, lo que estaba haciendo, lo que había visto. ¿Qué pasaba cuando uno llegaba a la mayoría de edad? ¿Qué les aguardaba en el exterior del orfanato?

Curiosamente, no hubiera podido responderles a muchas de esas preguntas, ni aunque me hubiera sido posible romper el juramento. En los dos últimos días había hecho muchas cosas, sin embargo, la mayor parte de lo que veía seguía resultándome incomprensible.

Acabé refugiándome tras una críptica barrera de chascarrillos y chanzas para ocultar lo poco que sabía. Eso no apaciguó el interés de los muchachos, no obstante, decepcionados, el bombardeo de preguntas cesó.

Abandoné el orfanato en cuanto me fue posible, me quedó claro que Victoria ya no se encontraba allí.

Descendí por el ascensor hasta la oscura zona bajo la mole de la ciudad y caminé entre las vías en busca de la luz del sol. Malchuskin arengaba a sus poco colaboradores trabajadores para que descargaran los raíles y traviesas del carro. Apenas reparó en mi vuelta.

5

Varios días se sucedieron lentamente sin que yo regresara a la ciudad.

Aprendí del error del primer día y no me lancé con demasiado ímpetu a la faceta física del trabajo en las vías. Decidí seguir el ejemplo de Malchuskin y me concentré principalmente en supervisar la mano de obra contratada. Aunque solo los ayudábamos activamente en contadas ocasiones, era un trabajo arduo y pesado al que, no obstante, mi cuerpo se habituó con rapidez. Me sentía más en forma que nunca, pronto el trabajo físico no me supuso ningún esfuerzo. Además, la piel se me estaba bronceando por el efecto de los rayos del sol. Mis únicas quejas eran la anodina dieta, basada únicamente en comida sintética, y la incapacidad de Malchuskin para explicarme de un modo claro e interesante qué contribución estábamos realizando para la seguridad de la ciudad. Trabajábamos hasta tarde y, tras una cena frugal, nos íbamos directamente a la cama.

Nuestra labor en las vías de la zona meridional de la ciudad estaba casi concluida. Nuestra tarea consistía en desmontarlas todas y erigir cuatro amortiguadores a una distancia uniforme de la ciudad. Esas mismas vías que desmontábamos eran transportadas al área septentrional para volver a ser tendidas.

—¿Cuánto tiempo llevas fuera? —me dijo Malchuskin una noche.

—No estoy seguro.

—En días.

—Ah… siete.

Mi primer impulso había sido calcularlo en kilómetros.

—Dentro de tres días te tomarás un descanso. Pasarás dos días en la ciudad y luego permanecerás aquí durante otros ochocientos metros.

Le pregunté cómo le era posible discernir el paso del tiempo tanto en días como en kilómetros.

—A la ciudad le lleva unos diez días recorrer un kilómetro y medio —me informó—. Por lo tanto, en un año cubre unos cincuenta y ocho y medio.

—Pero la ciudad no se está moviendo.

—Ahora mismo no. Pronto lo hará. De todas formas, lo que tenemos en cuenta no es cuánto se ha movido la ciudad realmente, sino lo que debería haberse movido. Nos basamos en la posición del óptimo.

Meneé la cabeza.

—¿Qué significa eso?

—El óptimo es la posición ideal que debería ocupar la ciudad. Para mantener un buen ritmo debería avanzar una décima de kilómetro al día aproximadamente. Obviamente, eso es demasiado pedir, así que nos limitamos a desplazar la ciudad hacia el óptimo al mejor ritmo posible.

—¿Se ha llegado al óptimo alguna vez?

—No que yo recuerde.

—¿Dónde está el óptimo en estos momentos?

—Unos cinco kilómetros por delante de nosotros. Esa es la media habitual. Mi padre trabajó en las vías antes que yo, una vez me dijo que llegaron a estar a dieciséis kilómetros del óptimo. Es lo máximo de lo que he tenido constancia.

—¿Qué pasaría si llegáramos al óptimo?

Malchuskin sonrió.

—Continuaríamos desmontando vías.

—¿Por qué?

—Porque el óptimo no para de moverse. Es poco probable que lo alcancemos, no merece la pena pensar en ello. Nos vale con estar en cualquier lugar a unos pocos kilómetros de él. Te lo diré de otro modo… si consiguiéramos ponernos por delante del óptimo durante un tiempo, podríamos tomarnos un largo descanso.

—¿Es eso posible?

—Supongo que sí. Considéralo de esta forma: el lugar donde nos encontramos ahora es bastante alto, para subir aquí tuvimos que atravesar muchos terrenos elevados. Eso fue en la época de mi padre. Subir es un trabajo muy duro, por eso lleva más tiempo y nos alejamos del óptimo. Si llegáramos a un territorio de relieve bajo, el avance sería rápido; es más fácil bajar que subir.

—¿Qué posibilidades hay de que ocurra tal cosa?

—Eso pregúntaselo a tu gremio. A mí no me concierne.

—¿Pero cómo es el paisaje de por aquí?

—Te lo mostraré mañana.

No entendí casi nada de lo que me contó Malchuskin, pero al menos me quedó claro el método usado para medir el tiempo. Mi edad era mil cuarenta kilómetros, lo cual no significaba que la ciudad los hubiera recorrido, sino que el óptimo lo había hecho. Fuera lo que fuera eso del óptimo.

Malchuskin cumplió su promesa al día siguiente. En uno de los habituales descansos que les dábamos a los trabajadores bajo la gran sombra de la ciudad, caminé con él hacia una pequeña elevación del terreno a cierta distancia al este. Desde allí se podía ver con gran claridad el paisaje que circundaba la ciudad.

Nos encontrábamos en el centro de un ancho valle, enclaustrado al norte y al sur por dos cerros relativamente altos. Al sur, eran claramente visibles las cicatrices dejadas en la tierra por las vías: cuatro largas filas paralelas donde fueron en su día desplegadas las traviesas y los cimientos.

Al norte de la ciudad, las vías ascendían por la pendiente del cerro. No se veía mucha actividad por aquella zona, solo divisé una de las vagonetas impulsadas a batería, que rodaba cuesta arriba con su carga de raíles, traviesas y trabajadores. En lo alto del cerro la actividad sí era considerable, aunque a tal distancia me era imposible saber lo que allí acontecía.

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