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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Relato

Un asunto de honor (3 page)

BOOK: Un asunto de honor
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Decidí despistar un poco, así que a la altura de Riotinto tomé la comarcal 421 a la derecha, la que lleva a los pantanos del Oranque y el Odiel, y en Calañas torcí a la izquierda para regresar por Valverde del Camino. Seguía atento a la radio, pero los colegas se portaban. Nadie hablaba de nosotros ahora. Sólo de vez en cuando alguna alusión velada, algún comentario con doble sentido. El Lejía Loco informó escuetamente que un coche funerario acababa de adelantarlo en la gasolinera de Zalamea. Amor de Madre y Bragueta Intrépida repitieron el dato sin añadir comentarios. Al poco, El Riojano Sexy informó en clave que había un control picoleto en el cruce de El Pozuelo y después le deseó buen viaje al Llanero y la compañía.

—¿Por qué te llaman Llanero Solitario? —preguntó la niña. La carretera era mala y yo conducía despacio, con cuidado.

—Porque soy de Los Llanos de Albacete.

—¿Y Solitario?

Cogí un cigarrillo y presioné el encendedor automático del salpicadero. Fue ella quien me lo acercó a la boca cuando hizo clic.

—Porque estoy solo, supongo.

—¿Y desde cuándo estás solo?

—Toda mi puta vida.

Se quedó un rato callada, como si meditase aquello. Después cogió el libro y lo abrazó contra el pecho.

—Nati siempre dice que me voy a volver loca de tanto leer.

—¿Lees mucho?

—No sé. Leo este libro muchas veces.

—¿De qué va?

—De piratas. También hay un tesoro.

—Me parece que he visto la película.

Hacía media hora que la radio estaba tranquila, y conducir un camión de cuarenta toneladas por carreteras comarcales lo hace polvo a uno. Así que eché el freno en un motel de carretera, el Pato Alegre, para tomar una ducha y despejarme. Alquilé un apartamento con dos camas, le dije a ella que descansara en una, y estuve diez minutos bajo el agua caliente, procurando no pensar en nada. Después, más relajado, me puse a pensar en la niña y tuve que pasar otros tres minutos bajo el agua —esta vez fría— hasta que estuve en condiciones de salir de allí. Aunque seguía húmedo, me puse los tejanos directamente sobre la piel y volví al dormitorio. Estaba sentada en la cama y me miraba.

—¿Quieres ducharte?

Negó con la cabeza, sin dejar de mirarme.

—Bueno —dije tumbándome en la otra cama, y puse el reloj despertador para dos horas más tarde—. Voy a dormir un rato.

Apagué la luz. El rótulo luminoso colaba una claridad blanca entre los visillos de la ventana. Oí a la niña moverse en su cama, y adiviné su vestido ligero estampado, los hombros morenos, las piernas. Los ojos oscuros y grandes. Mi nueva erección tropezó con la cremallera entreabierta de los tejanos, arañándome. Cambié de postura y procuré pensar en el portugués Almeida y en la que me había caído encima. La erección desapareció de golpe.

De pronto noté un roce suave en el costado, y una mano me tocó la cara. Abrí los ojos. Se había deslizado desde su cama, tumbándose a mi lado. Olía a jovencita, como pan tierno, y les juro por mi madre que me acojoné hasta arriba.

—¿Qué haces aquí?

Me miraba a la claridad de la ventana, estudiándome el careto. Tenía los ojos brillantes y muy serios.

—He estado pensando. Al final me cogerán, tarde o temprano.

Su voz era un susurro calentito. Me habría gustado besarle el cuello, pero me contuve. No estaba el horno para bollos.

—Es posible —respondí—. Aunque yo haré lo que pueda.

—El portugués Almeida cobró el dinero de mi virginidad. Y un trato es un trato.

Arrugué el entrecejo y me puse a pensar.

—No sé. Quizá podamos conseguir los cuarenta mil duros.

La niña movió la cabeza.

—Sería inútil. El portugués Almeida es un sinvergüenza, pero siempre cumple su palabra… Dijo que lo de don Máximo Larreta y él era un asunto de honor.

—De honor —repetí yo, porque se me ocurrían veinte definiciones mejores para aquellos hijos de la gran puta, con la Nati de celestina de su propia hermana y Porky de mamporrero. Los imaginé en el coche funerario, carretera arriba y abajo, buscando mi camión para recuperar la mercancía que les había volado.

Me encogí de hombros.

—Pues no hay nada que hacer —dije—. Así que procuremos que no nos cojan.

Se quedó callada un rato, sin apartar los ojos de mí. Por el escote del vestido se le adivinaban los pechos, que oscilaban suavemente al moverse. La cremallera me hizo daño otra vez.

—Se me ha ocurrido algo —dijo ella.

Les juro a ustedes que lo adiviné antes de que lo dijera, porque se me erizaron los pelos del cogote. Me había puesto una mano encima del pecho desnudo, y yo no osaba moverme.

—Ni se te ocurra —balbucí.

—Si dejo de ser virgen, el portugués Almeida tendrá que deshacer el trato.

—No me estarás diciendo —la interrumpí con un hilo de voz— que lo hagamos juntos. Me refiero a ti y a mí. O sea.

Ella bajó su mano por mi pecho y la detuvo justo con un dedo dentro del ombligo.

—Nunca he estado con nadie.

—Anda la hostia —dije. Y salté de la cama.

Ella se incorporó también, despacio. Lo que son las mujeres: en ese momento no aparentaba dieciséis años, sino treinta. Hasta la voz parecía haberle cambiado. Yo pegué la espalda a la pared.

—Nunca he estado con nadie —repitió.

—Me alegro —dije, confuso.

—¿De verdad te alegras?

—Quiero decir que, ejem. Sí. Mejor para ti.

Entonces cruzó los brazos y se sacó el vestido por la cabeza, así, por las buenas. Llevaba unas braguitas blancas, de algodón, y estaba preciosa allí, desnuda, como un trocito de carne maravillosa, cálida, perfecta.

En cuanto a mí, qué les voy a contar. La cremallera me estaba destrozando vivo.

5. Llegan los malos

Era una noche tranquila, de esas en las que no se mueve ni una hoja, y la claridad que entraba por la ventana silueteaba nuestras sombras encima de las sábanas en las que no me atrevía a tumbarme. Se preguntarán ustedes de qué iba yo, a mis años y con las conchas que dan el oficio de camionero, año y medio de talego y una mili en Ceuta. Pero ya ven. Aquel trocito de carne desnuda y tibia que olía a crío pequeño recién despierto, con sus ojos grandes y negros mirándome a un palmo de mi cara, era hermoso como un sueño. En la radio, Manolo Tena cantaba algo sobre un loro que no habla y un reloj que no funciona, pero aquella noche a mí me funcionaba todo de maravilla, salvo el sentido común. Tragué saliva y dejé de eludir sus ojos. Estás listo, colega, me dije. Listo de papeles.

—¿De verdad eres virgen?

Me miró como sólo saben mirar las mujeres, con esa sabiduría irónica y fatigada que ni la aprenden ni tiene edad porque la llevan en la sangre, desde siempre.

—¿De verdad eres así de gilipollas? —respondió.

Después me puso una mano en el hombro, un instante, como si fuésemos dos compañeros charlando tan tranquilos, y luego la deslizó despacio por mi pecho y mi estómago hasta agarrarme la cintura de los tejanos, justo sobre el botón metálico donde pone
Levi’s
. Y fue tirando de mí despacio, hacia la cama, mientras me miraba atenta y casi divertida, con curiosidad. Igual que una niña transgrediendo límites.

—¿Dónde has aprendido esto? —le pregunté.

—En la tele.

Entonces se echó a reír, y yo también me eché a reír, y caímos abrazados sobre las sábanas y, bueno, qué quieren que les diga. Lo hice todo despacito, con cuidado, atento a que le fuera bien a ella, y de pronto me encontré con sus ojos muy abiertos y comprendí que estaba mucho más asustada que yo, asustada de verdad, y sentí que se agarraba a mí como si no tuviera otra cosa en el mundo. Y quizá se trataba exactamente de eso. Entonces volví a sentirme así, como blandito y desarmado por dentro, y la rodeé con los brazos besándola lo más suavemente que pude, porque temía hacerle daño. Su boca era tierna como nunca había visto otra igual, y por primera vez en mi vida pensé que a mi pobre vieja, si me estaba viendo desde donde estuviera, allá arriba, no podía parecerle mal todo aquello.

—Trocito —dije en voz baja.

Y su boca sonreía bajo mis labios mientras los ojos grandes, siempre abiertos, seguían mirándome fijos en la semioscuridad. Entonces recordé cuando estalló la granada de ejercicio en el cuartel de Ceuta, y cuando en El Puerto quisieron darme una mojada porque me negué a ponerle el culo a un Kie, o aquella otra vez que me quedé dormido al volante entrando en Talavera y no palmé de milagro. Así que me dije: suerte que tienes, Manolo, colega, suerte que tienes de estar vivo. De tener carne y sentimiento y sangre que se te mueve por las venas, porque te hubieras perdido esto y ahora ya nadie te lo puede quitar. Todo se había vuelto suave, y húmedo, y cálido, y yo pensaba una y otra vez para mantenerme alerta: tengo que retirarme antes de que se me afloje el muelle y la preñe. Pero no hizo falta, porque en ese momento hubo un estrépito en la puerta, se encendió la luz, y al volverme encontré la sonrisa del portugués Almeida y un puño de Porky que se acercaba, veloz y enorme, a mi cabeza.

Me desperté en el suelo, tan desnudo como cuando me durmieron, las sienes zumbándome en estéreo. Lo hice con la cara pegada al suelo mientras abría un ojo despacio y prudente, y lo primero que vi fue la minifalda de la Nati, que por cierto llevaba bragas rojas. Estaba en una silla fumándose un cigarrillo. A su lado, de pie, el portugués Almeida tenía las manos en los bolsillos, como los malos de las películas, y el diente de oro le brillaba al torcer la boca con malhumorada chulería. En la cama, con una rodilla encima de las sábanas, Porky vigilaba de cerca a la niña, cuyos pechos temblaban y tenía en los ojos todo el miedo del mundo. Tal era el cuadro, e ignoro lo que allí se había dicho mientras yo sobaba; pero lo que oí al despertarme no era tranquilizador en absoluto.

—Me has hecho quedar mal —le decía el portugués Almeida a la niña—. Soy un hombre de honor, y por tu culpa falto a mi palabra con don Máximo Larreta… ¿Qué voy a hacer ahora?

Ella lo miraba, sin responder, con una mano intentando cubrirse los pechos y la otra entre los muslos.

—¿Qué voy a hacer? —repitió el portugués Almeida en tono de furiosa desesperación, y dio un paso hacia la cama. La niña hizo ademán de retroceder y Porky la agarró por el pelo para inmovilizarla, sin violencia. Sólo la sostuvo de ese modo, sin tirar. Parecía turbado por su desnudez y desviaba la vista cada vez que ella lo miraba.

—Quizá Larreta ni se dé cuenta —apuntó la Nati—. Yo puedo enseñarle a esta zorra cómo fingir.

El portugués Almeida movió la cabeza.

—Don Máximo no es ningún imbécil. Además, mírala.

A pesar de la mano de Porky en su cabello, a pesar del miedo que afloraba sin rebozo a sus ojos muy abiertos, la niña había movido la cabeza en una señal negativa.

Con todo lo buena que estaba, la Nati era mala de verdad; como esas madrastras de los cuentos. Así que soltó una blasfemia de camionero.

—Zorra orgullosa y testaruda —añadió, como si mascara veneno.

Después se puso en pie alisándose la minifalda, fue hasta la niña y le sacudió una bofetada que hizo a Porky dejar de sujetarla por el pelo.

—Pequeña guarra —casi escupió—. Debí dejar que os la follarais con trece años.

—Eso no soluciona nada —se lamentó el portugués Almeida—. Cobré el dinero de Larreta, y ahora estoy deshonrado.

Enarcaba las cejas mientras el diente de oro emitía destellos de despecho. Porky se miraba las puntas de los zapatos, avergonzado por la deshonra de su jefe.

—Yo soy un hombre de honor —repitió el portugués Almeida, tan abatido que casi me dio gana de levantarme e ir a darle una palmadita en el hombro—. ¿Qué voy a hacer ahora?

—Puedes capar a ese hijoputa —sugirió la Nati, siempre piadosa, y supongo que se refería a mí. En el acto se me pasó la gana de darle palmaditas a nadie. Piensa, me dije. Piensa cómo salir de ésta o se van a hacer un llavero con tus pelotas, colega. Lo malo es que allí, desnudo y boca abajo en el suelo, no había demasiado qué pensar.

El portugués Almeida sacó la mano derecha del bolsillo. Tenía en ella una de esas navajas de muelles, de dos palmos de larga, que te acojonan aun estando cerradas.

—Antes voy a marcar a esa zorra —dijo.

Hubo un silencio. Porky se rascaba el cogote, incómodo, y la Nati miraba a su chulo como si éste se hubiera vuelto majara.

—¿Marcarla? —preguntó.

—Sí. En la cara —el diente de oro relucía irónico y resuelto—. Un bonito tajo. Después se la llevaré a don Máximo Larreta para devolverle el dinero y decirle: me deshonró y la he castigado. Ahora puede tirársela gratis, si quiere.

—Estás loco —dijo la Nati—. Vas a estropear la mercancía. Si no es para Larreta, será para otros. La carita de esta zorra es nuestro mejor capital.

El portugués Almeida miró a la Nati con dignidad ofendida.

—Tú no lo entiendes, mujer —suspiró—. Yo soy un hombre de honor.

—Tú lo que eres es un capullo. Marcarla es tirar dinero por la ventana.

El portugués Almeida levantó la navaja, aún cerrada, dando un paso hacia la lumi.

—Cierra esa boca —ahora bailaba la amenaza en el diente de oro— o te la cierro yo.

La Nati miró primero la navaja y después los ojos de su chulo, y con ese instinto que tienen algunas mujeres y casi todas las putas, comprendió que no había más que hablar. Así que encogió los hombros, fue a sentarse de nuevo y encendió otro cigarrillo. Entonces el portugués Almeida echó la navaja sobre la cama, junto a Porky.

—Márcala —ordenó—. Y luego capamos al otro imbécil.

6. Albacete, Inox

Macizo y enorme, Porky miraba la navaja cerrada sobre la cama, sin decidirse a cogerla.

—Márcala —repitió el portugués Almeida.

El otro alargó la mano a medias, pero no consumó el gesto. La chuli parecía un bicho negro y letal que acechase entre las sábanas blancas.

—He dicho que la marques —insistió el portugués Almeida—. Un solo tajo, de arriba abajo. En la mejilla izquierda.

Porky se pasaba una de sus manazas por la cara llena de granos. Observó de nuevo la navaja y luego a la niña, que había retrocedido hasta apoyar la espalda en el cabezal de la cama y lo miraba, espantada. Entonces movió la cabeza.

—No puedo, jefe.

Parecía un paquidermo avergonzado, con su jeta porcina enrojecida hasta las orejas y aquellos escrúpulos recién estrenados. Para que te fíes de las apariencias, me dije. Aquel pedazo de carne tenía su chispita.

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