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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Relato

Un asunto de honor (2 page)

BOOK: Un asunto de honor
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—Que te bajes.

—No me da la gana.

—Pues tú misma.

Puse el motor en marcha, di la vuelta al camión y desanduve camino hasta el puticlub del portugués Almeida. Durante los quince minutos que duró el trayecto, ella permaneció inmóvil a mi lado, en la cabina, con su mochila a la espalda y el libro abrazado contra el pecho, la mirada fija en la raya discontinua de la carretera. Yo me volvía de vez en cuando a observarla de reojo, a hurtadillas. Me sentía inquieto y avergonzado. Pero ya dirán ustedes qué otra maldita cosa podía hacer.

—Lo siento —dije por fin, en voz baja.

Ella no respondió, y eso me hizo sentir peor aún. Pensaba en aquel don Máximo Larreta, canalla y vulgar, enriquecido con la especulación de terrenos, el negocio de la construcción y los chanchullos. Desparramando billetes convencido, como tantos de sus compadres, de que todo en el mundo —una mujer, un ex presidiario, una niña virgen de dieciséis años— podía comprarse con dinero.

Dejé de pensar. Las luces del puticlub se veían ya tras la próxima curva, y pronto todo volvería a ser como antes, como siempre: la carretera, los Chunguitos y yo. Le eché un último vistazo a la niña, aprovechando las luces de una gasolinera. Mantenía el libro apretado contra el pecho, resignada e inmóvil. Tenía un perfil precioso, de yogurcito dulce. Cuarenta mil cochinos duros, me dije. Perra vida.

Detuve el camión en la explanada frente al club de alterne y la observé. Seguía mirando obstinada, al frente, y le caía por la cara una lágrima gruesa, brillante. Un reguero denso que se le quedó suspendido a un lado de la barbilla.

—Hijoputa —dijo.

Abajo debían de haberse olido el asunto, porque vi salir a Porky, y después a la Nati, que se quedó en la puerta con los brazos en jarras. Al poco salió el portugués Almeida, moreno, bajito, con sus patillas rizadas y sus andares de chulo lisboeta, el diente de oro y la sonrisa peligrosa, y se vino despacio hasta el pie del camión, con Porky guardándole las espaldas.

—Quiso dar un paseo —les expliqué.

Porky miraba a su jefe y el portugués Almeida me miraba a mí. Desde lejos, la Nati nos miraba a todos. La única que no miraba a nadie era la niña.

—Me joden los listos —dijo el portugués Almeida, y su sonrisa era una amenaza. 

Encogí los hombros, procurando tragarme la mala leche.

—Me la trae floja lo que te joda o no. La niña se subió a mi camión, y aquí os la traigo.

Porky dio un paso adelante, los brazos —parecían jamones—algo separados del cuerpo como en las películas, por si su jefe encajaba mal mis comentarios. Pero el portugués Almeida se limitó a mirarme en silencio antes de ensanchar la sonrisa.

—Eres un buen chico, ¿verdad?… La Nati dice que eres un buen chico.

Me quedé callado. Aquella gente era peligrosa, pero en año y medio de talego hasta el más primavera aprende un par de trucos. Agarré con disimulo un destornillador grande y lo dejé al alcance de la mano por si liábamos la pajarraca. Pero el portugués Almeida no estaba aquella noche por la labor. Al menos, no conmigo.

—Haz que baje esa zorra —dijo. El diente de oro le brillaba en mitad de la boca.

Eso lo zanjaba todo, así que me incliné sobre las rodillas de la niña para abrir la puerta del camión. Al hacerlo, con el codo le rocé involuntariamente los pechos. Eran suaves y temblaban como dos palomas.

—Baja —le dije.

No se movió. Entonces el portugués Almeida la agarró por un brazo y tiró de ella hacia abajo, con violencia, haciéndola caer de la cabina al suelo. Porky tenía el ceño fruncido, como si aquello lo hiciera pensar.

—Guarra —dijo su jefe. Y le dio una bofetada a la chica cuando ésta se incorporaba, aún con la pequeña mochila a la espalda. Sonó
plaf
, y yo desvié la mirada, y cuando volví a mirar los ojos de ella buscaron los míos; pero había dentro tanta desesperación y tanto desprecio que cerré la puerta de un golpe para interponerla entre nosotros. Después, con las orejas ardiéndome de vergüenza, giré el volante y llevé de nuevo el Volvo hacia la carretera.

Veinte kilómetros más adelante, paré en un área de servicio y le estuve pegando puñetazos al volante hasta que me dolió la mano. Después tanteé el asiento en busca del paquete de tabaco, encontré su libro y encendí la luz de la cabina para verlo mejor.
La isla del tesoro
, se llamaba. Por un tal R. L. Stevenson. En la portada se veía el mapa de una isla, y dentro había una estampa con un barco de vela, y otra con un fulano cojo y un loro en el hombro. En las dos se veía el mar.

Me fumé dos cigarrillos, uno detrás de otro. Después me miré el careto en el espejo de la cabina, la nariz rota en el Puerto de Santa María, el diente desportillado en Ceuta. Otra vez no, me dije. Tienes demasiado que perder, ahora: el curro y la libertad. Después pensé en los cuarenta mil duros de don Máximo Larreta, en la sonrisa del portugués Almeida. En la lágrima gruesa y brillante suspendida a un lado de la barbilla de la niña.

Entonces toqué el libro y me santigüé. Hacía mucho que no me santiguaba, y mi pobre vieja habría estado contenta de verme hacerlo. Después suspiré hondo antes de girar la llave de encendido para dar contacto, y el Volvo se puso a rugir bajo mis pies y mis manos. Lo llevé hasta la carretera para emprender, por segunda vez aquella noche, el regreso en dirección a Jerez de los Caballeros. Y cuando vi aparecer a lo lejos las luces del puticlub —ya me las sabía de memoria, las malditas luces— puse a los Chunguitos en el radiocassette, para darme coraje.

3. Fuga hacia el sur

No sé cómo lo hice, pero el caso es que lo hice. Sé que en la puerta aspiré aire, como quien va a zambullirse en el agua, y luego entré. Del resto recuerdo fragmentos: la cara de la Nati al verme aparecer de nuevo en el puticlub, las carnes viscosas de Porky cuando le asesté un rodillazo en los huevos. Lo demás es confuso: las chicas pegando gritos, la Nati tirándome un cuchillo de cortar jamón a la cara y fallándome por dos dedos, el pasillo largo como un día sin tabaco y yo aporreando las puertas, una que se abre y el portugués Almeida que me tira una hostia con la hebilla de su cinturón mientras, por encima de su hombro, veo a la niña tendida en una cama.

—¿Qué haces aquí, cabrón?

Me dice. La niña tiene la marca de un correazo en la cara, y el diente de oro del portugués Almeida me deslumbra, y yo me vuelvo loco, así que agarro por el gollete una botella que está sobre la mesa, la casco en la pared y le pongo a mi primo el filo justo debajo de la mandíbula, en la carótida, y el fulano se rila por la pata abajo porque los ojos que tengo en ese momento son ojos de matar.

—Nos vamos, chiquilla.

Y ella no dice esta boca es mía, sino que agarra su mochila, que está en el suelo junto a la cama, y se desliza rápida como una ardilla por debajo de mi brazo, el mismo con el que tengo agarrado por el cuello al portugués Almeida. Y así, con el filo de la botella tocándole las venas hinchadas, nos vamos a reculones por el pasillo, salimos a la barra del puticlub, y la Nati, que sigue estando buena aun de mala leche, me escupe:

—¡Esta la vas a pagar!

Porky, que rebulle por el suelo con las manos entre las ingles, nos mira con ojos turbios, sin enterarse de nada, y el portugués Almeida me suda entre los brazos, un sudor pegajoso y agrio que huele a odio y a miedo. Unos clientes que están al fondo de la barra intentan meterse en camisas de once varas pero esa noche mi vieja debe de estar rezando por mí en el cielo donde van las viejitas buenas, porque un par de colegas, dos camioneros que me conocen de la ruta y están allí de paso, se le plantan delante a los otros y les dicen que cada perro se lama su pijo, y los otros dicen que bueno, que tranquis. Y se vuelven a sus cubatas.

Total. Que fue así, de milagro, como llegamos hasta el camión, con todo el mundo amontonado en la puerta, mirando, mientras la Nati largaba por esa boca y el portugués Almeida se me deshidrataba entre el brazo y la botella rota.

—Sube a la cabina, niña.

No se lo hizo decir dos veces, mientras yo pasaba entre el coche fúnebre de Porky y mi camión, rodeando hacia el otro lado sin soltar mi presa. Sólo en el último segundo le pegué la boca en la oreja al macró:

—Si la quieres, ve a buscarla al cuartelillo de la Guardia Civil.

Lo que era un farol que te cagas, Manolín; pero es cuanto se me ocurría en ese momento. Después aflojé el brazo y tiré la botella, y cuando el portugués Almeida se revolvió a medias, le di un rodillazo en el fémur, como hacíamos en El Puerto, y lo dejé en el suelo, con el diente haciéndome señales luminosas, mientras arrancaba el Volvo y salíamos, la niña y yo, a toda leche por la carretera. Al hacerlo me llevé por delante la aleta y una rueda del Opel Calibra del portugués.

Pasaba la medianoche e iba habiendo menos tráfico, faros que iban y venían, luces rojas en el retrovisor. La cara B de los Chunguitos transcurrió entera antes de que dijéramos una palabra. Al tantear en busca de tabaco encontré su libro. Se lo di.

—Gracias —dijo. Y no supe si se refería al libro o al esparrame de Jerez de los Caballeros.

Pasamos Fregenal de la Sierra sin novedad. Yo acechaba los faros de algún coche sospechoso, pero nada llamaba mi atención. Empecé a confiarme.

—¿Qué piensas hacer ahora? —le pregunté.

Tardaba en responder y me volví a mirarla, su perfil en penumbra fijo al frente, en la carretera.

—Me dijiste que ibas a Portugal. Al mar. Y yo nunca he visto el mar.

—Es como en las películas —dije yo, por decir algo—. Tiene barcos. Y olas.

Adelanté a un compañero que reconoció el camión y me saludó con una ráfaga de luces. Después volví a mirar por el retrovisor. Nadie venía detrás, aún. Me acordé de la correa del portugués Almeida y alargué la mano hacia el rostro de la niña, para verle la cara, pero ella se apartó.

—¿Te duele?

—No.

Encendí un momento la luz de la cabina, y pude comprobar que apenas tenía ya marca. El hijo de la gran puta, dije.

—¿Qué edad tienes, niña? —pregunté.

—Cumpliré diecisiete en agosto. Así que no me llames niña.

—¿Llevas documento de identidad? Quizá te lo pidan en la frontera.

—Sí. Nati me lo sacó hace un mes —guardó silencio un instante—. Para trabajar de puta hay que tenerlo.

En Jabugo paramos a tomar café. Ella pidió Fanta de naranja. Había un coche de los picoletos en la puerta del bar, así que me atreví a dejarla sola un momento mientras yo iba a los servicios para echarme agua por la cabeza y diluir adrenalina. Cuando volví con la camiseta húmeda y el pelo goteando se me quedó mirando un rato largo, primero la cara y luego los tatuajes de los brazos. Me bebí el café y pedí un Magno.

—¿Quién es Trocito? —preguntó de pronto.

Me calcé el coñac sin prisas.

—Ella.

—¿Y quién es ella?

Yo miraba la pared del bar: jamones, caña de lomo, llaveros, fotos de toreros, botas de vino las Tres Zetas.

—No lo sé. La estoy buscando.

—¿Llevas tatuado el nombre de alguien a quien todavía no conoces?

—Sí.

Removió su refresco con una pajita.

—Estás loco. ¿Y si no encuentras nunca a nadie que se llame así?

—La encontraré —me eché a reír—. A lo mejor eres tú.

—¿Yo? Qué más quisieras —me miró de reojo y vio que aún me reía—. Idiota.

La amenacé con un dedo.

—No vuelvas a llamarme idiota —dije— o no subes al camión.

Me observó de nuevo, esta vez más fijamente.

—Idiota —y sorbió un poco de Fanta.

—Guapa.

La vi sonrojarse hasta la punta de la nariz. Y fue en ese momento cuando me enamoré de Trocito hasta las cachas.

—¿Por qué subiste a mi camión?

No contestó. Hacía un nudo con la pajita del refresco. Por fin se encogió de hombros. Unos hombros morenos, preciosos bajo la tela ligera del vestido oscuro estampado con florecitas.

—Me gustó tu pinta. Pareces buena persona.

Me removí, ofendido.

—No soy buena persona. Y para que te enteres, he estado en el talego.

—¿El talego?

—El maco. La cárcel. ¿Aún quieres que te lleve a Portugal?

Miró el tatuaje y luego mi cara, como si me viera por primera vez. Luego, desdeñosa, deshizo y volvió a hacer el nudo de la pajita.

—Y a mí qué —dijo.

Vi que el coche de los picos se movía de la puerta, y comprendí que la tregua había terminado. Puse unas monedas sobre el mostrador.

—Habrá que irse —dije.

En la puerta nos cruzamos con Triana, un colega que aparcaba su tráiler frente al bar. Y me dijo que acababa de oír hablar del portugués Almeida y de nosotros por el VHF. Por lo visto, éramos famosos. Todos los camioneros de la Nacional 435 estaban pendientes del asunto.

4. El Pato Alegre

Total. Que los dos colegas que me echaron una mano en el puticlub del portugués habían estado radiando el partido por la radio VHF, y a esas horas todos los camioneros de la nacional 435 estaban al corriente del esparrame. Apenas subimos al Volvo conecté el receptor. Parece que la tía está buenísima, decían algunos. Un yoplait de fresa. Menuda suerte tiene el Manolo.

Menuda suerte. Yo miraba por el retrovisor y las gotas de sudor me corrían por el cogote.

«Dice Águila Flaca que Llanero Solitario puso el puticlub patas arriba. Con dos cojones.»

Llanero Solitario era un servidor. Dos o tres colegas que me reconocieron al adelantar, dieron ráfagas; uno hasta soltó un bocinazo.

«Acabo de verte pasar, Llanero. Buena suerte»
—dijo el altavoz de VHF.

Desde su asiento, la niña me miraba.

—¿Hablan de nosotros?

Quise sonreír, pero sólo me salió una mueca desesperada.

—No. De Rocío Jurado y Ortega Cano.

—Debes de creerte muy gracioso.

Maldita la gracia que tenía. Decidí coger la radio.

—Llanero Solitario a todos los colegas. Gracias por el interés; pero como los malos estén a la escucha, me vais a joder vivo.

Hubo un torrente de saludos y deseos de buena suerte, y después el silencio. En realidad, puteros, vagabundos y algo brutos, los camioneros son buenos chicos. Gente sana y dura. Antes de callarse, un par de ellos —Bragueta Intrépida y Rambo 15— dieron noticias de nuestros enemigos. Por lo visto, como al irnos les dejé el Calibra hecho polvo, habían emprendido la persecución en el coche de la funeraria: Porky al volante, con el portugués Almeida y la Nati. Bragueta Intrépida acababa de verlos pasar cagando leches por el puerto de Tablada.

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