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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (31 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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En el otoño de 1989, Margaret comenzó a conseguirle encargos a Stephen y a llevarlo a dibujar al aire libre cada fin de semana, junto con su marido y socio en la agencia literaria, Andrew. Ella instantáneamente abolió el uso de papel de calco y la regla (que Stephen había utilizado en algunos de los dibujos de su segundo libro,
Cities
[Ciudades], publicado en 1989), e insistió en que dibujara a mano alzada y con tinta. «Uno sólo puede aprender el valor de una línea dibujando directamente con tinta y cometiendo errores», declaró Margaret. Bajo el impulso y la guía de ella, Stephen comenzó a dibujar regularmente de nuevo, y con más atrevimiento de lo que lo había hecho nunca. (Aunque en
Cities
había algunas improvisaciones extraordinarias a mano alzada: ciudades imaginarias que Stephen había concebido, combinando los rasgos de algunas reales.)

Después de toda una mañana de ir de un lado a otro buscando temas para los dibujos de Stephen, todos regresaban a casa de los Hewson para el almuerzo, donde a menudo se les unía la hija de los Hewson, Annie, sólo unos años mayor que Stephen. Éste parecía esperar ilusionado esas salidas, y se excitaba mucho los domingos por la mañana, mientras esperaba que Margaret y Andrew fueran a buscarle. Los Hewson, por su parte, sentían un verdadero afecto por Stephen, aun cuando no estaban seguros de que él sintiera ningún afecto real por ellos, y comenzaron a llevarle a esporádicas excursiones más largas: un viaje a Salisbury y dos fines de semana en Escocia.

La obvia fascinación de Stephen por los efectos visuales del agua —en Londres vivía cerca de un canal, y a veces paseaba con su madre o su hermana para hacer algunos bosquejos de los barcos y las esclusas—, le sugirió a Margaret un tema para un nuevo libro. Juntos visitarían ciudades construidas sobre canales, «ciudades flotantes» —Venecia, Amsterdam y Leningrado— y las dibujarían.

A finales del otoño de 1989, Margaret telefoneó impulsivamente a la señora Wiltshire y le sugirió que Stephen y su hermana, Annette, fueran a Venecia con ellos para pasar las vacaciones de Navidad. El viaje transcurrió estupendamente. Stephen, que ahora, tenía quince años, parecía hacer frente perfectamente a las incertidumbres inherentes a todo desplazamiento, que se le hubiesen hecho insuperables sólo unos años antes. Tal como Margaret esperaba, Stephen dibujó el Palacio de los Dogos, los grandes monumentos de la cultura veneciana, y obviamente disfrutó dibujándolos. Pero cuando le preguntaron qué pensaba de Ve— necia, después de una semana en ese hito de la civilización europea, sólo fue capaz de decir: «Prefiero Chicago» (y ello no era así por sus edificios, sino por los coches americanos, que apasionaban a Stephen, quien podía identificar y dibujar todos los modelos fabricados en Estados Unidos después de la guerra).

Pocas semanas más tarde se planeó su siguiente viaje, a Amsterdam. Stephen aprobó el viaje por una razón concreta: había visto fotografías de la ciudad, y había dicho: «Prefiero Amsterdam a Venecia porque tiene
coches
. De nuevo, Stephen captó perfectamente la atmósfera de la ciudad, tanto en sus dibujos más formales del Westerkerk y el Begijnhof como en su pequeño y encantador bosquejo de una extraña estatua con un organillo. Stephen parecía mucho más lleno de vida, y de mejor humor, y en Amsterdam comenzó a mostrar nuevos aspectos de sí mismo. Lorraine Cole, que les acompañó en el viaje, se quedó particularmente sorprendida ante los cambios que vio:

De pequeño, nada divertía a Stephen. Ahora encuentra muchas cosas divertidas y su risa es increíblemente contagiosa. Ha vuelto a hacer caricaturas de la gente que le rodea, y disfruta mucho observando las reacciones de sus víctimas.

En Amsterdam, una tarde en que Stephen tenía que ser entrevistado en un programa de televisión, Margaret sufrió un fuerte ataque de asma y tuvo que quedarse en la habitación del hotel. Stephen quedó muy afligido, se negó a ir a la televisión y no hubo manera de moverlo de los pies de la cama de Margaret. «Me quedaré aquí hasta que te encuentres mejor», decía. «No vas a morir.» Margaret y Andrew se conmovieron mucho con esas palabras.

«Ésa fue la primera vez que nos dimos cuenta de que le importábamos», me contó ella.
[101]

¿Era posible que Stephen comenzara a mostrar un tardío desarrollo personal, a pesar de su autismo? Intrigado por las noticias que Margaret me había transmitido de su viaje a Amsterdam, me dispuse a acompañarles en su siguiente viaje, a Moscú y Leningrado, planeado para mayo de 1990. Fui en avión a Londres, allí me encontré con Margaret y Stephen, y aproveché para hacerle algunas pruebas. Éstas, ideadas por Uta Frith y sus colegas, exigen una reacción ante diversas tiras cómicas, algunas de las cuales relatan simples secuencias de acontecimientos, mientras que otras no se pueden comprender sin atribuir diferentes intenciones, puntos de vista, creencias o estados de ánimo (y a veces simulaciones) a los personajes que aparecen. Stephen, estaba claro, poseía una capacidad muy limitada para imaginar los estados de ánimo de los demás. (Frith escribe que un investigador «llevó a cabo un estudio informal en los Estados Unidos utilizando tiras cómicas del
New Yorker.
Los autistas más inteligentes y cultivados no conseguían entenderlas ni las encontraban divertidas.»)

También le di un gran puzzle, que hizo con gran facilidad. A continuación le di un segundo puzzle, esta vez con las piezas
boca abajo
, de modo que no pudiera ayudarse de la imagen. Lo hizo igual de rápido que el primero. La imagen —el significado— parecía no serle necesaria; lo que era preeminente, y espectacular, era su capacidad para aprehender una gran cantidad de formas abstractas, y ver en un tris cómo encajaban.

Los resultados de las pruebas eran característicos de los autistas, que también sobresalen en las pruebas de diseño con bloques, especialmente a la hora de encontrar figuras encajadas. De este modo, la psicóloga Lynn Waterhouse, al someter a algunos tests al
savant
visual J. D. (quien, de niño, según sus padres, era capaz de completar un puzzle de quinientas piezas en unos dos minutos, y por lo tanto había que darle puzzles de cinco mil piezas), se encontró con que sus resultados eran «fenomenalmente buenos» y a un ritmo muy superior al normal en casi todas las pruebas de percepción visual que ella le planteaba: pruebas de orientación de líneas, de estructuración visual
(visual gestalt closure),
diseño con bloques, etcétera. Stephen, al igual que J. D., poseía unos prodigiosos poderes de reconocimiento y análisis visual. Pero eso sólo no podía explicar sus dibujos, pues J. D., a pesar de sus facultades perceptivas, no estaba especialmente dotado para el dibujo.

Stephen, por tanto, apelaba a otro tipo de capacidad, una capacidad de representación realista, una representación que creaba una forma externa para sus percepciones, y que contaba con un estilo muy reconocible y personal. No estaba claro si esa capacidad de representación entrañaba alguna resonancia profunda o respuesta interna.

Dada la capacidad de análisis visual abstracto de Stephen, ¿qué importancia tenía para él el «significado»? ¿Hasta qué punto captaba el significado de lo que dibujaba? ¿Y hasta qué punto era importante si lo captaba o no? Le mostré a Stephen un retrato hecho por Matisse y le pregunté si podía dibujarlo. (A Margaret y a Andrew les gustaba mucho Matisse, y lo que le mostré a Stephen fue una reproducción que ellos tenían.) Él lo dibujó a partir del original, con rapidez y seguridad; no era del todo exacto, pero muy del estilo de Matisse. Cuando una hora más tarde le pedí que volviera a dibujarlo de memoria, lo hizo de manera distinta, y otra hora después volvió a dibujarlo de modo diferente; pero todos sus dibujos (hizo cinco en total), aunque resultaban distintos en sus detalles, evocaban de manera asombrosa el original. En cierto sentido, por tanto, Stephen había extraído la «esencia Matisse» del dibujo, la había permutado de varias maneras y la había convertido en algo fundamental en todas sus copias. ¿Se trataba de algo puramente formal, cognitivo, una cuestión de captar el «estilo» Matisse de una manera rutinaria, o estaba Stephen respondiendo, a un nivel más profundo, a la visión de Matisse, a su sensibilidad y su arte?

Le pregunté a Stephen si recordaba mi casa, que había visitado más de dos años antes, y si volvería a dibujármela. Asintió y así lo hizo, pero con varias modificaciones. Ahora puso una ventana en el piso de abajo en lugar de dos; quitó una columna del porche y dibujó la escalera más grande. Mantuvo la (ficticia) chimenea y añadió una ficticia bandera americana sobre un asta de gran altura: creo que le parecía que ésos eran los elementos de una casa típica «americana». De este modo el Matisse y mi casa fueron concebidos y representados en una variedad de versiones. En ambos casos captó el estilo enseguida, y sus dibujos posteriores fueron improvisaciones dentro de ese estilo.

Segundo dibujo, también de memoria, realizado dos años después.

Tercer dibujo, un año después. Con el paso del tiempo modificó algunos detalles, pero en todas las versiones consigue captar el «estilo» de la casa.

Después de todas esas pruebas, yo todavía estaba perplejo. Stephen parecía tener, al mismo tiempo, muchas carencias y mucho talento; ¿estaban sus carencias y su talento totalmente separados, o, a un nivel más profundo, estaban íntegramente relacionados? ¿Eran esas cualidades, como la literalidad y la concreción típicamente autistas, lo que en algunos contextos podían ser dotes y en otros carencias? Las pruebas también me producían cierta desazón, como si estuviera reduciendo a Stephen a carencias y dotes en lugar de verle como a un ser humano, una totalidad. Acababa de releer el libro de Uta Frith
Autism: Explaining the Enigma,
y le escribí: «Mañana me voy con Stephen a Rusia … He visto algunas de sus extrañas habilidades y carencias, pero todavía no le he visto como una inteligencia y una persona. Quizá lo consiga después de pasar una semana con él.»

Con esas esperanzas, por tanto, me fui con Stephen rumbo a Rusia. Sentado en el aeropuerto de Gatwick, esperando el embarque de nuestro vuelo, me sentí impresionado por su profunda concentración. Ahí estaba, embelesado con la revista
Classic Cars.
Miraba las fotos con extraordinaria concentración: estuvo sin levantar la cabeza durante más de veinte minutos. De vez en cuando la acercaba más al papel para examinar un detalle: lo que veía, pensé, quedaría para siempre impreso en su corteza cerebral. De vez en cuando, repentinamente, se echaba a reír. ¿Qué había en ese ejercicio abstracto que le divirtiera?

Durante el vuelo, Stephen se concentró en hacer un dibujo de Balmoral, tras estudiar una postal del castillo. Estaba totalmente ausente de las conversaciones que tenían lugar a su alrededor, de los magníficos paisajes y vistas marítimas que había debajo de él.

En el aeropuerto de Moscú, Stephen, muy tranquilo, miraba los coches: los taxis Zils amarillos y negros con sus matrículas que empiezan con «MK». Un olor hediondo a petróleo sin refinar flotaba por todo el aeropuerto. Stephen lo percibió y arrugó la nariz; es extremadamente sensible a los olores. Mientras nos adentrábamos en la ciudad, a las dos de la mañana, veíamos abedules altos y plateados flanqueando la carretera, y una inmensa luna en el cielo. Incluso Stephen, aparentemente ausente de cuanto le rodeaba, contempló encantando ese vasto paisaje iluminado por la luna, apretando la nariz contra la fría ventanilla del autobús.

A la mañana siguiente, mientras paseábamos por la Plaza Roja, Stephen sintió una activa curiosidad, tomando instantáneas, escrutando los edificios, sorprendido por su novedad. Algunas personas se volvían hacia él y le miraban por la calle: al parecer los negros no eran frecuentes en Moscú. Encontró un lugar desde el que dibujar la Torre Spassky, e hizo que Margaret pusiera su silla de tijera precisamente en ese lugar. No ahí, ni allí, sino
aquí
: pasivo en tantos aspectos, ahora era un verdadero mandón. En mitad de la Plaza Roja, Stephen era una diminuta figura que llevaba un gorro de piel y guantes de lana azul marino. Docenas de turistas pululaban bajo el brillante sol de mayo; muchos observaban el dibujo de Stephen. Pero éste no les hacía caso, y seguía dibujando imperturbable, sin dejar de canturrear mientras lo hacía, sujetando el lápiz de manera poco usual, incómoda, infantil, entre el tercer y cuarto dedo. En cierto momento comenzó a reír tontamente y luego a carcajearse, aunque resultó que eso era consecuencia de que una escena de
Rain Man
(«¡No te
atrevas
a conducir!», decía) se le había metido en la cabeza. Margaret estaba sentada a su lado mientras él dibujaba, animándole —«¡Bien! ¡Eres un chico muy inteligente!»—, asesorándole sobre aspectos estéticos y detalles arquitectónicos. A sugerencia de ella, por ejemplo, Stephen examinó las almenas de la torre. En cierto modo, ella es casi una colaboradora, y aunque el talento de Stephen es tan personal e innato, está claro que él busca en ella comentarios afectuosos y siempre positivos.

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