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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

Tempestades de acero (66 page)

BOOK: Tempestades de acero
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También detrás de nosotros se trabaja con ahínco. Unas sacudidas sordas revelan que allí hay otros hombres que arrojan cargas explosivas dentro de las galerías de las que nosotros no hemos podido ocuparnos; así no surgirán sorpresas a nuestra espalda. En ese aspecto hemos escarmentado en propia carne. A intervalos regulares nuestros hombres disparan desde atrás, por encima de nuestras cabezas, bengalas luminosas, con el fin de que podamos ver; los tiradores de granadas de fusil hacen fuego por encima de nosotros. De hombre a hombre van pasando las granadas de mano; detrás de los traveses son emplazadas las ametralladoras. A veces ocurre que de uno de los hombres de atrás se apodera un acceso de furia; entonces aparece en medio de los granaderos —que dan saltos hacia atrás y hacia adelante—, toma el mando y él solo consigue limpiar unos cuantos traveses. Uno de esos hombres grita: «¡Sitio para el papaíto!», como si estuviera en una romería y se dispusiera a arrojarse en medio del tumulto.

Largo tiempo dura esta encarnizada cacería. Es posible que en la realidad sean sólo unos pocos minutos, pero se hallan tan henchidos de acontecimientos que no es posible calcular su duración, como en un sueño que transcurre con la rapidez del rayo. En el fondo ocurre siempre lo mismo; cada través plantea idéntico problema y esto produce una monotonía llena de tensión, como en un juego sencillo pero terrible.

Acaba por romperse el contacto con el adversario, al cual hemos ido empujando sin dejarle respiro. Esta nueva situación encierra para nosotros un peligro mayor que la lucha misma; en ésta teníamos sobre los fugitivos la ventaja del tiempo que ellos necesitaban para darse la vuelta y defenderse; éramos superiores a ellos por la sensación de seguridad que anima siempre al perseguidor. Ahora el hilo se ha roto y nos vemos forzados a avanzar a tientas y con mucha precaución, como en un edificio a oscuras. Se extinguen las bengalas luminosas, se hace el silencio, y sólo en ese momento oímos que la artillería está realizando un intenso trabajo. La gran masa de fuego queda muy lejos todavía, pues en los Estados Mayores ignoran aún quién es el dueño de estas trincheras. En el otro lado las noticias serán tan confusas como en el nuestro. Lo único que saben es que la infantería se ha enzarzado en un combate cuerpo a cuerpo. Por otros ruidos que oímos nos damos cuenta de que no somos los únicos en haber agarrado al adversario por el cuello. También en otras partes del campo de batalla resuenan las crepitaciones delgadas y agudas de los fusiles, que se mezclan con los sordos estampidos de las granadas de mano; estos últimos quedan ahogados en la estrechez de las trincheras. Delante y detrás de nosotros se alzan los gritos de los heridos; es un lamento monótono, parecido a un acompasado canto ascendente y descendente, como una invocación dirigida a un Poder desconocido.

Con la pistola en la mano hemos ido avanzando a tientas por una serie de traveses; al final encontramos cerrada la trinchera por una nueva barricada levantada a toda prisa. Delante de esa barricada se repite el mismo juego de antes. Pero aquí somos nosotros los que nos encontramos en situación de inferioridad; el adversario nos recibe con tal diluvio de granadas de mano y granadas de fusil que el fuego danza delante de nuestros ojos y nos vemos obligados a retroceder precipitadamente. Los hombres que marchan en primer lugar, al dar la vuelta, se abalanzan sobre quienes los siguen y provocan con ello un ciego desconcierto. Por fortuna el adversario no se da cuenta de lo que ocurre, pues, de lo contrario, organizaría una carnicería en esta masa de hombres apretujados. La gente dispara las armas a ciegas y deja encima del parapeto, de un modo insensato, granadas de mano cebadas, que al explotar nos llenan de barro y de fuego. Como si fuera una serpiente furiosa, una siseante bengala da vueltas de un lado para otro entre nuestras piernas. Algunos hombres intentan escalar el talud y son arrastrados hacia abajo por otros que se agarran a sus piernas, o bien caen por sí mismos dentro de aquel hervidero de gente.

El movimiento acaba fluyendo hacia atrás. Los ánimos se calman y es preciso pensar en lo que va a suceder ahora. A pesar de la prisa que llevaban, los ingleses han sabido escoger una posición que les favorece. Inmediatamente detrás de su barricada puede verse el pliegue de una trinchera que corta en ángulo recto el Camino de Elbing. Están, pues, en condiciones de apostar a sus tiradores en un amplio frente; su fuego se concentra en el lugar que queda delante de su barricada. Si no queremos que nos den un buen vapuleo, habremos de mantenernos alejados de ellos, fuera, al menos, del alcance de sus granadas de fusil. Derribamos dos traveses y los convertimos en barricadas; si a ellos agregamos el recodo podemos doblar nuestro frente de combate. Los traveses distan aproximadamente unos treinta pasos el uno del otro. El segundo es el que propiamente nos sirve de defensa; la misión del primero consiste en obligar al adversario a que por unos instantes deje completamente al descubierto su cuerpo, iluminado por el resplandor de las bengalas, si se decide a atacarnos.

Mientras ocupamos la primera barricada arrancamos del talud una alambrada que allí hay y con ella cerramos el espacio muerto situado entre los dos traveses. Luego fijamos en esa alambrada unas cuantas cargas explosivas, que podremos hacer estallar desde la segunda barricada tirando de unos largos cordeles. Los centinelas se repliegan entonces detrás de esta barricada. Abrimos un estrecho pasillo de comunicación hasta un profundo embudo que queda a unos metros de distancia y en él se instalan los sirvientes de una ametralladora; así al menos podremos disparar algo de flanco. A lo largo de toda la trinchera coloco en los apostaderos y delante de las galerías subterráneas a hombres armados de fusiles con bocachas para disparar granadas; se inicia entonces una escaramuza con granadas de fusil. Como las bengalas empiezan a escasear, por el momento nos vemos obligados a servirnos de la iluminación de los ingleses; este problema de la iluminación es uno de ésos que se rigen por una especie de acuerdo tácito entre los adversarios. Luego envío hacia atrás a dos hombres para que establezcan contacto con el sargento y traigan un pequeño lanzagranadas que hemos visto abandonado en el cruce de la Trinchera del Seto con el Camino de Elbing. Ese lanzagranadas reforzará nuestra posición, ya que puede arrojar con bastante precisión proyectiles de tres libras de peso hasta una distancia de trescientos pasos.

Llega entonces el momento de echar un vistazo a la trinchera conquistada. Tampoco nos es posible dejar sin cobertura los apostaderos de la parte de atrás, pues bien puede ser que se encuentres en manos inglesas las trincheras situadas a nuestra derecha y a nuestra izquierda. Uno de nuestros flancos corre menos peligro, pues a todo lo largo de él se extiende una alambrada; el otro carece, en cambio, de cualquier defensa y un ataque por sorpresa desde él tendría para nosotros efectos exterminadores. Es preciso también instalar cerrojos y asegurar mediante centinelas las pequeñas trincheras laterales que salen de la principal y que con las prisas pasamos por alto en el primer momento. Crece la Inseguridad; desde todos los lados nos acecha el Peligro.

Los heridos que son incapaces de caminar han sido ya puestos a cubierto dentro de una gran galería subterránea. Casi todos han sido alcanzados por metralla de granadas de fusil; grande es el daño ocasionado por una granada de mano que hizo explosión en medio de la gente apretujada. A nuestros camaradas hemos de evacuarlos cuando menos hasta el Camino de Puisieux; aquí se hallan expuestos a muchos peligros, y todo el que alguna vez ha estado herido sabe cuánto desea uno verse en lugar seguro cuando no puede valerse por sí mismo.

Ignoramos qué ocurrirá al amanecer, cuando el adversario se dé cuenta de su superioridad y le lleguen refuerzos desde su retaguardia. Antes de nada debo enviar un parte a nuestro comandante, para así poder aprovechar lo más posible la noche. Hay que informar a nuestra artillería de cuál es la nueva posición que ocupamos; también debemos cerrar de algún modo las grandes brechas que se abren entre nuestros distintos nidos defensivos. Aún ignoro, desde luego, cómo se podrá lograrlo. Esta extraña modalidad de combate, en la que los ingleses van devorando de una forma lenta y sistemática nuestras debilitadas posiciones, resulta posible únicamente porque ellos tienen una capacidad ofensiva segura de su triunfo y que es varias veces superior a la nuestra. Pocos son los objetivos que aquí se alcanzan con contraataques aislados.

Me acomodo, pues, dentro de una gran galería subterránea; aún sigue llena de los humos sofocantes producidos por una carga explosiva. Allí garabateo mi informe al jefe de las tropas combatientes; quien lo llevará será Schmidt, que ha sido herido por un casco de metralla de una granada de mano. Más no se puede hacer; en lo que se refiere a todo lo demás, lo único que cabe es aguardar. Si los ingleses se atreven a lanzar mañana temprano un segundo ataque —cosa posible—, tal vez podamos defendernos todavía; pero seremos como una isla batida por todos los lados. Según las circunstancias, podremos resistir dos, tres días, hasta que se evapore el agua de refrigeración de las ametralladoras, se agoten las municiones, y la trinchera sea arrasada y reducida a pedazos por los lanzaminas y cañones emplazados a nuestro alrededor. Esto es algo que ha ocurrido ya varias veces; no es una perspectiva agradable, pero es menester prepararse para ella. Cuando en otros tiempos leíamos relatos acerca de asedios y resistencias hasta el último hombre, imaginábamos cosas muy diferentes de lo que estamos viviendo. Pero en el fondo es lo mismo, sólo que aquí los acontecimientos no resultan tan brillantes, sino que transcurren con mucha lentitud, en soledad, y nadie cantará luego nuestras hazañas, pues nadie podrá contar estos últimos y supremos esfuerzos que aquí se realizan antes de que la Muerte plante su estandarte en este revuelto y machacado trocito de trinchera en que nos encontramos. Al pensar en esto nos invade a veces un escalofrío.

Por el momento lo mejor es fumarse una pipita. La acerco a una vela que en una cavidad de la pared ha encendido el previsor Schüddekopf; ha permanecido siempre detrás de mí, como si fuera mi sombra, mientras han durado los acontecimientos que acabo de relatar. El tabaco me lo facilita uno de los ingleses que nos hacen compañía y que conservan la misma postura que tenían cuando los fulminó la carga explosiva. La chapa que lleva en su gorra es de un regimiento colonial; y como unos pocos pasos más allá hay cadáveres de los «Otago-Rifles», está claro que nos enfrentamos a unas fuerzas llenas de coraje. Buena cosa sería poder dormir un par de horas, mas no cabe pensar en ello, a pesar de que me encuentro en un estado de extenuación. También cuando, después de un combate, permanece uno largo tiempo en alojamientos cómodos, ocurre que la completa tranquilidad del sueño no reaparece hasta pasadas algunas semanas.

Lo único que queda es, pues, tumbarse en el suelo con la pipa en la boca y mirar fijamente el techo. A mi alrededor están tumbados también los demás camaradas; se hallan en los mismos sitios en que se dejaron caer y aguardan a que desde la parte de arriba llegue la llamada anunciadora del relevo. Se han envuelto en sus capotes y descansan inmóviles, con el casco en la cabeza. Sólo los ojos delatan que aún queda vida en ellos. Esta subterránea madriguera iluminada por luces trémulas provoca en nosotros una sensación de soledad extrema. Dentro de este angosto espacio, en el que el tiempo no pasa y en el que caen como en un sueño profundo los ruidos y martillazos de las armas que hacen fuego, se ha instalado la parálisis de una embriaguez mortal. Pesados como el plomo, los cuerpos reposan en el fondo, y los pensamientos, que parecen no tener ya ninguna vinculación con esos cuerpos, juguetean en la superficie cual peces brillantes. El Gran Cansancio se manifiesta en la sensación de que no es uno mismo el que está ahí y en la asombrosa obviedad de esa sensación. ¿En qué piensa uno en esos momentos? Propiamente casi no piensa, ya que los pensamientos, que son de una extrañeza prodigiosa, parecen llegar de fuera y se dedican a jugar con la fatigada voluntad, como moscas que revolotean en torno a un cuerpo muerto. Pero uno no olvidará la expresión de los ojos que, fijos y pensativos, reposan dentro de sus órbitas por encima de los pómulos salientes.

Una vez más aumentan de súbito los ruidos de fuera; esto nos obliga a salir precipitadamente con las armas en la mano. A la luz indecisa del amanecer han realizado los ingleses un ataque contra nuestra barricada, que ha sido rechazado. Las blancas nubes de vapor de las granadas de mano se ciernen todavía sobre el tramo de trinchera no ocupado, por encima del cual se entrecruzan las ráfagas de las ametralladoras. Inmóviles, los apuntadores están inclinados sobre sus tableteantes armas; inmediatamente detrás del pequeño pliegue del terreno yace muerto un centinela; su uniforme está desgarrado por los cascos de metralla. Es la imagen habitual de las luchas de barricadas; a veces dura varios días, siempre igual; lo único que cambia es la cifra de los muertos, que lentamente va aumentando, luego nos llega una orden del jefe de las tropas combatientes. Dice que es preciso recuperar el borde delantero de la zona avanzada hasta la línea principal de resistencia; el batallón que hasta ahora se encontraba en período de descanso vendrá a ocupar esa posición; nosotros podemos evacuar la Trinchera del Seto y replegarnos hasta el terraplén del ferrocarril, donde deberemos ocupar una posición de contención. Es tiempo de hacerlo, pues de nuevo vuelven a caer cerca de nosotros las primeras granadas.

La situación está totalmente aclarada y la gran maquinaria es puesta en movimiento para una nueva jornada de trabajo.

Sauchy

Antes de que vinieran a relevarnos hicimos frente una vez más al Bosquecillo. Avanzando por la Trinchera de la Hondonada, y sin que se realizara previamente una preparación artillera, intentamos rodearlo, pero el adversario nos rechazó. Más tarde, tras un intenso bombardeo previo, entramos en acción en la Trinchera del Seto y en el Camino de Puisieux; se trataba de realizar, junto con la compañía de asalto, un ataque frontal contra el Bosquecillo. Tampoco esta vez nos acompañó la suerte. El destacamento que avanzaba por el Camino de Puisieux fue detenido con cargas explosivas, y nosotros, los que nos hallábamos en la Trinchera del Seto, sufrimos primero numerosas bajas causadas por nuestra propia artillería, y luego, mientras avanzábamos, nos vimos súbitamente rodeados por una compañía de neozelandeses; surgida de la tierra como por ensalmo, esa compañía apareció en terreno descubierto y nos batió tan intensamente con granadas de mano que sólo unos pocos escaparon con vida de esa carnicería. Más tarde estuvimos defendiendo durante dos días un ignoto tramo de trinchera, en el que al final había más cadáveres que supervivientes, hasta que vinieron a relevarnos tropas del 164.º Regimiento. No queda tiempo para describir con detenimiento estos hechos y sería, además, una interminable repetición de lo mismo. Ya ahora empiezan a difuminarse en la memoria los detalles aislados.

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