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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

Tempestades de acero (62 page)

BOOK: Tempestades de acero
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En un determinado momento veo que Otto cae al suelo al hacer explosión un proyectil, pero vuelve a alzarse rápidamente lanzando maldiciones y prosigue su carrera; esto se repite varias veces. No nos percatamos ya de la existencia del Peligro, no nos preocupa; somos como toros delante de los cuales se ha estado agitando durante demasiado tiempo un trapo rojo. Podemos percibir ya esos gritos breves y rechinantes que suenan siempre en estas ocasiones y de los que, más tarde, no podemos recordar que también nosotros los hayamos proferido. Es como si hubiera un presentimiento infalible acerca de la proximidad del Enemigo, una capacidad de adivinación que sólo en estos instantes poseemos, y en ninguno más. Es una rabia demencial que para desahogarse tiene que encontrar un blanco y se imagina estar próxima a él. Los terroríficos preparativos, que turban el ánimo, han transportado al ser humano a un estado tal, que es ya incapaz de atender a su propia seguridad y comienza a actuar como un ser en el que no pueden hacer blanco las balas.

Hemos llegado a una depresión del terreno en la que antes confluían sin duda, como en el centro de una tela de araña, varias trincheras; los proyectiles la han dejado reducida ahora a una simple hondonada poco profunda. Está completamente llena de troncos derribados, rotos maderos de los utilizados para reforzar las galerías y alambres de espino confusamente enrollados. Nos encontramos tan cerca de las bengalas que el terreno se nos aparece iluminado por una luz continua, pero que cambia con suma rapidez.

Inmediatamente delante de nosotros vemos el Bosquecillo; los troncos de sus árboles aparecen y desaparecen como espectros, surgiendo de una hirviente y lechosa muralla de vapor; el último obstáculo que de él nos separa es un muro de fuego y tierra. En una de las pendientes de la hondonada encontramos el primer muerto en esta zona desierta; está tendido de bruces, con los miembros dislocados. Confusamente distinguimos una herida espantosa que parece haberle arrancado toda la parte posterior de la cabeza. Otto se inclina sobre él para darle la vuelta.

En ese preciso instante se precipita sobre nosotros desde arriba, a una velocidad increíble, un ruido semejante a un pesado aleteo; es como si un grifo quisiera lanzarse sobre nosotros para despedazarnos. No queda tiempo de ponerse a cubierto antes de que se produzca la explosión del proyectil; con una violencia devastadora choca contra el borde superior de la pendiente de la hondonada y nos tira al suelo. Por fortuna, el cono que produce se eleva recto; los cascos de metralla barren el aire por encima de nuestras cabezas, únicamente aquellos que han ascendido verticalmente, unidos a grandes pellas de tierra, caen poco después junto a nosotros. El golpe breve y metálico de los cascos de metralla se claramente del sordo estrépito producido por las masas de tierra. El proyectil ha estado a punto de alcanzarnos; si hubiera explotado unos pasos más atrás, ahora, renegridos e inmóviles, yaceríamos desparramados alrededor de un ardiente cráter calcinado, como uno más de los desconocidos grupos de cadáveres que el soldado que va vagando en medio del tiro de tambor mira deprisa con una mirada fugaz.

El primero en levantarse es Otto. Ha perdido su casco de acero, y sobre el rostro, que, pálido y exangüe, parece tallado en hueso, le caen los cabellos. Con ojos inmóviles mira en redondo y luego apunta con el brazo extendido hacia el Bosquecillo.

—¡Esos perros!

Sus palabras actúan como una locura contagiosa que arrastra consigo los últimos jirones de razón. Sólo ahora empezamos a sentir a nuestro adversario como un poder hostil y corpóreo que se esconde tras esta oleada de impresiones. Nos llegan refuerzos: portadores de granadas de mano y los sirvientes de una ametralladora irrumpen desde atrás en la hondonada; pronto se apretuja en ella una aglomeración de seres humanos vociferantes. Todos han sucumbido a una danzarina excitación y hasta Schüddekopf, modelo y ejemplo de la calma nórdica, profiere gritos breves, ininteligibles, que recuerdan las entrecortadas voces con que en las regatas animan los timoneles a sus tripulaciones.

Y de repente, sin que se haya dado ninguna orden ni adoptado ningún acuerdo, todo el mundo comienza a moverse deprisa hacia el Bosquecillo. Ya no necesitamos entendernos con palabras o gestos, somos un solo ser, fundido en una unidad, un ser al que guían otras fuerzas. Si fuera la fría razón la que nos dirigiese, ¿cómo íbamos a lanzarnos contra ese muro de fuego? Nadie oye ya el siseo de los pedazos de hierro que pasan volando junto a nuestros cráneos, nadie piensa ya en agacharse o en tirarse al suelo para esquivar así su Destino. En un minuto se ha alcanzado la linde del Bosquecillo.

El instante en que la hilera de figuras humanas desdibujadas en el humo se sumerge en el lugar cuya revuelta tierra ha absorbido ya tanta Sangre es el momento decisivo. Sin él, los estruendos y fragores de la maquinaria, que parecen devorar todo lo demás, serían únicamente un juego inerte, serían tan sólo como una erupción de volcanes en un desierto mundo de cráteres. Pero todas las energías de acero y de fuego dilapidadas esta noche pueden quedar confirmadas o abolidas por un centenar de seres humanos.

De un salto se salva la arrasada trinchera que circunda el Bosquecillo; nos recibe una confusa mezcla de troncos abatidos, ramas desgajadas y alambre espinoso en el que han quedado prendidas las malezas arrancadas; todas esas cosas nos arrancan del cuerpo a jirones los uniformes. Pero pronto vuelve a haber más espacio despejado entre los troncos, y el blanco fondo de los innumerables embudos difunde una luz mortecina a cuyo resplandor se hacen claramente visibles los árboles. La cortina de fuego queda ahora detrás de nosotros; nos rodea un silencio que a cada instante se vuelve más amenazador. Schüddekopf, Otto y los demás se han perdido en la espesura; el único hombre que a mi lado veo es un joven recluta llegado hace pocos días del depósito. Con sus brazos estrecha una ametralladora y me pregunta a gritos dónde están los ingleses; sin duda piensa que esa ciencia guarda relación con los galones de las hombreras.

Una serie de golpes sordos que se suceden con rapidez a nuestra derecha me quita de la boca la respuesta. Han sido granadas de mano. Inmediatamente después se eleva siseante una bengala luminosa y empiezan a oírse unas tenues detonaciones producidas por disparos de fusil; son confusas e irregulares, como si alguien estuviera derramando un saco de guisantes. Nuestros camaradas han topado sin duda con el enemigo. De nuevo echamos a correr; vamos tropezando en las raíces levantadas y cayendo cuan largos somos dentro de los embudos, mientras por todos lados desgarran el aire las detonaciones breves y secas de los proyectiles que chocan contra los árboles. Es claro que nos hemos perdido, pues de repente nos encontramos en campo abierto.

Pero también parecen llegar ahora los otros; vemos una serie de figuras humanas, cargadas con bultos, que se van sucediendo apresuradamente en la puntiaguda esquina del Bosquecillo. No estamos muy lejos de ellas; las llamamos a gritos, pero no parecen prestarnos atención. Sólo una se da la vuelta y empieza a caminar hacia nosotros; luego se queda parada. Su silueta se destaca vagamente contra el cielo, que las primeras luces del día comienzan a colorear de gris.

¿Pero qué es eso? Agarro con una mano crispada el brazo de mi acompañante y ambos nos dejamos caer lentamente al suelo. A punto hemos estado de ir a caer en manos del enemigo; menos mal que en el último momento hemos reconocido el plano casco de acero que lleva puesto en la cabeza el hombre que está allí al otro lado.

—¡El Tommy!

—¿Disparo?

—¡Adelante!

El arma inicia su labor; delante de la boca del cañón danzan llamitas amarillas, y el estruendo producido por los disparos vuelve a llenarnos de un sentimiento de rabiosa seguridad. En un instante queda vacío el único cargador. ¿Habremos dado a alguien? Eso esperamos; sin embargo, no podemos saberlo, pues los fantasmas han desaparecido como barridos por una esponja. Aguzamos las orejas para percibir los gritos de los heridos, pero estamos ensordecidos por los ecos de los disparos, que han dejado dentro de nuestro cráneo una vibración como de cuerdas metálicas pulsadas. Sin duda actuamos bien al replegarnos a rastras, con mucho cuidado, de embudo en embudo, hasta la linde del bosque, pues ya empieza a clarear.

En el Bosquecillo se nota ahora un gran bullicio; poco a poco ha ido llegando casi toda la compañía. Los jefes de sección y de pelotón intentan reagrupar sus hombres, pero nadie los escucha; se oye el alboroto de una alegría vociferante, como al final de una fiesta salvaje tras la que se anuncia ya el retorno a la gris realidad.

Ha cesado el fuego de barrera; las descargas, semejantes a ladridos, de algunos pequeños cañones que parecen estar emplazados inmediatamente detrás de las trincheras, producen un ruido casi tranquilizante, si se lo compara con el
inferno
de esta noche. A través de los despellejados troncos, que se conservan enhiestos como columnas de una catedral destruida, divisan nuestros ojos el mar de embudos; ha quedado congelado en una turbulencia siniestra y trae a la memoria los relatos acerca de lugares malditos, cuyo alboroto infernal se desvanece con el canto del gallo. Por encima de la vasta llanura, en la cual han quedado grabados como en una cera parduzca los innumerables proyectiles, sobrenada, igual que el tesoro de naves hundidas en un huracán, un amasijo de objetos cuyo número y desorden hacen aún más honda la impresión de abandono. Tanques que un proyectil certero ha partido en dos pedazos o que se han quedado atascados en embudos enormes, de modo que su parte posterior se yergue vertical hacia el cielo; equipajes tirados; cacerolas y cascos agujereados; fusiles; latas de conserva; mantas y capotes desgarrados; cadáveres de hombres y caballos: todas esas cosas son como una inmensa ropavejería dispersada por un puño que ya no conoce valores —dispersada en el vertedero de un molino espantoso que hace pasar por sus muelas todas las cosas de este mundo y, una vez machacadas, las escupe de nuevo.

Cuando uno ha vivido largo tiempo en estos parajes, que quedarán para siempre en la memoria, llega a pensar que existe una relación profunda entre el humor y el espanto; ambos coinciden en lo grotesco y, unidos, se manifiestan también a veces en lo personal, en esos sangrientos cinismos en que busca refugio el ser humano.

Un cierto tono grotesco hay también en los gritos y en la loca alegría de estos hombres sobreexcitados por las emociones de esta noche, cuyos uniformes están desgarrados y sucios y cuyos rostros se hallan cubiertos por una máscara de humo y sangre seca; todo eso está en violenta contradicción con la terrible frialdad del paisaje que nos rodea. Estos hombres hacen pensar en un grupo de borrachos caminando vociferantes, con las primeras luces del día, por los desolados suburbios de una ciudad; pero es comprensible lo que hacen; todo el mundo se alegra de seguir vivo, y nadie regido hasta hace muy poco por unos instintos salvajes puede reconvertirse de golpe en un soldado que se comporta de acuerdo con las reglas de su oficio.

Ha llegado, con todo, el momento de poner orden, si no se quiere que ocurra todavía alguna desgracia. Tenemos que ocupar la linde del bosque, averiguar quiénes faltan, establecer contacto con los demás y adelantar un destacamento de seguridad. En el lado enemigo, donde sin duda han logrado hacerse entretanto una idea más clara de la situación, comienza a disparar una ametralladora; nos obliga a tomar posición y a resguardarnos en las trincheras, pues también nosotros hemos vuelto poco a poco a valorar los peligros. La ametralladora nos causa bajas; un hombre cae de espaldas mientras expele ese estertor terrible y prolongado con que el soplo vital se escapa del cuerpo. Otro comienza a quejarse y es preciso meterlo con cuidado en la trinchera. Una bala le ha perforado el muslo. Estas heridas en la carne parecen inofensivas, pero ya varias veces he visto cómo provocaban una muerte rápida, en el caso de una lesión de la arteria femoral. También aquí es una mala señal que el herido comience a tener escalofríos.

Mientras estamos ocupados en vendarlo vienen hacia nosotros Vorbeck y Kastner; van acompañados por dos portadores de granadas de mano y nos agradecen el rápido apoyo que les hemos prestado esta noche. Podemos estar contentos. No siempre logramos romper los cerrojos y tuvimos que permanecer mano sobre mano, mientras el enemigo estrangulaba a la guarnición, que se hallaba inmediatamente delante de nosotros. Encendemos unos cigarrillos y nos contamos mutuamente los acontecimientos vividos.

Me entero de que ayer por la tarde el enemigo estuvo preparando su ofensiva mediante el lanzamiento de granadas de grueso calibre, destinadas sin duda a destruir la gran galería subterránea, y que luego, en plena noche, hubo un ataque artillero por sorpresa. Ante esto, la guarnición lanzó rápidamente a lo alto bengalas rojas. El diluvio de proyectiles hacía que resultase completamente impensable ocupar la totalidad del Bosquecillo, por lo que la tropa se concentró en la galería y se dispuso a aguardar lo que viniera; unos se sentaron en los escalones y otros permanecieron de pie en las entradas. Dos de éstas fueron hundidas por los proyectiles y hubo que dejarlas expeditas otra vez; también en la tercera entrada los cascos de metralla y los balines de los
shrapnels
hirieron a algunos centinelas. Cuando el fuego saltó a la parte trasera del Bosquecillo, la tropa se repartió por los embudos de los alrededores. Alumbrados por el resplandor de cohetes de color blanco, dispararon contra algunas sombras que atravesaban con rapidez la zona, pero no percibieron nada más. Por eso, cuando Vorbeck oyó las granadas de mano que nosotros lanzábamos por su espalda, creyó que había sido cercado. Las bajas sufridas por sus hombres han sido menos numerosas de lo que cabía presumir a la vista de las enormes cantidades de proyectiles caídos sobre el Bosquecillo. En cambio, hasta este momento no ha regresado ni uno solo de los hombres de la guarnición de la zona avanzada. Es posible que allí no haya ya nadie vivo.

Pido información a los hombres de mi compañía que lanzaron las granadas de mano y me dicen que también ellos vieron únicamente unas sombras que tenían forma humana y desaparecieron sin dejar rastro. Cabe suponer, pues, que el ataque lo llevó a cabo una sola patrulla enemiga, la cual, o bien quería explorar el terreno para una operación posterior de mayor envergadura, o bien esperaba que su golpe de mano tuviese un desenlace feliz. Si se piensa en el escaso número de hombres que han intervenido en la operación, resulta enigmática la enorme cantidad de medios dilapidados.

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