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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Roma Invicta (6 page)

BOOK: Roma Invicta
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A los demás, Escipión los increpó con la misma dureza que sabía usar Emilio Paulo en sus discursos: «¡Parecéis más ladrones que soldados, más fugitivos que guardianes y más mercachifles que conquistadores! Os estáis dedicando a buscar lujos en mitad de una guerra cuando todavía no habéis vencido. Pero yo no he venido aquí a robar, sino a conquistar, ni a pedir dinero antes de vencer, sino a derrotar al enemigo».

Cuando juzgó que sus tropas ya estaban preparadas, Escipión lanzó un asalto nocturno contra Megara, un barrio muy populoso situado en la parte norte de la ciudad. Al mismo tiempo que otras unidades llevaban a cabo una maniobra de distracción atacando en el sector sur, Escipión y los hombres que había elegido corrieron hacia la muralla. Mientras los defensores empezaban a dispararles desde arriba, los romanos descubrieron que junto al muro se levantaba una torre que pertenecía a un ciudadano privado y que posiblemente fuese un monumento funerario.

Al ver que la torre estaba vacía, unos cuantos voluntarios se encaramaron a ella, saltaron sobre el adarve de la muralla y rechazaron a los defensores. Después abrieron las puertas para que Escipión entrara con cuatro mil hombres. La historia de esta torre, con esa mezcla de casualidad e incompetencia —¿por qué no la habían derribado o puesto una guarnición en ella?—, suena perfectamente verosímil.

Los defensores de aquel sector de la muralla, presos de pánico, se retiraron hacia el sur, a la ciudadela de Birsa. Pero Escipión no llegó a aprovechar la cabeza de puente que acababa de tender. Dentro ya de Cartago, él y sus hombres se encontraron atravesando una zona de huertos, jardines y setos que dibujaban un auténtico laberinto. Temiendo que sus tropas se dispersaran y extraviaran de noche en una ciudad poblada por cientos de miles de enemigos, ordenó la retirada.

A esas alturas del asedio, el general que dirigía las defensas era el Asdrúbal que había estado acampado en Néferis. Había obtenido el cargo convenciendo a los cartagineses de que el otro Asdrúbal, nieto de Masinisa, era un traidor, por lo que lo habían linchado.

Rabioso por el asalto de la noche anterior, Asdrúbal subió a la muralla a los prisioneros romanos y, ante la vista de sus compañeros de armas, los torturó sacándoles los ojos, cortándoles la lengua, despellejándolos vivos y arrojándolos finalmente al vacío. Aparte de crueldad, había algo de cálculo en sus actos: de esa forma, los cartagineses comprenderían que la rendición ya no era una opción, puesto que los romanos querrían vengarse por lo sucedido.

Por su parte, Escipión decidió apretar las clavijas a los sitiados. Para ello, pasó el resto del verano fortificando el istmo con zanjas sembradas de estacas puntiagudas, un terraplén con torres de vigilancia y una atalaya de cuatro pisos en el centro desde la que se controlaba todo. A partir de ese momento, ya no podía entrar nada por tierra (lo que nos hace pensar que el asedio hasta entonces no había sido lo bastante estricto).

Sin embargo, los defensores todavía recibían suministro por mar. Como ya vimos, Cartago tenía dos puertos, uno militar al norte y otro comercial al sur. Era este el que tenía salida al mar, una bocana de poco más de veinte metros de anchura. Para cegarla, los hombres de Escipión arrojaron piedras pesadas al fondo con la intención de usarlas de cimiento sobre el que levantar un terraplén.

Como respuesta, los cartagineses excavaron otro canal más al norte para unir el puerto militar con el mar, una obra que llevaron a cabo en el mayor secreto y en la que participaron mujeres y niños. Asimismo a escondidas, reciclaron toda la madera que pudieron para construir trirremes y quinquerremes. Según Frontino, como les faltaba esparto usaron de nuevo los cabellos de sus mujeres para trenzar las jarcias (
Estr
., 1.7.3). Aunque puede que se hayan mezclado dos historias, tampoco es imposible, pues habían pasado ya dos años desde que recurrieron por primera vez a sus cabelleras para fabricar las catapultas.

Cuando llegó el día en que las naves estuvieron listas, los cartagineses abrieron el nuevo canal al amanecer, y una flota de cincuenta trirremes salió del puerto acompañada por muchas otras naves de guerra de menor tamaño.

Aquella súbita aparición pilló por sorpresa a los romanos. Si los cartagineses hubieran atacado entonces a la flota de Escipión, podrían haberla destruido, pues sus dotaciones estaban ocupadas en las obras de asedio y el combate en la muralla. Pero se limitaron a desplegarse y navegar como si hicieran una exhibición, y pasado un rato volvieron a entrar al puerto. Aunque Apiano no explica por qué actuaron así, es muy posible que las tripulaciones necesitaran unos días de adiestramiento para dominar aquellos barcos nuevos. Hace unos años, los experimentos del trirreme
Olympias
demostraron que coordinar a los remeros de una nave de guerra antigua era una tarea muy complicada que requería un tiempo de práctica.

Tres días después, la flota púnica volvió a salir y se libró una batalla naval en las aguas cercanas a la ciudad. Durante varias horas el resultado fue incierto. Mientras los trirremes y quinquerremes de ambos bandos intentaban abordarse y hundirse con los espolones, los botes de los cartagineses se arrimaban a los barcos romanos para hostigarlos como tábanos, tratando de taladrar sus cascos y romper sus remos y timones.

Por fin, cuando empezó a caer la tarde, los cartagineses decidieron refugiarse de nuevo en el puerto y probar suerte otro día. En primer lugar, se retiraron las embarcaciones pequeñas, protegidas por las naves de guerra. En ese momento, se demostró que a los tripulantes les faltaba pericia o les sobraba miedo. Las barcas empezaron a chocar entre sí, sus remos y sus jarcias se enredaron y se organizó un tremendo tapón en la bocana. Los navíos de guerra cartagineses, viendo que no podían pasar por ese cuello de botella, se dirigieron hacia un muelle exterior, construido al pie de las murallas para los barcos que no cabían en el puerto. Al llegar allí, amarraron los barcos con las proas y los espolones apuntando hacia fuera. La flota romana aprovechó para atacar y se entabló una segunda batalla igual de reñida que la primera. Al principio la suerte fue pareja, pero cuando cayó la noche y los trirremes púnicos se retiraron por fin al puerto, habían sufrido muchas más bajas que la flota romana.

Escipión se había fijado en aquel muelle exterior, y pensó que ofrecía una buena base de operaciones. Al día siguiente, sus tropas se apoderaron de él e instalaron catapultas y arietes con los que se dedicaron a golpear y batir la muralla.

Por la noche los defensores volvieron a demostrar su audacia y su ingenio con un nuevo contraataque. Un nutrido grupo de cartagineses salió nadando del puerto. Iban sin armas y prácticamente desnudos, tan solo provistos de antorchas que llevaban apagadas para no ser descubiertos y de bolsas impermeables con material para prender fuego.

Cuando llegaron al muelle, encendieron las teas y se dedicaron a quemar las máquinas de guerra. A la luz de sus propias llamas y sin ropa ofrecían un blanco fácil. Sin embargo, pese a la lluvia de flechas y lanzas que cayó sobre ellos, aguantaron sin emprender la huida y consiguieron destruir los artefactos enemigos.

Gracias al heroísmo de aquellos hombres, los cartagineses pudieron reparar la muralla. Pero Escipión era más tozudo que ellos y ordenó construir nuevas máquinas. Tras reconquistar el muelle, levantó allí un muro, una obra que no terminó hasta el otoño de 147. Cuando estuvo finalizado, sus hombres dominaban la nueva entrada al puerto.

Durante el invierno, Escipión se dedicó a tomar las pocas ciudades que todavía ayudaban a Cartago. También, con la ayuda de la caballería númida de Gulusa, derrotó al ejército que seguía acampado en Néferis. Con todo eso, a finales de año, Cartago se había quedado sin aliados y completamente aislada del mundo exterior.

Los cónsules elegidos para el año 146 fueron Cneo Cornelio Léntulo y Lucio Mumio. Pero Escipión mantenía sus influencias en el senado y no tuvo ningún problema para que le prorrogaran el mando sobre el ejército de África. Cuando terminó el invierno, decidió que la presa estaba madura. Había llegado el momento de lanzar la ofensiva final.

Asdrúbal, sospechando por dónde vendría el ataque principal, ordenó prender fuego a los almacenes y hangares que rodeaban el puerto comercial. Pero durante la noche, un destacamento mandado por Cayo Lelio, amigo personal de Escipión, logró entrar en el puerto militar y lo tomó.

A esas alturas, los defensores se encontraban tan debilitados por el hambre que apenas opusieron resistencia. Los romanos se abrieron paso hasta el Ágora, se apoderaron de ella y pasaron la noche allí. Por la mañana, Escipión trajo cuatro mil soldados más y se dirigió con ellos hacia la ciudadela de Birsa.

Por el camino, los hombres de Escipión se encontraron con el templo del dios Reshef, al que los romanos identificaban con Apolo. Entre la estatua del dios y otros adornos había allí más de treinta toneladas de oro. Los soldados entraron en el santuario, desenvainaron las espadas y se dedicaron a arrancar a tajo limpio las piezas de oro batido, haciendo caso omiso de las órdenes de sus oficiales. Pese a que Escipión era un general que sabía mantener una disciplina de hierro, lo que ocurrió en el templo demuestra cuáles eran las prioridades de los soldados y lo difícil que resultaba controlarlos en plena acción.

El último asalto se dirigió contra Birsa, que estaba unida a la plaza principal por tres calles a cuyos lados se alzaban edificios de hasta seis plantas. Desde el punto de vista antiguo, esas avenidas eran amplias, pero medían tan solo entre cinco y siete metros de anchura y pronto se convirtieron en ratoneras para los atacantes. Los moradores de aquellos bloques y otros defensores que se habían refugiado en ellos empezaron a arrojar una lluvia de proyectiles, tejas y piedras sobre las cabezas de los romanos.

La batalla se convirtió en una auténtica operación de guerrilla urbana. Para seguir avanzando, los hombres de Escipión se vieron obligados a tomar casa por casa, y cuando llegaban al tejado de un bloque tendían planchas de madera para cruzar al edificio de enfrente y seguir combatiendo. Miles de personas luchaban y morían en las calles, las escaleras, las viviendas y los terrados de aquellos bloques, y había cuerpos de romanos y cartagineses por igual cayendo al vacío y aplastándose contra el pavimento o ensartándose en las lanzas de los que combatían abajo.

Por fin, los romanos lograron controlar la zona. Para despejar el acceso a la ciudadela y traer las máquinas, Escipión ordenó prender fuego a las casas. Las escenas que siguieron a continuación fueron aterradoras. Aunque Apiano da lo mejor de sí describiéndolas, prefiero ahorrar a los lectores los detalles más truculentos. Los romanos se dejaron llevar por la sed de sangre típica de los sitiadores que tomaban una ciudad y descargaron meses de frustración contra sus defensores, masacrando a hombres, mujeres y niños por igual.

Los romanos cerraron el cerco sobre Birsa, el último reducto, y aguardaron. Seis días más tarde, una comitiva con ramas de olivo salió de la ciudadela. Aquellos suplicantes dijeron a Escipión que los supervivientes se rendirían si les perdonaba la vida, y él aceptó. Poco después, cincuenta mil personas entre hombres y mujeres abandonaron Birsa.

No obstante, todavía quedaban dentro novecientos desertores del ejército de Escipión, pues este se había negado a concederles clemencia. Desesperados, aquellos hombres se refugiaron en el lugar más alto de la ciudadela, el templo de Eshmún (Esculapio para los romanos), un lugar casi inaccesible al que se llegaba por una estrecha y empinada escalera de sesenta peldaños.

Asdrúbal estaba con ellos. Pero el general cartaginés no tardó en escapar a hurtadillas para presentarse ante Escipión y pedirle clemencia, también con una rama de olivo. Mientras tanto, el resto de los desertores incendiaron el templo y saltaron sobre las llamas. La esposa de Asdrúbal, que se encontraba con ellos, mató a sus dos hijos y los arrojó al fuego: por última vez, una madre cartaginesa sacrificaba a sus propios niños. Después, no sin antes llamar cobarde a su esposo desde las alturas, ella misma se inmoló en aquella gigantesca hoguera.

Se trata de un final a la altura de la tragedia
Medea
y muy apropiado para la leyenda de Cartago. Quién sabe, a lo mejor ocurrió de verdad: cuando una sociedad se acostumbra a un tipo de ficción puede acabar emulándola cuando llegan situaciones parecidas a las que esa ficción describe. O, por decirlo en menos palabras, la vida imita al arte.

Tal fue el final de Cartago. Los incendios duraron diez días, ya que los tejados de los edificios estaban impermeabilizados con brea. Mientras contemplaba las llamas y veía a sus hombres saqueando aquella ciudad que había florecido durante setecientos años, Escipión meditó sobre la fugacidad de los imperios. Pensando en cómo había caído Troya, y después de ella los asirios, los medos, los persas y los macedonios, lloró y recitó estos versos de la
Ilíada
:

Llegará el día en que perezcan

la sagrada Troya y Príamo

y el pueblo de Príamo, el de la buena lanza.

El historiador Polibio, que estaba presente, le preguntó a qué se refería. «Es un momento glorioso, Polibio —respondió Escipión—. Pero temo que llegue el tiempo en que sea otro quien dé la orden de destruir mi patria». Un estudioso del pasado como él sabía que Roma acabaría cayendo igual que Cartago, pues tal es el destino de las cosas humanas.

Por una curiosa coincidencia, ese mismo año, al otro lado del Mediterráneo los romanos arrasaban hasta los cimientos otra ciudad que poseía una larga historia y había sido un importante emporio comercial: Corinto, en Grecia. Para muchos autores posteriores, el año 146 supuso un antes y un después en la historia de Roma y su imperio, y no para bien.

Los romanos se anexionaron los territorios que todavía le quedaban a Cartago y los convirtieron en la provincia de África. Las poblaciones que les habían ayudado quedaron libres de impuestos, mientras que las demás tuvieron que pagar tributo. Una de las ciudades que se hallaba en el primer caso, Útica, se convirtió en capital de la provincia.

En cuanto a Cartago, cierta tradición cuenta que, cuando se apagaron los rescoldos, los romanos barrieron los últimos restos, araron la tierra y la sembraron de sal para que no volviera a crecer ni la mala hierba. En realidad, se trata de una invención de los historiadores posteriores; y no de los antiguos, sino de un autor del siglo
XX
que, tal como he leído en un ingenioso comentario, debió pensar que «una pizca de sal no le vendría mal a la historia». Cartago fue destruida, ciertamente, pero no con tal saña.

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