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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

Roma Invicta (56 page)

BOOK: Roma Invicta
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Esa sería la política de Pompeyo en los países de Oriente: mantener a los dinastas locales siempre que aceptaran ser «amigos y aliados del pueblo romano», es decir, vasallos. Por supuesto, mantener el trono no salía gratis. Tigranes pagó seis mil talentos a Pompeyo, y los oficiales y soldados del ejército romano recibieron también sus correspondientes bonificaciones. Gracias a eso, el rey evitó que saquearan Artaxata. Recordaba bien el destino sufrido por su otra gran capital, Tigranocerta, que él mismo había fundado. Lúculo y sus hombres la habían saqueado y habían obtenido un botín de más de ocho mil talentos.

Durante el invierno del 66-65, Pompeyo repartió sus fuerzas en tres campamentos, una medida que habitualmente se tomaba para dividir entre varias poblaciones la carga de alimentar a las tropas. Aprovechando aquello, el rey albano Oroeces cruzó con sus fuerzas el río Ciro (Kurá), que desemboca en el Caspio, y atacó a los romanos. La ofensiva fracasó, y Pompeyo lo persiguió hasta el río. Allí alcanzó a su retaguardia y mató a muchos de sus hombres. Cuando Oroeces le pidió una tregua, Pompeyo se conformó con eso y no se internó en su territorio, pues no le parecía aconsejable hacerlo en invierno (el territorio de los albanos se correspondía más o menos con Azerbaiyán).

Ya en primavera, las legiones se adentraron en el país de los iberos, un pueblo situado en el territorio de la actual Georgia. Según habían informado a Pompeyo los espías, su rey Artoces pensaba seguir el ejemplo de Oroeces, de modo que decidió que quien golpea primero da dos veces. Tras ser derrotado, Artoces pidió también la paz y entregó a sus propios hijos como rehenes.

Después de la batalla, Pompeyo y sus tropas prosiguieron su avance por el valle del Fasis, que atravesaba la Cólquide hasta desembocar en el mar Negro junto a la ciudad del mismo nombre. Aquel río era tan sinuoso y su valle tan angosto que, según cuenta Estrabón, había que cruzar hasta ciento veinte puentes para salvar sus constantes meandros (11.3.4)

En Fasis se reunió con su legado naval Servilio, que había atracado en la ciudad con parte de la flota. Al saber que Mitrídates se dirigía al Bósforo Cimerio, Pompeyo pensó que por el momento no representaba ningún peligro. Tras encargar a Servilio que mantuviera vigilado al rey para que no escapara por mar, regresó a Armenia.

Cuando las noticias llegaron a Roma, sus adversarios empezaron a criticarlo por haber dejado escapar una vez más a Mitrídates. ¿Acaso Pompeyo ignoraba que aquel tipo era igual que la mítica ave Fénix? Pero él aseguró en tono un tanto desdeñoso que había dejado al rey del Ponto solo ante un enemigo peor que un ejército romano: el hambre. En eso no parecía estar muy bien informado, ya que las llanuras al norte del mar Negro eran uno de los principales graneros del mundo antiguo.

En el camino de regreso a Armenia, Pompeyo decidió que era buen momento para tomar represalias contra los albanos por el ataque del invierno anterior. Mientras se adentraba en su territorio, se enteró de que Oroeces había movilizado un ejército de sesenta mil infantes y doce mil jinetes. Los primeros, si es que en verdad había tantos, serían milicias reclutadas a toda prisa y de poca calidad. Pero la caballería sí le preocupaba, sobre todo porque en ella había catafractos, guerreros expertos y blindados de pies a cabeza al igual que sus caballos.

Desde la guerra contra Sertorio, Pompeyo había adquirido afición a las estratagemas y los engaños, y así lo demostraría en Dirraquio durante la guerra civil. En esta ocasión escondió un buen número de cohortes en el terreno que había elegido para la batalla: apostó algunas a ambos lados de un valle, en las laderas sembradas de vegetación, y otras al fondo, detrás de la caballería y de rodillas para que no destacaran. Además, instruyó a sus soldados para que se cubrieran con telas los yelmos, la parte de su equipo donde más se reflejaba el sol.

Tendida la trampa, Pompeyo envió el cebo, que era su propia caballería. Tras una breve refriega los jinetes fingieron retirarse ante el empuje enemigo. Los catafractos los persiguieron sin temor, ya que no parecía haber grandes contingentes de infantería a la vista. Pero a continuación, los jinetes romanos se dividieron por escuadrones y se colaron por los huecos abiertos entre las cohortes que habían permanecido ocultas tras ellos. Los legionarios se levantaron y cargaron contra la caballería albana, mientras sus compañeros emboscados por ambos flancos hacían lo propio.

Como era de esperar, los romanos causaron una gran mortandad entre sus enemigos. Según Plutarco, Pompeyo luchó en aquella ocasión en combate individual contra Cosis, hermano del rey. Pero la trayectoria militar de Pompeyo sugiere que no era muy dado a lanzarse personalmente a lo más duro de la refriega, por lo que probablemente se trate de una anécdota inventada por sus cronistas para glorificarlo.

Durante toda esta campaña, el propio Pompeyo procuró venderse a sí mismo como un nuevo Alejandro, y la imagen de sí mismo cargando a caballo contra los caudillos enemigos era perfecta para recalcar esa semejanza. En ese sentido resulta muy reveladora otra anécdota que también refiere Plutarco. Cuando Pompeyo venció a Mitrídates y tomó su campamento, sus hombres llevaron a su presencia a varias concubinas reales a las que habían hecho prisioneras. Pompeyo no solo no las tocó, sino que las envió de vuelta con sus familias. Era la misma conducta caballerosa que Alejandro había tenido con la familia del rey persa Darío. Esto no significa que al obrar así no fuese sincero, pues Pompeyo tenía fama de ser muy galante y cortés con las mujeres.

Con duelo singular o no, Pompeyo consiguió también que los albanos se le sometieran y le entregaran rehenes. Desde su país se dirigió al Caspio, pero avanzar por aquellos parajes era tan penoso que renunció a la empresa y decidió regresar a Armenia Menor y el Ponto. Desde ese momento, su ejército prácticamente no llegó a combatir. Poco a poco, las fortalezas de la región que aún resistían se fueron rindiendo. La tarea más fatigosa que tuvieron que llevar a cabo los hombres de Pompeyo fue llevar la contabilidad de los enormes tesoros del rey Mitrídates. Solo en su castillo de Talaura pasaron treinta días.

En total, Pompeyo se apropió de treinta y seis mil talentos, la mayoría en moneda acuñada. Sus escribas y cuestores tomaban nota de todo para que nadie pudiera acusarlo de corrupción al volver a Roma. En las diversas fortalezas encontraron además valiosas obras de arte; los nobles romanos se mataban por las antigüedades orientales, como se puede comprobar leyendo las cartas de Cicerón.

A propósito de cartas, Pompeyo también encontró muchas escritas por Mitrídates. Aparte de la relación de sus envenenamientos y las interpretaciones de sus sueños y los de sus esposas, un tema que parecía apasionar al rey del Ponto, Pompeyo pudo leer varias cartas de tono muy erótico que Mitrídates había intercambiado con Monime, una de sus esposas.

Además de hacer acopio de botín, Pompeyo y sus legados se dedicaron a reorganizar toda la región. Para ello firmaron pactos con los numerosos reyes y caudillos de las diversas naciones de Anatolia, y también con el rey parto Fraates, aunque en este caso los términos eran de igualdad. Emulando de nuevo a Alejandro, Pompeyo también fundó varias ciudades. Una de ellas, levantada en el lugar donde venció a Mitrídates, se llamó Nicópolis, «ciudad de la victoria».

Ya terminado el invierno, Pompeyo viajó hacia el sur, atravesó Capadocia y Cilicia y entró en Siria. Antíoco XIII, el último seléucida, cuyo reino se había quedado prácticamente reducido a la ciudad de Antioquía, se presentó ante él para pedirle que lo mantuviera como rey aliado y amigo de Roma. Pero Pompeyo decidió convertir Siria en provincia romana, ya que quería evitar que siguiera sufriendo razias de árabes y judíos, algo que venía ocurriendo desde que el imperio seléucida se desmoronó ante los partos. En general, fue lo que hizo en aquella región cuando no encontró ningún gobernante local que le pareciera fiable.

Después de aquello, Pompeyo prosiguió su avance hacia el sur. En Judea se estaba librando una guerra civil entre los hermanos Aristóbulo e Hircano, que se disputaban el trono y el sumo sacerdocio. Pompeyo se decidió por Hircano y puso sitio a Jerusalén, donde se había hecho fuerte su rival. A principios de octubre, tras un asedio de tres meses, la ciudad cayó en poder de los romanos. Pompeyo se dio el capricho de entrar en el sanctasanctórum del templo sagrado, algo que muchos judíos consideraron un sacrilegio, pero no se apoderó de ningún tesoro por respeto. A Hircano lo nombró sumo sacerdote y etnarca, un título distinto de rey, lo que satisfizo sobre todo al clero, que no quería obedecer a un monarca secular. En cuanto a su hermano Aristóbulo, se lo llevó prisionero a Roma.

Más al sur quedaba otro reducto problemático: el reino de los árabes nabateos, cuya capital era la famosa ciudad de Petra. Su rey Aretas no dejaba de lanzar incursiones contra Siria y Judea. Pero en el año 62, cuando Pompeyo y sus tropas se disponían a atravesar la llamada Arabia Pétrea, llegaron noticias del norte relativas a Mitrídates. Pompeyo emprendió el regreso al Ponto y dejó que su legado Emilio Escauro se encargara de la campaña contra los nabateos. Escauro hizo algunas incursiones en sus territorios y después llegó a un acuerdo con Aretas. Este se sometió de palabra y entregó trescientos talentos al legado para que no siguiera adelante.

Mitrídates había llegado a Panticapeo en el verano del 65. Una vez allí, descubrió que estaba rodeado de intrigas familiares. Cuando se enteró de que uno de sus hijos, Xifares, intentaba desertar con los romanos, lo hizo ejecutar sin contemplaciones.

En el Bósforo, Mitrídates trazó planes para recuperar su poder, como ya había hecho más de una vez en el pasado. A sus setenta años, seguía concibiendo planes grandiosos, como si le quedara por delante todo el tiempo del mundo. Según Apiano, tenía pensado organizar un gran ejército para remontar el curso del Danubio hasta las tierras de Tracia y desde allí invadir el territorio romano. El mismo Apiano añade que era un plan quimérico; en griego, una
paradoxología
, término que se utilizaba para referirse a los relatos fantásticos (
BM
, 101-102).

Si es verdad que barajó ese plan, pronto debió descartarlo por las enormes dificultades prácticas que conllevaba. En realidad, Mitrídates se hallaba prácticamente encerrado en su reino, mientras los barcos romanos recorrían impunemente el mar Negro. Intentó negociar de nuevo, pero la respuesta que recibió de Pompeyo fue que solo trataría con él si se presentaba en persona en la ciudad de Amiso y se entregaba a él.

Sospechando que era inminente una invasión, el rey trató de reforzar con guarniciones las ciudades vecinas. Pero todo se desmoronaba a su alrededor. Su hijo Farnaces se rebeló, y si Mitrídates no lo ejecutó fue porque un consejero intercedió por él. En otra de sus ciudades, Fanagoria, la guarnición se rebeló y entregó a los romanos a cuatro de sus hijos y una hija que se alojaban allí.

Sin saber a qué recurrir ya, el monarca del Ponto envió a algunas de sus hijas solteras a las tribus escitas para entablar alianzas matrimoniales y conseguir refuerzos. Pero al salir de Panticapeo, los soldados de la escolta asesinaron a los eunucos que las custodiaban y llevaron a sus hijas a los romanos.

Las deserciones continuaban. Llegó un momento en que la propia guarnición de Panticapeo se sublevó contra él. Cuando Mitrídates intentó convencer a sus oficiales y soldados para que no lo abandonaran, le respondieron: «Preferimos que tu hijo Farnaces sea el rey. Lo que queremos es un hombre joven, no un viejo que se deja mandar por eunucos y que ha matado a muchos de sus hijos, sus generales y sus amigos».

La larga carrera de Mitrídates tocaba a su fin. Incluso los miembros de su guardia personal lo abandonaron y acudieron al campamento donde se habían hecho fuertes los desertores. Estos dijeron que solo los admitirían si les traían el cadáver del rey.

Los guardias regresaron al palacio y, como no encontraron a Mitrídates, que se había escondido, mataron a su caballo para que no pudiera huir. Después localizaron a Farnaces y lo coronaron con una ancha hoja de papiro a modo de corona.

Mitrídates presenció la escena desde un pórtico elevado y comprendió que estaba perdido. Envió un mensaje a su hijo para pedirle que al menos le dejar huir con vida, pero Farnaces no le respondió.

Por fin, el anciano rey decidió suicidarse ingiriendo un veneno que siempre llevaba en una bolsita junto a la vaina de espada. Con él se hallaban en aquel momento dos de sus hijas, Nisa y Mitrídatis, que le pidieron que las envenenara también y que lo hiciera antes de beber la pócima, pues no querían sobrevivirle. Mitrídates accedió, les dio el fármaco y las jóvenes no tardaron en morir.

Pero cuando él mismo bebió el veneno, descubrió que no le hacía efecto. Es de suponer que no se trataba de uno de los tóxicos contra los que se había inmunizado, porque no tendría sentido que intentara matarse con él. Tal vez había tomado poco antes su famoso mitridatio, ese antídoto «de amplio espectro» que él mismo había fabricado, o quizás al dar parte del veneno a sus hijas le había quedado una dosis insuficiente, considerando que era un hombre de gran tamaño.

Al comprender que así no iba a poder morir, habló con un escolta galo llamado Bituito. El breve parlamento de Mitrídates es digno de una tragedia griega o shakesperiana:

Mucho me ha hecho ganar tu brazo derecho contra mis enemigos. Pero mucho más me hará ganar si ahora me matas, pues corro el peligro de ser arrastrado en un desfile triunfal. ¡Yo, que he sido gobernante y rey de un imperio tan grande, y que ahora no consigo morir envenenado por culpa de las necias precauciones que tomé contra otros fármacos! Pero, aunque vigilé y me precaví contra todos los venenos que uno puede ingerir, olvidé protegerme del veneno más mortal y cercano para un rey: la traición de sus soldados, sus hijos y sus amigos. (
BM
, 111).

El galo, conmovido por las palabras del rey, lo mató con su espada. Tal fue el final de Mitrídates, llamado el Grande, de quien Apiano añade: «Luchó contra los mejores generales de su tiempo. Fue derrotado por Sila, Lúculo y Pompeyo, pero más de una vez los superó. Su espíritu fue siempre grandioso e indomable, incluso en los infortunios» (
BM
, 112).

Cuando la noticia llegó a Roma, se festejó el fin de aquel enemigo contra el que habían luchado abuelos, padres e hijos. Farnaces embarcó el cuerpo del monarca en un trirreme y lo envió a Sínope, junto con muchos rehenes, para pedir a Pompeyo que le dejara gobernar el reino de su padre, o al menos el Bósforo Cimerio.

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