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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (8 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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Dos

Combray, de lejos, en diez leguas a la redonda, visto desde el tren cuando llegábamos la semana anterior a Pascua, no era más que una iglesia que resumía la ciudad, la representaba y hablaba de ella y por ella a las lejanías, y que ya vista más de cerca mantenía bien apretadas, al abrigo de su gran manto sombrío, en medio del campo y contra los vientos, como una pastora a sus ovejas, los lomos lanosos y grises de las casas, ceñidas acá y acullá por un lienzo de muralla que trazaba un rasgo perfectamente curvo, como en una menuda ciudad de un cuadro primitivo. Para vivir, Combray era un poco triste, triste como sus calles, cuyas casas, construidas con piedra negruzca del país, con unos escalones a la entrada y con tejados acabados en punta, que con sus aleros hacían gran sombra, eran tan oscuras que en cuanto el día empezaba a declinar era menester subir los visillos; calles con graves nombres de santos (algunos de ellos se referían a la historia de los primeros señores de Combray), calle de San Hilarlo, calle de Santiago, donde estaba la casa de mi tía; calle de Santa Hildegarda, con la que lindaba la verja; calle del Espíritu Santo, a la que daba la puertecita lateral del jardín; y esas calles de Cambray viven en un lugar tan recóndito de mi memoria, pintado por colores tan distintos de los que ahora reviste para mí el mundo, que en verdad me parecen todas, y la iglesia, que desde la plaza las señoreaba, aún más irreales que las proyecciones de la linterna mágica, y en algunos momentos se me figura que poder cruzar todavía la calle San Hilarlo y poder tomar un cuarto en la calle del Pájaro —en la vieja hostería del Pájaro herido, de cuyos sótanos salía un olor de cocina que sube aún a veces, en mi recuerdo tan intermitente y cálido como entonces— sería entrar en contacto con el Más Allá de modo más maravillosamente sobrenatural que si me fuera dado conocer a Golo y hablar con Genoveva de Brabante.

Mi tía, prima de mi abuelo, en cuya casa habitábamos, era la madre de esa tía Leoncia que desde la muerte de su marido, mi tío Octavio, no quiso salir de Combray primero, de su casa luego, y más tarde de su cuarto y de su cama, que no bajaba nunca y se estaba siempre echada, en un estado incierto de pena, debilidad física, enfermedad, manía y devoción. Sus habitaciones daban a la calle de Santiago, que terminaba un poco más abajo en el Prado grande (por oposición al Prado chico, el cual extendía su verdor en medio de la ciudad, entre tres calles), y que, uniforme y grisácea, con los tres escalones de piedra delante de casi todas las puertas, parecía un desfiladero tallado por un imaginero gótico en la misma piedra en que esculpiera un nacimiento e un calvario. Mi tía no habitaba en realidad más que dos habitaciones contiguas, y por la tarde se estaba en una de ellas mientras se ventilaba la otra. Eran habitaciones de esas de provincias que —lo mismo que en ciertos países hay partes enteras del aire o del mar, iluminadas o perfumadas por infinidad de protozoarios que nosotros no vemos— nos encantan con mil aromas que en ellas exhalan la virtud, la prudencia, el hábito, toda una vida secreta e invisible, superabundante y moral que el aire tiene en suspenso; olores naturales, sí, y con color de naturaleza, como los de los campos cercanos, pero humanos, caseros y confinados, ya, exquisita jalea industriosa y limpia de todos los frutos del año, que fueron del huerto al armario; cada uno de su sazón, pero domésticos, móviles, que suavizan el picor de la escarcha con la suavidad del pan blanco, ociosos y puntuales como reloj de pueblo, y a la vez corretones y sedentarios, descuidados y previsores, lenceros, madrugadores, devotos y felices, henchidos de una paz que nos infunde una ansiedad más y de un prosaísmo que sirve de depósito enorme de poesía para el que sin vivir entre ellos pasa por su lado. Estaba aquel aire saturado por lo más exquisito de un silencio tan nutritivo y suculento, que yo andaba por allí casi con golosina, sobre todo en aquellas primeras mañanas, frías aún, de la semana de Resurrección, en que lo saboreaba mejor porque estaba recién llegado; antes de entrar a dar los buenos días a mi tía tenía que esperar un momento en el primer cuarto, en donde el sol, de invierno todavía, estaba ya calentándose a la lumbre; encendida ya entre los dos ladrillos y que estucaba toda la habitación con su olor de hollín, convirtiéndola en uno de esos hogares de pueblo o en una de esas campanas de chimenea de los castillos, cuyo abrigo nos inspira el deseo de que fuera estalle la lluvia, la nieve o hasta una catástrofe diluviana pasa acrecer el bienestar de la reclusión con la poesía de lo invernal; daba unos paseos del reclinatorio a las butacas de espeso terciopelo, con sus cabeceras de crochet; y la lumbre, cociendo, como si fueran una pasta, los apetitosos olores cuajados en el aire de la habitación, y que estaban ya levantados y trabajados por la frescura soleada y húmeda de la mañana, los hojaldraba, los doraba, les daba arrugas y volumen para hacer un invisible y palpable pastel provinciano, inmensa torta de manzanas, una torta en cuyo seno yo iba, después de ligeramente saboreados los aromas más cuscurrosos, finos y reputados, pero más secos también, de la cómoda, de la alacena y del papel rameado de la pared, a pegarme siempre con secreta codicia al olor mediocre, pegajoso, indigesto, soso y frutal de la colcha de flores.

En el cuarto de al lado oía a mi tía hablar ella sola a media voz. Nunca hablaba más que bajito, porque se figuraba que tenía algo roto y flotante dentro de la cabeza, y que hablando fuerte podría moverse; pero nunca se pasaba mucho rato, aunque estuviera sola, sin decir algo, porque creía que eso, era sano para la garganta y que, impidiendo que la sangre se parara allí, tendría menos ahogos y angustias de aquellos que la aquejaban; además, en aquella absoluta inercia en que vivía atribuía a sus mínimas sensaciones una importancia extraordinaria, dotándolas de una tal movilidad, que era imposible que las retuviera dentro de sí; y a falta de confidente a quien comunicárselas se las anunciaba a sí misma, en un perpetuo monólogo, que era su única forma de actividad. Desdichadamente, como había contraído la costumbre de pensar en alta voz, ya no se fijaba en que hubiera alguien o no en el cuarto de al lado, y muchas veces le oía decir, dirigiéndose a si misma: «Tengo que acordarme bien de que no he dormido» (porque su pretensión capital era que no dormía nunca, pretensión que en nuestras palabras se reflejaba con gran respeto; por la mañana Francisca no iba a «despertarla», sino que «entraba» en su alcoba; cuando quería echar un sueño durante el día, decíamos que quería «reflexionar» o «descansar»; y cuando, a veces, se descuidaba charlando hasta el punto de llegar a decir: «lo que me ha despertado» o «soñé que…», se ponía encarnada y se corregía en seguida).

Al cabo de un momento entraba a darle un beso; Francisca estaba haciendo el té; y si mi tía se sentía nerviosa, pedía tilo en vez de té, y entonces yo era el encargado de coger la bolsita de la farmacia y echar en un plato la cantidad de tilo que luego había que verter en el agua hirviente. Los tallos de la flor del tilo, al secarse, se curvaban, formando un caprichoso enrejado, entre cuyos nudos se abrían las pálidas flores, como si un pintor las hubiera colocado y dispuesto del modo más decorativo. Las hojas, al cambiar de aspecto, al perderlo totalmente, se asemejaban a cosas absurdas, al ala transparente de una mosca, al revés de una etiqueta o a un pétalo de rosa, pero que hubieran sido entretejidas como en la confección de un nido. Mil pequeños detalles inútiles —prodigalidad encantadora del boticario— que en un preparado facticio se hubieran suprimido, me daban, lo mismo que un libro donde nos maravillamos de ver el nombre de un conocido, el gozo de comprender que eran aquellos verdaderos tallos de tilo, como los que yo veía en el paseo de la Estación, y modificados precisamente, porque eran de verdad y no copias, y habían envejecido. Y como cada rasgo característico que ofrecían no era más que la metamorfosis de un rasgo antiguo, yo reconocía en las bolitas grises los botones verdes que no cuajaron; pero, sobre todo, el brillo rosado, lunar y suave, en el que se destacaban las flores, pendientes de una frágil selva de tallos, como rositas de oro —señal, como ese resplandor que aun revela en un muro el sitio en que estuvo un fresco borrado, de la diferencia entre las partes del árbol que habían tenido color y las que no—, me indicaba que aquellos pétalos eran los mismos que, antes de henchir la bolsita de la botica, habían aromado las noches de primavera. Aquella llama rosa, de cirio, era todavía su coloración, pero medio apagada y dormida en esa vida inferior que ahora llevaban, y que viene a ser el crepúsculo de las flores. Muy pronto podía mi tía mojar en la hirviente infusión, cuyo sabor de hoja muerta y flor marchita saboreaba, una magdalenita, y me daba un pedacito cuando ya estaba bien empapada.

A un lado de su cama había una cómoda amarilla de madera de limonero, mueble que participaba de las funciones de botiquín y altar; junto a una estatuita de la virgen y una botella de Vichy Célestins había libros de misa y recetas del médico, todo lo necesario para seguir desde el lecho los oficios religiosos y el régimen, y para que no se pasara la hora de la pepsina ni la de vísperas. Al otro lado de la dama extendíase la ventana, y así tenía la calle a la vista, y podía leer desde la mañana hasta por la noche, para no aburrirse, al modo de los príncipes persas, la crónica diaria, pero inmemorial, de Combray, crónica que luego comentaba con Francisca.

Apenas estaba cinco minutos con mi tía, me mandaba que me fuera, por temor a cansarse. Ofrecía a mis labios su frente pálida y fría, que en aquellas horas tempranas aun no tenía puestos los postizos, y en la cual se transparentaban los huesos como las puntas de una corona de espinas o las cuentas de un rosario, y me decía: «Anda, hijo mío, ve a vestirte para ir a misa; y si ves por ahí a Francisca dile que no se entretenga mucho con vosotros y que suba pronto a ver si necesito algo».

Porque, en efecto, Francisca, que estaba a su servicio hacía muchos años, y que no sospechaba entonces que algún día habría de pasar al nuestro, descuidaba un poco a mi tía los meses que pasábamos allí. Hubo una época de mi infancia, antes de que fuéramos a Combray, cuando mi tía pasaba los inviernos en París en casa de su madre, en que yo conocía a Francisca, tan vagamente, que el día primero de año, antes de entrar en casa de mi tía, mamá me ponía en la mano un duro y me decía: «Y ten cuidado de no equivocarte. Espera para dárselo a que me oigas decir: buenos días, Francisca, y al mismo tiempo te daré un golpecito en el brazo». Apenas llegábamos al oscuro recibimiento de mi tía, veíanse en la sombra, y bajo los cañones de una cofia brillante, tiesa y frágil, como si fuera de azúcar hilado, los remolinos concéntricos de una sonrisa de gratitud anticipada. Era Francisca, de pie e inmóvil en el marco de la puertecita del corredor como una estatua de un santo en su hornacina. Conforme iba uno acostumbrándose a aquellas tinieblas de iglesia, leíanse en su rostro los sentimientos de amor desinteresado a la Humanidad y de tierno respeto a las clases sociales acomodadas, exaltado en las mejores regiones de su corazón por la esperanza del aguinaldo. Mamá me pellizcaba violentamente en el brazo y decía con voz fuerte: «Buenos días, Francisca». Y a esta señal yo soltaba el duro, que iba a caer en una mano confusa, pero tendida. Pero desde que íbamos a Combray, a nadie conocía yo mejor que a Francisca; nosotros éramos sus favoritos y le inspirábamos, al menos los primeros años, tanta consideración como mi tía, y más vivo agrado, porque añadíamos al prestigio de formar parte de la familia (y Francisca guardaba a los invisibles lazos que crea entre los individuos de una familia, la circulación de una misma sangre, tanto respeto como un trágico griego) el encanto de no ser los amos de siempre. Y por eso nos recibía con gran alegría, compadeciéndonos porque no hacía mejor tiempo, la víspera de Pascua, día de nuestra llegada, en que a veces aun soplaba un viento glacial, y cuando mamá le preguntaba por su hija y sus sobrinos, si su nieto era bueno y qué pensaban hacer de él, y si se parecía a su abuela.

Y cuando ya no había gente delante, mamá, que sabía que Francisca lloraba todavía a sus padres, muertos hacía muchos años, le hablaba de ellos bondadosamente, inquiriendo mil detalles sobre lo que hicieron en esa vida.

Mamá había adivinado que Francisca no quería a su yerno y que éste le aguaba el placer que sentía en estar con su hija, porque cuando él estaba delante no podían hablar con libertad. Así que cuando Francisca iba a verlos, a unas leguas de Combray, mi madre le decía sonriendo: «¿Verdad, Francisca, que si Julián ha tenido que salir y tiene usted a Margarita para usted sola todo el día, lo sentirá usted mucho, pero acabará por resignarse?» y Francisca respondía riéndose: «La señora lo sabe todo, es peor que los rayos X (y decía X con una dificultad afectada y una sonrisa para burlarse de su ignorancia, que se atrevía a emplear ese término científico), que trajeron para la señora Octave y que ven lo que tiene uno en el corazón»; y desaparecía turbada porque hablaban de ella, acaso para que no la vieran llorar; mamá era la primera persona que le daba la alegría de sentir que su vida, sus dichas y sus disgustos de aldeana podían ofrecer interés y ser motivo de gozo o tristeza para otra persona además de ella. Mi tía se resignaba a prescindir un poco de Francisca durante nuestra estancia, porque sabía cuánto apreciaba mi madre los servicios de aquella criada tan inteligente y activa, que estaba tan flamante, desde las cinco de la mañana, en la cocina, con su cofia, cuyo encañonado, brillante y tieso, parecía de porcelana, como para ir a misa; que lo hacía todo bien, trabajando como una caballería, estuviera buena o no, y siempre sin meter ruido, como si no hiciera nada, y la única criada de mi tía que cuando mamá pedía agua caliente o café puro los traía verdaderamente a punto de hervir; era una de esas criadas que en una casa son de las que desagradan a primera vista a un extraño, quizá porque no se toman el trabajo de conquistarlo ni lo agasajan, porque saben muy bien que no lo necesitan, y que antes de despedirla a ella dejarían de recibirlo; pero que, en cambio, son las que se ganan mejor el apego de los amos que han puesto a prueba su capacidad real y no se preocupan por esa simpatía superficial y esa palabrería servil que impresionan favorablemente a un forastero, pero que muchas veces sirven de capa a una ineducable inutilidad.

Cuando Francisca, después de cuidar que a mis padres no les faltara nada, subía por primera vez al cuarto de mi tía para darle la pepsina y preguntarle lo que iba a tomar de almuerzo, era muy raro que no fuera ya llamada a dar su opinión o alguna explicación concerniente a un acontecimiento de importancia:

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