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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (37 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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—¿Qué? ¿Qué me dice usted de un sabio así? —preguntó a Forcheville—. No se puede hablar seriamente con él dos minutos seguidos. También en su hospital las gasta usted así? Porque entonces —decía volviéndose hacia el doctor— aquello no debe de ser muy aburrido y tendré que pedir que me admitan.

—Creo que el doctor hablaba de ese vejestorio antipático llamado Blanca de Castilla, y perdónenme que así hable. ¿No es verdad, señora? —preguntó Brichot a la dueña de la casa, que cerró los ojos, medio desmayada, y hundió la cara en las manos, dejando escapar unos gritos de reprimida risa.

—¡Por Dios, señora! No quisiera yo ofender a las almas virtuosas, si es que las hay aquí en esta mesa
sub rosa
… Reconozco que nuestra inefable república ateniense —pero ateniense del todo— podría honrar en esa Capeto oscurantista al primer prefecto de Policía que supo pegar. Sí, mi querido anfitrión, sí —prosiguió con su bien timbrada voz, que destacaba claramente cada sílaba, en respuesta a una objeción del señor Verdurin—, nos lo dice de un modo muy explícito la crónica de San Dionisio, de una autenticidad de información absoluta. Ninguna patrona mejor para el proletariado anticlerical que aquella madre de un santo; por cierto que al santo también le hizo pasar las negras —eso de las negras lo dice Suger y San Bernardo—, porque tenía para todos.

—¿Quién es ese señor? —preguntó Forcheville a la señora de Verdurin—. Parece hombre muy enterado.

—¿Cómo? ¿No conoce usted al célebre Brichot? Tiene fama europea.

—¡Ah!, es Brichot —exclamó Forcheville, que no habla oído bien—. ¿Qué me dice usted? —añadió, mirando al hombre célebre con ojos desmesuradamente abiertos—. Siempre es agradable cenar con una persona famosa. ¿Pero ustedes no invitan más que a gente de primera fila? ¡No se aburre uno aquí, no!

—Sabe usted, sobre todo, lo que pasa —dijo modestamente la señora de Verdurin—: es que aquí todo el mundo está en confianza. Cada cual habla de lo que quiere, y la conversación echa chispas. ¡Ya ve usted! Brichot esta noche no es gran cosa; yo lo he visto algunas veces arrebatador, para arrodillarse delante de él; pues, bueno, en otras casas ya no es la misma persona; se le acaba el ingenio, hay que sacarle las palabras del cuerpo, y hasta es pesado.

—¡Sí que es curioso! —dijo Forcheville, extrañado.

Un ingenio como el de Brichot hubiera sido considerado como absolutamente estúpido en el círculo de gentes donde transcurrió la juventud de Swann, aunque realmente es compatible con una inteligencia de verdad. Y la del profesor, inteligencia vigorosa y nutrida, probablemente hubiera podido inspirar envidia a muchas de las gentes aristocráticas que Swann consideraba ingeniosas. Pero estas gentes habían acabado por inculcar tan perfectamente a Swann sus gustos y sus antipatías, por lo menos en lo relativo a la vida de sociedad y alguna de sus partes anejas, que, en realidad, debía estar bajo el dominio de la inteligencia, es decir, la conversación, que a Swann le parecieron las bromas de Brichot pedantes, vulgares y groseras al extremo. Además, le chocaba, por lo acostumbrado que estaba, los buenos modales, el tono rudo y militar con que hablaba a todo el mundo el revoltoso universitario. Y, sobre todo, y eso era lo principal, aquella noche se sentía mucho menos indulgente al ver la amabilidad que desplegaba la señora de Verdurin con el señor Forcheville, ese que Odette tuvo la rara ocurrencia de llevar a la casa. Un poco azorado con Swann, le preguntó al llegar.

—¿Qué le parece a usted mi convidado?

Y él, dándose cuenta por primera vez de que Forcheville, conocido suyo hacía tiempo, podía gustar a una mujer, y era bastante buen mozo, contestó: «Inmundo». Claro que no se le ocurría tener celos de Odette; pero no se sentía tan a gusto como de costumbre, y cuando Brichot empezó a contar la historia de la madre de Blanca de Castilla, que «había estado con Enrique Plantagenet muchos años antes de casarse», y quiso que Enrique le pidiera que siguiera su relato, diciéndole: «¿Verdad, señor Swann?», con el tono marcial que se adopta para ponerse a tono con un hombre del campo o para dar ánimo a un soldado, Swann cortó el efecto a Brichot, con gran cólera del ama de casa, contestando que lo excusaran por haberse interesado tan poco por Blanca de Castilla y que en aquel momento estaba preguntando al pintor una cosa que le interesaba. En efecto: el pintor había estado aquella tarde viendo la exposición de un artista amigo de los Verdurin que había muerto hacía poco, y Swann quería enterarse por él —porque estimaba su buen gusto— de si, en realidad, en las últimas obras de aquel pintor había algo más que el pasmoso virtuosismo de las precedentes.

—Desde ese punto de vista es extraordinario; pero esta clase de arte no me parece muy «encumbrado», como dice la gente —dijo Swann sonriendo.

—Encumbrado a las cimas de la gloria —interrumpió Cottard, alzando los brazos con fingida gravedad.

Toda la mesa se echó a reír.

—Ya le decía yo a usted que no se puede estar serio con él —dijo la señora de Verdurin a Forcheville—. Cuando menos se lo espera una, sale con una gansada.

Pero observó que Swann era el único que no se había reído. No le hacía mucha gracia que Cottard bromeara a costa suya delante de Forcheville. Pera el pintor, en vez de responder de una manera agradable a Swann, como le habría respondido seguramente de haber estado solos, optó por asombrar a los invitados colocando un parrafito sobre la destreza del pintor maestro muerto.

—Me acerqué —dijo— y metí la nariz en los cuadras para ver cómo estaba hecho aquello. Pues ¡ca!, no hay manera; no se sabe si está hecho con cola, con rubíes, con jabón, con bronce, con sol o con caca.

—¡Ka, ele, eme! —exclamó el doctor, pero ya tarde y sin que nadie se fijara en su interrupción.

—Parece que no está hecho con nada —prosiguió el pintor—, y no es posible dar con el truco, como pasa con la Ronda o los Regentes; y de garra es tan fuerte como pueda serlo Rembrandt o Hals. Lo tiene todo, se lo aseguro a ustedes.

Y lo mismo que esos cantantes que, cuando llegan a la nota más alta que puedan dar, siguen luego en voz de falsete piano, el pintor se contentó con murmurar, riendo, como si el cuadro, a fuerza de ser hermoso, resultara ya risible:

—Huele bien, lo marea a uno, le corta la respiración, le hace cosquillas, y no hay modo de enterarse cómo está hecho aquello. Es cosa de magia, una picardía, un milagro —y echándose a reír—, un timo, ¡vaya! —Y entonces se detuvo, enderezó gravemente la cabeza, y adoptando un tono de bajo profundo, que procuró que le saliera armonioso, añadió—: ¡Y qué honrado!

Excepto en el momento en que dijo «más fuerte que la Ronda», blasfemia que provocó una protesta de la señora de Verdurin, la cual consideraba a la Ronda como la mejor obra del universo, sólo comparable a la Novena y a la Samotracia, y cuando dijo aquello otro de «hecho con caca», que hizo lanzar a Forcheville una mirada alrededor de la mesa para ver si la palabra pasaba, y al ver que sí, arrancó a sus labios una sonrisa mojigata y conciliadora, todos los invitados, menos Swann tenían los ojos clavados en el pintor y fascinados por sus palabras.

—¡Lo que me divierte cuando se entusiasma así! —exclamó la señora de Verdurin, encantada de que la conversación marchara tan bien la primera noche que tenían al conde de Forcheville—. Y tú, ¿qué haces con la boca abierta como un bobo? —dijo a su marido—. Ya sabes que habla muy bien; no parece sino que es la primera vez que lo oyes. ¡Si usted lo hubiera visto mientras estaba usted hablando! ¡Se lo comía con los ojos! Y mañana nos recitará todo lo que ha dicho usted, sin quitar una coma.

—¡No, no, lo digo en serio! —repuso el pintor, encantado de su éxito—. Parece que se creen ustedes que estoy hablando para la galería, y que todo es charlatanismo; yo los llevaré a ustedes a que lo vean y a que me digan si he exagerado algo; me juego la entrada a que vuelven más entusiasmados que yo.

—No, si no le decimos a usted que exagera; lo que queremos es que coma usted y que coma mi marido también; sirva usted otra vez lenguado al señor; ¿no ve que se le ha enfriado el que tenía? No nos corre nadie; está usted sirviendo como si hubiera fuego en la casa. Espere, espere un poco para la ensalada.

La señora de Cottard era modesta, pero no carecía del aplomo requerido cuando, por una feliz inspiración, daba con una frase acertada. Veía que tendría éxito; aquello le inspiraba confianza, y la lanzaba, más que por sobresalir ella, para ayudar a subir a su marido. Así que no dejó escapar la palabra ensalada que acababa de pronunciar la señora de Verdurin.

—¿Es la ensalada japonesa? —dijo a media voz, volviéndose a Odette. Y contenta y azorada por la oportunidad y el atrevimiento con que supo hacer una alusión discreta, pero clara, a la nueva y discutida obra de Dumas, se echó a reír con risa de ingenua, poco chillona, pero tan irresistible, que no pudo dominarla, en unos instantes.

—¿Quién es esa señora? —dijo Forcheville—. Tiene gracia.

—No, no es ensalada japonesa; pero si vienen todos ustedes a cenar el viernes, se la haremos.

—Le voy a parecer a usted muy paleta, caballero —dijo a Swann la señora del doctor—; pero confieso que aun no he visto esa famosa
Francillon,
que es la comidilla de todo el mundo. El doctor ya ha ido a verla (recuerdo que me dijo cuánto se alegró de encontrarlo a usted allí y gozar de su compañía), y luego no he querido que volviera a tomar billetes para ir conmigo. Claro que en el teatro Francés nunca pasa uno la noche aburrida, y además trabajan todos los cómicos muy bien; pero como tenemos unos amigos muy amables —la Señora de Cottard rara vez pronunciaba un nombre propio y se limitaba a decir: «unos amigos nuestros», una «amiga mía», por «distinción», y con un tono falso, como dando a entender que ella no nombraba más que a quien quería—, que tienen palco muy a menudo y se les ocurre la feliz idea de llevarnos con ellos a todas las novedades que lo merecen, estoy segura de ver
Francillon
, un poco antes o un poco después, y de poder formarme opinión. Ahora, que no sabe una qué decir, porque en todas las casas adonde voy de visita no se habla más que de esa maldita ensalada japonesa. Ya empieza a ser un poco cansador —añadió al ver que Swann no parecía acoger con mucho interés aquella candente actualidad—. Pero muchas veces da pie a ideas muy divertidas. Tengo yo una amiga muy ocurrente y muy guapa; que está muy al tanto de la moda, y dice que el otro día mandó hacer en su casa esa ensalada japonesa, pero con todo lo que dice Alejandro Dumas, hijo, en su obra. Había invitado a unas cuantas amigas; y yo no fui de las elegidas. Y según me dijo, el día que recibe, aquello era detestable. Nos hizo llorar de risa. Claro que también hace mucho la manera de contar —añadió viendo que Swann seguía serio.

Y creyéndose que tal vez sería porque no le gustaba
Francillon
:

—Creo que sufriré una desilusión. Nunca valdrá tanto como
Sergio Panine
, el ídolo de Odette. Esas obras sí que tienen fondo, son asuntos que hacen pensar; pero ¡mire usted que ir a dar recetas de cocina en el teatro Francés!
Sergio Panine
es otra cosa. Como todo lo de Jorge Onhet, por supuesto, siempre está también escrito. No sé si conoce usted el
Maestro Herrero
; a mí aun me gusta más que
Sergio Panine
.

—Yo, señora, confieso —dijo Swann con cierta ironía— que tan poca admiración me inspira una como otra.

—¿De veras? ¿Qué les encuentra usted de malo? ¿Les tiene usted antipatía? Quizá le parece un poco triste, ¿eh? Pero yo digo siempre que no se debe discutir de novelas ni de obras de teatro. Cada cual tiene su modo de ver, y a lo mejor, lo que yo prefiero le parece a usted detestable.

Se vio interrumpida por Forcheville, que se dirigía a Swann. En efecto: mientras la señora del doctor había estado hablando de
Francillon
, Forcheville se dedicó a expresar a la señora de Verdurin su admiración por el pequeño
speeck
[33]
del pintor, según él lo llamó.

—¡Qué memoria y qué facilidad de palabra tiene —dijo a la señora de Verdurin, cuando hubo acabado el pintor—: he visto pocas parecidas! Caramba, ya las quisiera yo para mí. Él y el señor Brichot son dos números de primera; pero como lengua me parece que esto daría quince y raya al profesor. Es más natural, menos rebuscado. Claro que se le escapan alguna palabras harto realistas, pero ahora gusta eso, y pocas veces he visto tener la sartén por el mango en una conversación tan diestramente, como decíamos en mi regimiento; precisamente en el regimiento tenía yo un compañero que este señor me recuerda un poco. Se estaba hablando horas y horas de cualquier cosa, de este vaso, ¡pero qué de este vaso, eso es una tontería, de la batalla de Warterloo, de lo que usted quiera!, y a todo eso soltándonos ocurrencias graciosísimas. Swann debió conocerlo, porque estaba en el mismo regimiento.

—¿Ve usted muy a menudo al señor Swann? —inquirió la señora de Verdurin.

—No —contestó Forcheville; y como quería congraciarse con Swann para poder acercarse a Odette más fácilmente, quiso aprovechar la ocasión que se le ofrecía de halagarlo hablando de sus buenas relaciones, pero en tono de hombre de mundo y como en son de crítica, sin nada que pareciera felicitación por un éxito inesperado—. No, nos vemos muy poco, ¿verdad, Swann? ¡Cómo nos vamos a ver! Este tonto está metido en casa de los La Trémoille, de los Laumes, de toda esa gente. Imputación completamente falsa, porque hacía un año que Swann no iba más que a casa de los Verdurin. Pero el mero hecho de nombrar a personas no conocidas en la casa se acogía entre los Verdurin con un silencio condenatorio. Verdurin, temeroso de la mala impresión que aquellos nombres de «pelmas», lanzados así a la faz de todos los fieles, debieron causar a su mujer, la miró a hurtadillas, con mirar henchido de inquieta solicitud. Y vio su resolución de no darse por enterada, de no tomar en consideración la noticia que acababan de comunicarle y de permanecer, no sólo muda, sino sorda, como solemos fingir cuando un amigo indiscreto desliza en la conversación una excusa de tal naturaleza que sólo el oírla sin protesta sería darla por buena, o pronuncia el nombre execrado de un ingrato delante de nosotros; y la señora de Verdurin, para que su silencio no pareciera un consentimiento, sino ese gran silencio que todo lo ignora de las cosas inanimadas, borró de su rostro todo rasgo de vida y de motilidad; su frente combada se convirtió en un hermoso estudio de relieve, que ofreció invencible resistencia a dejar entrar el nombre de esos La Trémoille, tan amigos de Swann; la nariz se frunció levemente en una arruguita que parecía de verdad. Ya no fue más que un busto de cera, una máscara de yeso, un modelo para monumento, un busto para el palacio de la Industria, que el público se pararía a contemplar, admirando la destreza con que supo el escultor expresar la imprescriptible dignidad con que afirman los Verdurin, frente a los La Trémoille y los Laumes, que ni ellos ni todos los pelmas del mundo están por encima de los Verdurin, y la rigidez y la blancura casi papales que supo dar a la piedra. Pero el mármol acabó por animarse, habló y dijo que hacía falta no tener estómago para ir a casa de gente así, porque la mujer siempre estaba borracha, y el marido era tan ignorante, que decía pesillo por pasillo.

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