Read Oxford 7 Online

Authors: Pablo Tusset

Tags: #Ciencia Ficción, Humor

Oxford 7 (14 page)

BOOK: Oxford 7
12.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La nave se ha posado ya sobre el colchón magnético, y el screener indica que la programación de amarre se ha completado sin incidencias.

—Bueno, os acompaño hasta la terminal y nos despedimos allí —dice Rick—. Tengo que comprar algo para la parienta, se ha acostumbrado a que le lleve un regalo cada vez que vuelvo a casa después de un viaje.

Rick sale el primero de la cabina y espera a que los tres chicos salgan para cerrar la escotilla y liberar el perno electrónico que une el fuselaje del Robin Redbreast II a la vela de plasma. Después paga el amarre con la tarjeta de crédito. Mientras, Marcuse camina unos pasos en círculo y hace pruebas de respiración.

—Huele normal —dice.

—¿Qué parienta? —le pregunta Mam'zelle a Rick.

—Mi mujer. Esposa. Wife...

—¿Quiere decir que siempre se relaciona sexualmente con una mujer, y siempre la misma? —dice Mam'zelle—. ¿Como en las películas románticas?

—Pero sin banda sonora —dice Rick.

—¿Y no es un poco aburrido...? ¿Cómo hacen para excitarse sexualmente?

—Oye, niña: ¿has oído hablar de una cosa que se llama «discreción»?

El grupo ha echado a andar en dirección a la salida del amarre. La terminal no es mucho más grande que la de Oxford 7, y desde luego parece más antigua. El suelo es de baldosas veteadas, la luz pobre, amarillenta. Hay gente que duerme sentada en un banco o sobre un colchón neumático extendido en el suelo. Algunos viajeros que vienen y van con maletines llevan un extraño gorro rojo.

—¿Y eso? —dice Mam'zelle.

—Se llama barretina —dice Rick.

—¿Qué es?, ¿una especie de secador de pelo de viaje?

—Es un sombrero tradicional. Denota elegancia y adhesión a la oligarquía.

—¿Qué oligarquía?

—Otro día te lo explico.

Han llegado a la zona de la sala que parece más luminosa y animada, con kioscos y tiendas. Rick se detiene a la puerta de una de ellas, la que parece más grande, con varias entradas.

—Bueno: misión cumplida —dice—, estáis en Barcelona sanos y salvos. Los arcos de salida están por allí —señala—. No me gustan las despedidas largas, así que encantado de conoceros. Si alguna otra vez necesitáis que os traigan a Earth buscad en la guía del puerto, hay un montón de transportistas privados. Saludos a Palaiopoulos.

Rick ha hecho un gesto de despedida y ya se gira, pero Marcuse le tiende la mano:

—Ha sido un viaje muy interesante —dice.

Rick le da la mano y después la agita hacia las dos chicas:

—Sí, yo también lo he pasado bien. Y ahora marchaos de una vez, ¿vale?

Da media vuelta y entra en la tienda. Cruza la mirada con el dependiente de la caja y se detiene ante una estantería cualquiera, que resulta ser la de cosmética y maquillaje. Al poco se vuelve para mirar a la entrada, hacia el exterior.

Se han ido.

Todo vuelve a la normalidad.

Suspira.

De vuelta a casa.

Se fija en los carteles que cuelgan del techo. Joyería, lee. Camina hasta allí y se fija en los meteoroides engarzados en aluminio. Hay anillos, colgantes y pendientes. Le llama la atención una piedra destacada sobre una peana. Tiene una acondrita formada en el asteroide Vesta, según explica el vídeo de la peana. También explica que Vesta perdió el 1 % de su masa en un impacto ocurrido hace mil millones de años. Se garantiza que esa acondrita procede del impacto, aunque no se especifica quién expide la garantía. Cuesta 1.500 eurodólares. No le gusta usar sus tarjetas de clave falsa para gastos particulares, es arriesgar demasiado, pero tampoco puede volver a casa con 2.000 eurodólares de ganancia y gastar tres cuartas partes en un colgante. Al lado de la acondrita hay una piedra lunar mucho más grande que sólo cuesta 350 eurodólares, cadena incluida.

Cuando sale del Duty Free está de buen humor. Mira su iClock: once y cuarto hora de Greenwitch, llegará a casa a tiempo para el almuerzo y después podrá dormir la siesta. Piensa en eso cuando echa a andar hacia el amarre, pero se detiene a los dos pasos y gira la cabeza a la derecha.

—¿Qué demonios hacéis ahí todavía?

BB y Mam'zelle están detrás de Marcuse, los tres parados.

Marcuse pone cara de Marcuse:

—Perdone, es que..., no podemos salir de la terminal —dice.

Rick parpadea repetidamente:

—¿Que no podéis...? ¿Por qué no podéis?

En realidad Rick ya sabe por qué no pueden. No llevan chip subcutáneo, ni tarjeta de seguro, ni de crédito, ni identificación de ninguna otra clase. Además es probable que la policía de aduanas esté advertida de que tres estudiantes en busca y captura pretenden entrar en Barcelona procedentes de Oxford 7.

—¿Y no lo podíais haber pensado antes? —dice—. Una cosa es escabullirse saliendo de una estación universitaria y otra muy distinta entrar en la Unión Occidental.

—Pensamos que usted podría ayudarnos también a entrar, ya sabe, con ese truco de las maletas... —dice Marcuse.

—Lección enésima: no se debe repetir dos veces el mismo truco. Llegados a este punto podéis viajar de puerto en puerto sin salir de las terminales o podéis quedaros a vivir en la terminal y mendigar comida entre los pasajeros, ésas son las opciones.

—Bueno, a lo mejor se le ocurre otro truco diferente —dice Marcuse.

—Otro truco... Mira: ahora mismo debe de haber en esta terminal como cincuenta tipos tratando de usar algún truco para entrar. ¿Habéis visto a ese que duerme en el suelo rodeado de paquetes? Seguramente vive aquí: puede ser un disidente político africano, un prófugo de alguna estación penitenciaria o incluso un lama tibetano acusado de evasión fiscal. ¿Creéis que estaría ahí rodeado de paquetes si fuera tan fácil entrar?

—Habíamos pensado que usted sabría cómo hacerlo, pero si no puede...

Rick lo interrumpe:

—No prestas atención: lección enésima: no repitas dos veces el mismo truco —dice—: ése ya lo has usado.

Marcuse sigue mirándolo fijo con cara de Marcuse.

Rick se rasca la frente y sigue hablando:

—No es asunto mío, ¿vale?, ya he cumplio con creces con mi parte del trato. Además lo tenéis fácil, basta con que os acerquéis a un policía y le digáis que queréis volver a Oxford 7: se acabó la travesura.

—No podemos volver a Oxford 7 —dice BB—. Todavía no hemos hecho lo que hemos venido a hacer a Barcelona.

Rick suspira:

—Mira, no sé qué os traéis entre manos pero os ha salido mal, así es la vida. Y yo tengo que marcharme, así que buena suerte...

Se gira y echa a andar hacia el amarre.

—Adiós —dice Marcuse—. Dele saludos a su parienta: espero que le guste el regalo y se excite mucho sexualmente —dice—. Y sobre todo no se preocupe por nosotros, seguro que alguien nos dará algo de comer. A lo mejor el lama acusado de evasión fiscal...

Rick se ha alejado diez metros, quince metros y su paso se ralentiza. Se ha alejado veinte metros, veinticinco metros y se detiene. Vuelve a rascarse la frente.

—Lo sabía —dice en voz alta para sí mismo—. Sabía que no debía meterme en un maldito asunto de estudiantes...

Cuatro

Después de que el servicio de urgencias médicas se ha llevado al profesor en una camilla, la rectora Deckard se ha quedado a solas en su apartamento.

No tiene sueño. Se ha servido un poco más de licor y bebe a pequeños sorbos asomada a la terraza. Silencio, luz ambarina, lluvia fina. El servicio de meteorología ha bajado la temperatura a los niveles de madrugada. Faltan menos de cuatro horas para que empiecen a abrirse los paneles cenitales. Abajo la batalla campal de estudiantes y antidisturbios ha terminado hace rato. Los empleados de mantenimiento terminan de recomponer el césped y la foresta alrededor de la torre.

La humedad de las losas que rodean el pequeño estanque de la terraza le produce un escalofrío.

Necesita relajarse.

Entra en el salón. Se desprende de los zapatos helados y agradece el contacto sobre la alfombra caliente de pelo largo. Se encamina a la suit desabrochándose la blusa por el camino. La deja caer al suelo. Se quita la falda, las medias, la ropa interior. Caen al suelo. En la sala de baño se acerca al gestor de ambiente y activa la opción marcada como «Guarida profunda». Es una combinación preprogramada por ella misma. El espacio se sume en la penumbra; el techo vira a un plateado titilante, espectral, como el envés de una superficie acuática. Manchas de tenue luz azulada y verdosa se desplazan lentamente hacia arriba siguiendo las paredes. El sintetizador químico exhala una mezcla de partículas de isopreno, ozono y fragancias de resina y musgo. El generador de sonido emite el goteo de un suikinkutsu. Sobre ese fondo se teje una melodía tetratonal de caracola horagai. Lejana, amortiguada, irreal. La temperatura ambiente sube a 30 grados y la humedad relativa al 95 %. La ducha deja manar una cascada tibia teñida de luz glauca. El agua corre sobre las baldosas y forma un pequeño arroyo que fluye por el suelo. Cualquier sensación de estar donde realmente se está ha desaparecido.

Guarida profunda.

Emily Deckard se acerca al lavamanos para recogerse de nuevo el cabello en un moño. Después se situa bajo la lenta cascada de la ducha y alza la cara hacia la cortina de agua humeante. Cierra los ojos, deja que el agua le resbale por el cuerpo y el calor le penetre en la carne hasta los huesos. Toma una pastilla de jabón exfoliante de cítricos y arena natural. La desliza lentamente sobre la piel del torso y los brazos. Dedica unos minutos a disfrutar del contacto rasposo sobre la piel fina y blanca, evitando pasar la ruda pastilla sobre las puntas hipersensibles de los senos. Se enjabona los muslos acentuando la presión, hasta hacerla casi dolorosa. Después cambia la pastilla de jabón por otra de higos y melaza. Suave, blanda, untuosa. El sonido de la caracola ha dejado paso a una melodía de flauta shakuhachi. El sonido es cercano, concreto. Se pasa suavemente la pastilla de jabón por el pubis y las nalgas. Después desliza los dedos resbaladizos entre las piernas, tratando de excitarse.

No lo consigue.

Cuando termina la ducha, toma una toalla de jacquard blanco y entra sin secarse en la cabina de sauna. Es como un rescoldo de luz infrarroja en el corazón de la jungla. Se estira en el banco de madera sobre la toalla. La flauta shakuhachi se ha transformado en el tañido de un biwa de cuatro cuerdas. Es el instrumento de Benzaiten, la diosa serpiente blanca.

Mijaíl Marcuse.

¿Cuánto hace de eso?, ¿siete años, nueve, diez?

Le resulta difícil ubicar los acontecimientos en un pasado tan cercano que sin embargo no es inmediato. Mijaíl Marcuse había sido alumno suyo, eso lo recuerda. Un muchacho de Aquarel, en el Anillo de Alimentarias. Tímido. Bloqueado. Necesitaba completar su beca con algún trabajo. Era buen estudiante, sacó una matrícula en Emotividad Diferencial. Pero había algo más que eso. Despertaba su instinto de protección, por eso lo aceptó como becario en el departamento de investigación de la cátedra. Eso debió de ser en el 2080, o quizá en el 81. ¿En qué estaba entonces trabajando ella? ¿A qué documentación podría haber tenido acceso un becario?

El agua de la ducha se va evaporando sobre su piel y ahora son gotas de sudor las que le recorren el cuerpo. Siente un cosquilleo cuando la armonía del biwa recibe el refuerzo rítmico de un kokiriko.

Se esfuerza en recordar.

A finales de los setenta empezó a recibir encargos de varios departamentos policiales. La mayoría eran solicitudes de peritaje emocional. Se usaba para el análisis una variante del método Boldtman, pero los becarios solían trastocar la palabra y lo llamaban test de Voight-Kampff. La típica burla estudiantil. En realidad ni siquiera era un test de empatía: la policía enviaba vídeos de delincuentes y a partir de ellos se elaboraba un estudio kinésico. De los gestos del sujeto, de sus expresiones faciales, de sus movimientos. También de las inflexiones de su voz. Sólo la voz puede revelar un transtorno límite de la personalidad. Desregulación emocional, pensamiento polarizado, relaciones interpersonales caóticas.

Después esos informes periciales podían ser incorporados a la instrucción judicial, caso de que el sujeto en cuestión estuviera sometido a algún proceso.

El kokiriko sigue sonando como un raspar de grillos, racarrac, racarrac, racarrac.

Mijaíl Marcuse tenía desde luego acceso a ese tipo de material. A los vídeos que enviaba la policía y a los informes que se elaboraban a partir de ellos. Pero ¿a quién podría interesarle ese tipo de información casi diez años después? Y sobre todo, cómo podría perjudicarla a ella que llegara a manos de un supuesto interesado.

La respuesta es tan obvia que Emily Deckard siente una punzada en el centro geométrico del corazón.

Rick ha retrocedido hasta donde están plantados los tres chicos, junto al Duty Free.

—Escuchadme bien —dice—: ésta es la última vez que os saco de un apuro, ¿entendido?

Los tres asienten.

—¿Se le ha ocurrido algún truco para pasar los arcos? —dice Mam'zelle.

Rick no responde:

—Habrá que averiguar unos cuantos datos y hacer algunas compras. A ver, tú —le dice a Marcuse—: di algo en ucraniano.

—Ucra qué...

—Algo que parezca eslavo, como entre ruso y polaco pero poniendo la boca como si fueras portugués, ¿sabes lo que quiero decir?

Marcuse enrojece sin razón aparente.

—Vale, no te ofusques —dice Rick—. Repite:
«Eshe vodka procovale»
.

—Qué...

—Trata de improvisar algo:
tremolishe perestroika, dibrasnika kamarada
...

Marcuse hace distintas muecas antes de hablar:

—No me sale...

BB se anima a probar:


Cabiska fitziaña
—dice—.
Feshena sabañie
.

—Bueno, habrá que pulirlo —dice Rick—. Necesitamos practicar un rato y pensar en algo que pueda hacer vuestro amigo el tímido.

—¿Qué tenemos que hacer nosotras? —dice Mam'zelle.

—Os lo explico mientras hacemos las compras. Por cierto: estos gastos no están incluidos en el viaje, así que pienso pasarle la factura a Palaiopoulos, ¿lo habéis entendido?

Todavía empapados en fluido pluvial, con los ojos irritados por los alergénicos y las narices costrosas de humores resecos, Torres y Marsalis han acudido a la enfermería.

Ambos se ponen en pie cuando la ingeniera de guardia se les acerca.

—Hemos recibido hace cosa de una hora una llamada de la rectora Deckard —les dice—. El profesor parece haber sufrido una crisis mientras conversaba con ella. Al llegar aquí se quejaba de fuertes dolores. En estos momentos requiere asistencia respiratoria, pero no parece que esté en peligro inminente. Me ha pedido que les llamara a ustedes.

BOOK: Oxford 7
12.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Theory of Death by Faye Kellerman
The Eyes Tell No Lies by Marquaylla Lorette
The Glass Palace by Amitav Ghosh
The Galician Parallax by James G. Skinner
Unconquered by Bertrice Small
The Caller by Juliet Marillier