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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

Nueva York: Hora Z (5 page)

BOOK: Nueva York: Hora Z
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Ruiz se levanta y se dirige hacia la cafetera.

—Si no le importa, señor —dice con una sonrisa Ruiz, cuya escuadra estará apostada en la alambrada durante el resto de la noche hasta que los releven a las cero-seis-cero-cero.

Bowman se aclara la garganta.

—Caballeros, la situación ha cambiado, otra vez. A decir verdad, se ha vuelto inestable.

Debajo de las máscaras N95, los jefes de escuadra están confundidos.

—¿Señor?

—Hace una media hora que nuestro operador de radio vino a verme —explica Bowman—. Compartió conmigo cierta información interesante acerca de unos mensajes que interceptó en la red. Caballeros, hay unidades en nuestra zona de operaciones que han sufrido ataques por parte de los civiles.

Los sargentos entornan los ojos con incredulidad.

—¿Está confirmado?

—El capitán West lo ha confirmado.

—¿Son ataques coordinados?

—No —responde Bowman—. Son ataques al azar.

—¿Y qué esperan conseguir con eso? —pregunta el sargento McGraw—. ¿Buscan comida, vacunas? ¿O quizá quieren emprenderla a golpes con el gobierno?

Bowman lo mira a los ojos y responde:

—Nosotros hemos sido una de las unidades atacadas.

Todos se quedan boquiabiertos. No son hombres a los que se pueda sorprender con facilidad. Pero acaban de enterarse de que los ataques los han llevado a cabo víctimas del Lyssa afectadas por el síndrome del Perro Rabioso. Y eso los ha dejado anonadados.

—Nos atacaron —dice McGraw lentamente.

—Sí, sargento. Nos atacaron.

—Eran civiles americanos desarmados. Gente enferma.

Bowman mira a los otros sargentos.

—Como les he dicho, la situación está cambiando.

McGraw niega con la cabeza.

—Señor…

—Pete, puede que crea que sus hombres tengan que rendir cuentas por lo sucedido hoy en la alambrada. Yo no lo creo. Y el capitán West es de la misma opinión en este asunto. Sean cuales sean sus sentimientos al respecto, tendrá que sobreponerse a ellos.

—Sí, señor —murmulla McGraw después de mordisquearse el bigote.

—Bueno, al menos tiene su lógica —comenta Ruiz—. Hemos rechazado a un montón de personas infectadas con el virus, pero también a un montón de personas que pedían ayuda para controlar a los perros rabiosos o que nos informaban de que un vecino se había convertido en un perro rabioso y atacaba a la gente. Lo hemos oído más que de sobra.

—¿Y qué es lo que hay que decirles? —pregunta el sargento Lewis, un hombretón que roza los dos metros de altura, al que otrora se consideró el mejor atleta de la unidad. En esa época, los soldados lo llamaban «Aquiles» a sus espaldas, llenos de admiración, pero ya no lo hacen; al menos de un tiempo a esta parte. Después de que naciera su hijo y dejara de fumar, ganó algo de peso y se puso un poco blando. Sin embargo, su agresividad innata no se vio afectada. A decir verdad, con el tiempo se ha vuelto aún más agresivo—. ¿Y qué les tienes que decir que hagan?

Ruiz se encoge de hombros.

—Que regresen a casa y llamen a la poli.

—¿Y con eso se conforman?

—Esto… Dicen que los polis no contestan el teléfono.

—Tenemos que salir de aquí y empezar a ayudar a esa gente —opina Lewis, que gesticula con sus enormes manos.

—Negativo, sargento —contesta el teniente, negando con la cabeza para dar más énfasis.

—¿Acaso no es la razón por la que estamos aquí, teniente?

—Negativo. No es nuestra misión. El ejército es el último recurso en situaciones de disturbios civiles. No somos la policía. Nos hemos entrenado con armas no letales, pero no disponemos de ellas. Si salimos, acabaremos inmersos en otra situación como la de hoy en la que morirán civiles.

—Por lo que dicen, la gente ya está muriendo por toda la ciudad, y nosotros estamos aquí perdiendo el tiempo —replica Lewis con acritud—. ¿Para qué sirve el ejército sino para proteger a esas personas?

—No tengo las respuestas que a usted le gustaría que le diera —responde Bowman—. Lo que importa es nuestra situación. Nuestras órdenes no han cambiado. Mantener el hospital a salvo. Ahí fuera no haríamos más que complicar las cosas.

Kemper asiente. Tiene lógica. No puedes matar una mosca con un martillo.

—No obstante, debo añadir una cosa —continúa Bowman con cautela, tras aclararse la garganta—. A la luz de los recientes acontecimientos, las reglas de enfrentamiento han cambiado.

Los suboficiales comienzan a maldecir.

10. Si te ausentas sin permiso durante más de treinta días, técnicamente eres un desertor

El soldado Richard Boyd sigue a la chica por la calle, los dos avanzan de sombra en sombra para evitar ser vistos. No tenía ni idea de que las cosas se hubieran complicado hasta este extremo. Las calles están repletas de grupos de gente sana y de infectados, dándose caza los unos a los otros.

La chica se llama Susan y Boyd le echa unos diecinueve años. La misma edad que él. Cara bonita y un buen cuerpo, delgado y atlético. El tipo de chica que parece fuera de lugar en Nueva York. Después de pasar los últimos diez meses en un país musulmán, Boyd había olvidado cuánta carne enseñan las chicas de Occidente cuando hace un calor bochornoso como el de esta noche. Lleva una camiseta corta y unos vaqueros cortados. La humedad la hace sudar y Boyd se imagina las gotas de sudor cayéndole entre los pechos. Siente el tirón de la excitación. Quizá ella lo besará por haberla ayudado. Quizá hará algo más.

Susan desaparece por la puerta de una joyería. Él la sigue.

—¿Qué sucede? —susurra cerca de la oreja de la chica.

Están tan cerca el uno del otro que Boyd se pregunta si debería intentar besarla.

—Nada. Se han ido —dice ella tras unos instantes.

La chica se presentó en el puesto de control pasada la medianoche para pedir ayuda, mientras el sargento Ruiz estaba reunido en el hospital con el teniente. Williams dijo que tenía pinta de yonqui y le sugirió algún tipo de quid pro quo en caso de que él le consiguiera «algo» de la farmacia del hospital, lo que hizo que los chicos se excitaran y comenzaran a bromear. Dejaron de reír cuando ella les contó su historia: su padre estaba enfermo, se convirtió en perro rabioso y le dio una paliza a su madre. Mamá se escondió en un armario mientras papá destrozaba todo el piso. Susan llamó a la policía, pero, a modo de respuesta, sólo encontró el mensaje pregrabado en el que se informaba de que todas las líneas estaban ocupadas. Ahí fue cuando apareció el cabo Hicks y le dijo que no podían hacer nada por ella. Si la policía no la ayudaba, se las tendría que arreglar ella sola. De repente los chicos ansiaron ayudarla, aunque Williams se encaró con ella y le dijo que su historia no era más que una sarta de mentiras y que por poco se las da con queso a los blanquitos.

A algunos no les hubiera importado que se la pegara. Pensaban que la chica era verdaderamente guapa.

Ahí fue cuando Boyd decidió «darse el piro» y ausentarse sin permiso. Esperó unos minutos y luego se deslizó entre la alambrada hasta llegar junto a la chica. Desde entonces han avanzado en una lenta y fatigosa marcha hacia su piso situado en el Lower East Side.

Su plan es salvar a la madre de la chica, ser el héroe y largarse a Idaho. Ahora mismo debería estar ahí, con su familia. Donna ha cogido el Lyssa y su madre lo necesita. Así se lo explicaba en la carta. Le decía que tenía miedo de que su hermana se convirtiera en un perro rabioso y que entonces viniera el
sheri
, le descerrajara un tiro y tiraran su cuerpo a una de esas enormes piras que ardían a las afueras del pueblo. Para Boyd, el hecho de que todo lo explicado en la carta hubiera sucedido hacía una semana no tenía ninguna importancia.

El único problema con este plan es que ni siquiera está seguro de dónde se encuentra ahora, y aún menos de cómo llegar a las afueras de Boise mientras dure la plaga, con todos los aviones en tierra y, por lo que parece, las calles repletas de maníacos homicidas.

Si te ausentas sin permiso durante más de treinta días, técnicamente eres un desertor, y si te declaran desertor pueden fusilarte en caso de que te encuentren. Después de lo que ha visto esta noche, tiene la certeza de que lo harían. Son malos tiempos y van a peor.

Quizá regrese a su puesto una vez que haya ayudado a la chica. La idea de que lo ejecuten empieza a adueñarse de su imaginación y no le gusta lo más mínimo. No pensó bien las cosas antes de escabullirse del puesto. Su plan ya empieza a desmoronarse.

Susan cruza disparada otra puerta y él la sigue.

—¿Qué pasa?

Ella le chista para que se calle mientras sus cuerpos se estrechan uno contra el otro.

Y entonces lo oye: unos perros rabiosos aúllan en la oscuridad.

Dos chicas adolescentes aparecen bajo la parpadeante luz de las farolas y cruzan la calle. Una se detiene, fija la mirada donde Boyd y la chica se esconden entre las sombras y emite un gruñido, gutural y grave; camina con los hombros encorvados y temblorosos y las manos apretadas en puños caídas a los costados. La baba le resbala entre los dientes prietos y le moja la camiseta.

La otra chica, con una larga melena enmarañada cayéndole sobre la cara, continúa renqueante su camino; arrastra una pierna, que sangra y parece estar rota. Ella también se detiene y se pone a gruñir en su dirección.

Boyd levanta su M4. Los gruñidos de la primera chica se intensifican. Susan tiembla y jadea presa del pánico.

—Dispárale, dispárale… —le susurra a Boyd.

Boyd se humedece los labios al tiempo que una escalofriante oleada de horror le deja la mente en blanco. El corazón empieza a latirle deprisa, contra las costillas, y siente que se le afloja el vientre. Parpadea, intenta centrar la mente en su entrenamiento, pero nunca lo adiestraron para esto. No tiene ni idea de qué hará en caso de que la chica se abalance sobre él. Las cosas nunca eran blancas o negras en Iraq, pero luchar contra civiles americanos que se han convertido en una especie de zombies psicópatas es algo nuevo, algo que sobrepasa cualquier entrenamiento. En cambio, comienza a obsesionarse con una teoría que oyó acerca de los perros rabiosos: cuando hacen ese ruido en realidad no gruñen, sino que hablan, pero como tienen la garganta parcialmente paralizada, sólo alcanzan a gorjear de manera espeluznante. Ahora que lo ha pensado, ya no puede quitárselo de la cabeza.

Boyd se pregunta qué intentan decirle.

Un tropel de asiáticos —jóvenes y musculados, vestidos con camisetas imperio y vaqueros— surgen de entre las sombras y se abalanzan sobre las dos chicas armados con tuberías de metal y bates de béisbol. Los cuerpos de las chicas caen al suelo bajo los golpes, y a excepción del sonido del roce de sus zapatillas con la acera mientras se agitan, sufren convulsiones y mueren, no hacen el menor ruido. Boyd oye las tuberías y los bates que golpean la carne y parten los huesos al dar en el blanco y que resuenan contra el asfalto cuando no aciertan.

—¡Jesús! —exclama Boyd con el estómago revuelto.

Uno de los chicos se yergue y mira en su dirección.

—¡Cállate! —susurra Susan a su lado.

—¿Por qué? Ellos no están infectados.

—Ya he visto a esos tipos antes —contesta la chica—. Será mejor que no les jodas.

Una vez han terminado el trabajo, el grupo se va sin decir una palabra, estirándose y blandiendo sus armas caseras para desentumecerse.

—Venga, Rick —susurra Susan—. Ya casi estamos en casa.

11. La guerra tiene reglas

En el centro de mando de Bowman, situado en el despacho del responsable de las instalaciones del hospital, las reglas de enfrentamiento cambian y los suboficiales maldicen.

—Desde este momento están autorizados para hacer uso de la fuerza contra los civiles que realicen gestos amenazadores contra cualquier miembro de esta unidad —insiste Bowman—. Incluso si dicho civil está desarmado.

Ahora todos hacen preguntas o protestan alzando la voz.

—La orden viene directa del batallón. Y es de suponer que también de Cuarentena y del propio Viejo.

La guerra tiene reglas. Las reglas de enfrentamiento las dictan las autoridades al mando para describir bajo qué circunstancias las unidades militares pueden hacer uso de la fuerza y en qué grado.

También se supone que tienen que ajustarse a los preceptos básicos del derecho.

El teniente se pasa la mano por la cabeza rapada.

—Caballeros, si les soy sincero, no sé qué pensar. Estoy abierto a sugerencias.

Kemper le clava una mirada severa.

—No es legal —afirma McGraw—. No tenemos por qué obedecer una orden ilegal.

—Imagina que no comunicamos las nuevas reglas de enfrentamiento a los hombres —contesta Lewis—. ¿Qué sucede si nos atacan? ¿Cómo nos defendemos y con qué?

—No voy a disparar contra ciudadanos americanos —responde McGraw con la cara roja—. Juré defenderlos, no asesinarlos, por el amor de Dios. Incluso a la maldita escoria
hippy
.

—Así que dejamos que nos ataquen los perros rabiosos, que nos maten o nos infecten —replica Lewis—. ¿Ésas son tus reglas?

McGraw resopla.

—Pero ¿de cuánta gente estamos hablando? Nos podemos ocupar de unos cuantos a la vez sin tener que matar a nadie. No hay mucha gente que se convierta en perro rabioso. Es un hecho excepcional.

—Si eso es cierto —interviene Ruiz—, entonces ¿por qué hemos recibido esos informes de ataques a unidades del ejército por parte de los perros rabiosos?

Nadie tiene la respuesta a la pregunta.

—¿No os habéis preguntado por qué Estados Unidos se ha visto obligado a retirar los efectivos de casi todas las bases militares que tiene repartidas por el mundo? —continúa Ruiz—. Tenemos… ¿Cuántas? ¿Más de setecientas bases? ¿Es que no había más de doscientos cincuenta mil efectivos en el extranjero, sólo del Ejército de Tierra? Pensadlo. Casi todos han regresado a casa.

—Hay algo que no nos cuentan —contesta Lewis—. Tenedlo por seguro. Eso está más claro que el agua.

—Tenemos un conocimiento de la situación muy limitado —afirma Bowman.

—¿Y qué pasa luego, señor? —pregunta Ruiz—. Suponga que disparamos a alguien que, de todas todas, intenta matarnos. ¿Qué pasa después, una vez termine la epidemia? ¿Se nos acusará de asesinato en un consejo de guerra o qué? ¿Podrían hacerlo?

—Van a morir de todos modos —manifiesta Lewis.

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