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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

Nueva York: Hora Z (2 page)

BOOK: Nueva York: Hora Z
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Hacia el norte, una prolongada sucesión de disparos estalla entre el rumor de fondo de Nueva York, el runrún de ocho millones de personas intentando seguir con vida. Bowman se pone tenso durante un momento y da media vuelta para mirar en dirección al eco del lejano tiroteo, alertado por una vaga sensación de peligro. Unos instantes después, todo sonido queda ahogado cuando un helicóptero Blackhawk pasa a toda velocidad por encima de su posición, a escasos centímetros de los tejados de los edificios.

Mientras tanto, el cabo Álvarez ha llegado junto al teniente y le comenta que los responsables del Trinity quieren hablar con él. «Es urgente», añade.

—No me está escuchando… —protesta el hombre.

Bowman asiente con aire distraído, incapaz de librarse de la desazón que lo domina.

—No puedo decirles nada más, lo siento —informa a la gente.

El doctor Linton, el jefe del hospital, y Winslow, uno de los policías armados hasta los dientes que se ocupan de la seguridad en el interior del edificio, lo esperan junto al autobús metropolitano aparcado frente a la puerta de urgencias del hospital con un gesto preocupado en el rostro bajo las máscaras N95. A sus espaldas, tosiendo y sorbiendo por la nariz, una hilera de afectados por el virus Hong Kong Lyssa y sus familiares esperan turno para subir al autobús. Dentro, las enfermeras evalúan a los pacientes como si de un hospital de campaña se tratase y separan a los infectados por el virus de aquellos con otro tipo de infecciones o sin otra dolencia que el pánico y la imaginación.

A los que tienen el Lyssa se les asigna una etiqueta de color dependiendo de su gravedad: si es verde, las enfermeras le dan el alta y lo envían a casa. Si es roja, se lo considera un enfermo de alta prioridad y va directo a la UCI, si es que hay alguna cama disponible. Si la etiqueta es amarilla, quizá se podría recuperar en la UCI o quizá no, así que se queda en el hospital pero tiene que esperar.

Si es negra, lo ponen lo más cómodo posible hasta que muera.

El índice de mortalidad del virus HK Lyssa es alto, entre un tres y un cinco por ciento de los casos clínicos, el doble de lo que fue con la gripe española de 1918. Cientos de miles de americanos ya han muerto y se espera que otros dos o tres millones mueran en breve. De hecho, han muerto tantas personas que los cadáveres se guardan en unos camiones refrigerados que hay estacionados en la parte trasera del hospital; una vez que se llenan, los camioneros transportan la carga a las fosas comunes que se están cavando en Nueva Jersey.

A pesar de que el número de muertos es espeluznante, ése no es el problema.

El HK Lyssa es un nuevo virus de trasmisión aérea similar a la gripe. Según el CDC —el Centro para el Control de Enfermedades—, es probable que su origen sean los murciélagos frugívoros de India y que éste haya evolucionado hasta lograr trasmitirse entre los humanos con facilidad. Los síntomas son parecidos a los de una gripe severa, pero además provoca espasmos, parpadeo rápido y un intenso olor corporal a leche agria. La mayoría de las personas se recupera en unas dos semanas, pero si la infección es grave y el virus llega al cerebro, causa demencia: el enfermo echa espuma por la boca, rechaza ingerir agua y se vuelve paranoico y propenso a movimientos súbitos y violentos; con el tiempo, pierde el habla y sólo emite un gruñido enervante parecido al sonido de una motocicleta al ralentí. Alguien de un canal de noticias por cable los llamó «perros rabiosos» y el nombre se popularizó. Les va como anillo al dedo. Son peligrosos y los soldados saben que cualquier precaución es poca con ellos. Los perros rabiosos han herido y matado a personas, incluso a miembros de sus propias familias. Su etiqueta siempre es de color negro e invariablemente mueren en un plazo de tres a cinco días, por regla general.

Pero el pequeño número de perros rabiosos, que complica lo que por sí sola ya es una epidemia horripilante, tampoco es el verdadero problema.

El mayor desafío para Estados Unidos es la abrumadora cantidad de gente enferma, incapaz de hacer cualquier cosa excepto permanecer en cama y requerir atenciones continuadas.

Debido a que el sistema inmunológico del ser humano nunca se ha enfrentado a este virus, no tiene ninguna defensa natural y casi todo el mundo puede contraerlo. En consecuencia, decenas de millones de personas están enfermas en todo el país. El número incluye a mucha gente encargada de cuidar a los infectados, de mantener el orden público, de distribuir los alimentos o los productos farmacéuticos, de hacer que siga fluyendo el agua y de que funcione el alumbrado, el aire acondicionado, las neveras, los ascensores y las cocinas de gas. América empieza a resquebrajarse.

Hay un dicho que reza que Estados Unidos de América siempre está a tres días de una revolución. Deja de repartir comida a los supermercados y verás qué opina al respecto un país de trescientos millones de personas con un fuerte sentimiento de sus derechos y más de doscientos cincuenta millones de armas de fuego. Por esta razón, el gobierno decretó la emergencia nacional y retiró a las tropas del extranjero. Para proteger a Estados Unidos de sí mismo.

—Venga conmigo, Mike —le dice Bowman al sargento de pelotón—. Tengo la impresión de saber qué quieren esta vez.

Kemper se quita la gorra de campaña y se pasa la mano por la cabeza pulcramente afeitada.

—Era inevitable, señor —contesta—. Sabíamos que iba a suceder.

—Pero no hemos podido organizar nada. No tenemos el equipo adecuado.

—Hemos entrenado con armas no letales, y ahora que hemos de utilizarlas, no tenemos ninguna —se queja Kemper mientras se coloca de nuevo la gorra—. Todo el entrenamiento a hacer puñetas.

El doctor Linton renuncia a hacer un esfuerzo simbólico para que la conversación con los militares que protegen su hospital sea amistosa y va directo al grano:

—Teniente, no quedan habitaciones para más pacientes. Ni camas, ni personal. Nada. Dentro de poco se habrán acabado los guantes, las batas y las mascarillas. De momento, vamos a cerrar las puertas y a centrarnos en los pacientes que tenemos.

—Comprendo —responde Bowman.

Con la mano enguantada, el jefe del hospital le tiende una carpeta al teniente.

—He mandado hacer una lista con las direcciones de varios centros de atención alternativos en la ciudad. Siguen abiertos, por lo que sé. También de centros de internamiento para los perros rabiosos. —El doctor carraspea como excusándose tras utilizar ese término tan común, aunque políticamente incorrecto—. Lo que le pido es si usted podría decirle a la gente que venga a tratarse aquí que se dirija a uno de estos otros sitios.

—Nos ocuparemos de ello —dice Bowman al tiempo que Kemper coge la carpeta.

Linton abre la boca como si fuera a decir algo y la cierra.

—Gracias, teniente —dice únicamente.

Con la vista fija en los hombres que regresan al hospital, Bowman niega con la cabeza mientras que Kemper asiente al gesto del teniente.

—Un marrón, señor, sin lugar a dudas —añade el sargento escuetamente.

Bowman suspira profundamente.

—Tengo que informar al capitán West. Mike, encuéntreme al operador de radio.

El estrépito repentino de unos disparos de armas automáticas se oye hacia el oeste, en el interior de la ciudad. Los soldados se vuelven en dirección al sonido con gesto sorprendido e intercambian una mirada rápida. Parece que cada día se producen más tiroteos y piensan que este lugar empieza a parecerse a Bagdad.

Y sólo hace unas pocas semanas que la epidemia empezó.

3. Si disparabas a un perro, no te lo podías comer

Ocho días atrás, la compañía Charlie se había pasado treinta horas sentada junto a su equipo en la pista de aterrizaje de la zona de apoyo logístico Cobra Real en Iraq, abrasándose de día y congelándose de noche mientras esperaban el viaje de vuelta a casa. En la práctica, Cobra Real era una ciudad compuesta por tiendas de campaña apuntaladas con sacos terreros y búnkers de hormigón que se extendía varios kilómetros a la redonda protegida por alambradas de espino y torres de vigilancia. La evacuación del país que estaba llevando a cabo el ejército era una maravilla por su orden y rapidez de ejecución; sin embargo, la ZAL Cobra Real se desmoronaba por momentos a causa de la confusión, los ataques constantes de los insurgentes y la enorme tarea de intentar proporcionar cobijo y cuidado médico a los infectados. Se estimaba que un veinte por ciento de las tropas en Iraq habían contraído el Lyssa y sufrían en las tiendas de cuarentena.

Por aquel entonces, los soldados pensaban que iban a ser destinados a Florida, motivo que provocó un debate sobre las cualidades de las chicas de Miami frente a las de las chicas de los otros estados representados en la compañía. Gritaron para hacerse oír por encima del duelo musical que habían comenzado unos miembros de las tropas de apoyo u OPG (otras personas aparte de los
grunts
) en un parque de vehículos motorizados cercano, en el que un grupo había escogido
gangster rap
y el otro himnos de
heavy metal
.

Los chicos empezaron a preocuparse a la segunda noche. Ninguno de los responsables parecía saber que se encontraban allí; estaban hambrientos y sin comida. Algunos de ellos se aventuraron a pedir o a robar algunas raciones y casi les cuesta la vida. No se podía ir a las letrinas sin que unos perros salvajes te atacaran o te disparara un soldado de reemplazo nervioso. Los perros también contrajeron el Lyssa, y tenías que llevarte una escopeta recortada a las letrinas para que no te mordieran; por esa misma razón, si disparabas a un perro, como hizo un francotirador del tercer pelotón, no te lo podías comer.

Una granada propulsada por cohete alcanzó a un Humvee aparcado cerca de los límites de la pista de aterrizaje y lo incendió, provocando que la munición se calentara y detonara. Los Cobra de los marines rugieron en la oscuridad del cielo y realizaron varias pasadas sin dejar de disparar. En medio de un campamento tan densamente poblado y lleno de hogueras, tanto los instrumentos de visión térmica como nocturna eran inútiles, así que los muchachos lanzaron bengalas y dispararon contra las sombras a la buena de Dios. El Humvee explotó y los fragmentos de metal candente salieron disparados a unos quince metros de altura haciendo que los soldados gritaran. Un artillero del segundo pelotón apareció con una sonrisa en la cara y una botella de ginebra iraquí de mala calidad que había comprado a unos críos junto a la valla del perímetro; los componentes del pelotón se pasaron la botella saboreando la lenta quemazón en las gargantas resecas.

Un tiroteo estalló a lo lejos, luego otro; los destellos de color rojo de las balas trazadoras se veían a lo largo de la alambrada. Un único disparo de mortero silbó y el proyectil cayó en el centro del campamento, haciendo saltar por los aires algunas tiendas. Un grupo de policías militares fuertemente armados se acercó al trote y les gritó que agacharan la cabeza. Autobuses repletos de soldados se dirigieron hacia la pista de aterrizaje como si no sucediera nada; sus luces jugueteaban sobre las tiendas y los vehículos Stryker aparcados en formación mientras un avión de transporte C130 aterrizaba peligrosamente cerca. Durante un breve instante, antes de desviarse y sumirlos de nuevo en la oscuridad, las luces iluminaron a dos soldados enzarzados en una pelea. Alguien gritaba en las tiendas de cuarentena. Sonaron disparos.

Tiritando bajo el chaleco antibalas, los soldados se tumbaron en el suelo y apoyaron las cabezas en los cascos para soñar con placeres prohibidos, como una ducha caliente, un montón de platos de patatas fritas y, por supuesto, el sexo. Algunos estaban tan cansados que soñaron que dormían, y otros no soñaron en absoluto. Se despertaron en mitad de la noche al son de unos disparos cercanos con la boca, la nariz y las orejas cubiertas del polvo del desierto iraquí. El aire hedía a humo aceitoso y gases de combustión del diesel.

«Al menos la situación en casa será diferente —pensaron con alivio—. Pronto habrá terminado todo».

Las balas trazadoras de color verde de las armas rusas surcaban el frío cielo nocturno por encima de Bagdad. Parecía que la ciudad se estaba cayendo a pedazos. Radio Macuto afirmaba que, en la calle, las milicias disparaban a los infectados con el Lyssa. Algunas personas se habían convertido en perros rabiosos y vagaban por la ciudad junto a los animales que también se habían contagiado, propagando así la infección.

Era un desastre más allá de la compresión de los soldados.

—Lo hemos intentado —dijo el soldado de primera Richard Boyd mientras observaba los lejanos fuegos artificiales. Tenía la voz temblorosa a causa de la ira—. De verdad que lo hemos hecho. Por lo que a mí respecta, se pueden morir ahora mismo.

El teniente coronel George Custer Armstrong, de pelo plateado, semblante serio y con el brazo apoyado en un cabestrillo manchado de sangre, reunió al batallón al alba y arengó apasionadamente a los presentes antes de que embarcaran en los aviones de United Airlines y Air France fletados para la ocasión y comenzaran el largo viaje de vuelta a casa.

—La operación Libertad iraquí ha sido cancelada —les informó—. Volvemos a la civilización. Ahora tenemos una nueva misión, una misión más importante. De hecho, quizá sea la más importante que ha recibido el ejército desde la fundación de la república.

»Tenemos que conseguir que Estados Unidos de América sobreviva a esta pandemia —sentenció.

Los hombres intercambiaron rápidas ojeadas y sonrisas discretas. Era cierto. Por fin regresaban a casa.

Cuando la compañía Charlie subió a los aviones, el primer pelotón advirtió que el soldado Tyrone Botus, el chico al que todo el mundo llamaba «Grajo», había imitado a Elvis. Estaba desaparecido. Se había aventurado cerca de las tiendas de cuarentena para rellenar las cantimploras de su escuadra durante la pasada noche. No lo encontraron por ninguna parte.

4. Tenemos bayonetas. Eso debería impresionarlos

Jake Sherman, el operador de radio del pelotón, le entrega al teniente Bowman el auricular del equipo de radio SINCGAR que lleva a la espalda.

—Perro de guerra Seis a la escucha, teniente —dice Sherman con la boca llena de chicle.

«Perro de guerra» es el indicativo de llamada de la compañía Charlie, y «Perro de guerra Seis» es el del oficial al mando de la compañía, el capitán West.

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