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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Northumbria, el último reino (9 page)

BOOK: Northumbria, el último reino
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Sven quedó postrado, echo un ovillo, sollozaba y se cubría el ojo perdido con las manos.

—Ya está —le dijo Ragnar a Kjartan.

Kjartan vaciló. Estaba furioso, avergonzado y descontento, pero no podía vencer en una prueba de fuerza contra el
jarl
Ragnar así que, al final, asintió.

—Ya está —coincidió.

—Y tú ya no me sirves —repuso Ragnar con frialdad.

Regresamos a casa.

* * *

Llegó el crudo invierno, los arroyos se congelaron, la nieve se amontonaba y cubría el lecho de los riachuelos, y el mundo era frío, silencioso y blanco. Los lobos llegaron al límite de los bosques y el sol de mediodía se volvió pálido, como si el viento del norte le quitara una parte importante de su fuerza.

Ragnar me recompensó con un brazalete de plata, el primero que recibí, mientras que Kjartan fue expulsado con su familia. Ya no capitanearía ninguna de las naves de Ragnar ni recibiría su generosidad, pues ahora era un hombre sin señor y se dirigió a Eoferwic, donde se unió a la guarnición que custodiaba la ciudad. No era un trabajo prestigioso, cualquier danés con ambición prefería servir a un señor como Ragnar que lo hiciera rico, mientras que a los hombres que guardaban Eoferwic se les negaba el beneficio del saqueo. Su tarea consistía en observar las llanuras fuera de la ciudad y asegurarse de que el rey Egberto no causara problemas, pero yo me sentí aliviado por la marcha de Sven y absurdamente complacido con mi brazalete. A los daneses les encantaban los brazaletes. Cuantos más poseía un hombre, más se le consideraba, pues los brazaletes provenían del éxito. Ragnar tenía brazaletes de plata y de oro, brazaletes labrados con forma de dragón y brazaletes con brillantes piedras engastadas. Cuando se movía, se oía el tintineo. Las pulseras podían usarse como dinero si no había monedas. Recuerdo haber visto a un danés sacarse una pulsera del brazo y romperla en pedazos con un hacha, después ofrecer a un mercader los pedazos hasta que la balanza indicaba que había pagado suficiente plata. Eso fue en el valle más extenso, en un pueblo grande en el que la mayoría de los hombres jóvenes de Ragnar se había instalado y donde los comerciantes llevaban mercancías desde Eoferwic. Los daneses que llegaban se instalaban en un pequeño asentamiento inglés en el valle, pero necesitaban más espacio para nuevas casas y, para obtenerlo, habían quemado un bosquecillo de castaños. Así fue como llamó Ragnar a ese lugar Synningthwait, que significaba «el lugar despejado por el fuego». Sin duda, la población tenía un nombre inglés, pero va era cosa del pasado.

—Ahora hemos venido a Inglaterra para quedarnos —me contó Ragnar mientras volvíamos un día a casa después de haber comprado provisiones en Synningthwait. La carretera era una pista de nieve aplastada y nuestros caballos caminaban con cuidado por entre los montones blancos, a través de los cuales asomaban las ramitas negras de los setos. Yo dirigía los dos caballos de carga, hasta los topes de preciosos sacos de sal, y le formulaba a Ragnar mis típicas preguntas; adónde iban las golondrinas en invierno, por qué los elfos provocaban el hipo, y por qué Ivar se llamaba Saco de Huesos—. Porque es muy delgado —contestó Ragnar—, tanto que parece que se puede doblar como una capa.

—¿Por qué Ubba no tiene apodo?

—Sí lo tiene. Le llaman Ubba el Horrible. —Estalló en carcajadas, porque se lo acababa de inventar, y yo me reí porque estaba contento. A Ragnar le gustaba mi compañía y, por mi pelo largo y rubio, los hombres me confundían con su hijo, y a mí eso me gustaba. Rorik tendría que haber venido con nosotros, pero aquel día estaba enfermo, y las mujeres arrancaban hierbas y entonaban ensalmos—. Está enfermo muchas veces —comentó Ragnar—, no como Ragnar. —Se refería a su hijo mayor, que ayudaba a mantener las tierras de Ivar en Irlanda—. Ragnar está hecho un toro —prosiguió—. ¡Nunca se pone enfermo! Es como tú, Uhtred. —Sonrió mientras pensaba en su hijo mayor, al que echaba de menos—. Conseguirá tierras y prosperará. Pero ¿y Rorik? Puede que tenga que dejarle esta tierra. No puede volver a Dinamarca.

—¿Por qué no?

—Dinamarca es mala tierra —me explicó Ragnar— O es plana y arenosa y no se pueden ni criar pedos, o al otro lado del agua las colinas son tan empinadas y con tan pocos prados que trabajas como un perro y te mueres de hambre.

—¿Al otro lado del agua? —pregunté, y él me explicó que procedía de un país dividido en dos partes, y las dos estaban rodeadas de incontables islas. La parte situada más cerca, de donde él provenía, era muy llana y arenosa, y la otra, que estaba al este al otro lado de una gran extensión de agua, era donde había montañas.

—Y también hay esviones allí —prosiguió.

—¿Esviones?

—Una tribu. Como nosotros. Adoran a Thor y a Odín, pero hablan otra lengua. —Se encogió de hombros—. Nos llevamos bien con los esviones, y con los noruegos. —Los esviones, los noruegos y los daneses eran los hombres del norte, aquellos que se embarcaban en expediciones vikingas, pero eran los daneses los que habían venido a mi tierra, aunque eso no se lo dije a Ragnar. Había aprendido a esconder mi alma, o puede que estuviera confundido. ¿Era de Northumbria o danés? ¿Qué era? ¿Qué quería ser?

—Supón —pregunté— que el resto de los ingleses no quisieran que nos quedáramos aquí. —Usé el plural deliberadamente.

Él se rió.

—¡Los ingleses pueden querer lo que les apetezca! Pero ya viste lo que ocurrió en Yorvik. —Así era como los daneses pronunciaban Eoferwic. Por algún motivo encontraban aquel nombre difícil, así que la llamaban Yorvik— ¿Quién fue el inglés que luchó con más valentía en Yorvik? —preguntó Ragnar—. ¡Tú! ¡Un niño! ¡Cargaste contra mí con aquella podadera! Era un cuchillo para destripar, no una espada, ¡y tú intentaste matarme! Casi me muero de la risa. —Se inclinó hacia delante y me dio un cachete afectuoso—. Claro que los ingleses no nos quieren aquí —prosiguió—. ¿Pero qué pueden hacer? El año que viene ocuparemos Mercia, al siguiente Anglia Oriental y por último Wessex.

—Mi padre siempre decía que Wessex era el reino más fuerte —dije. Mi padre jamás dijo nada parecido, de hecho despreciaba a los hombres de Wessex porque los consideraba amanerados y santurrones, pero intentaba provocar a Ragnar.

No lo conseguí.

—Es el reino más rico —comentó—, pero eso no lo convierte en el más fuerte. Son los hombres quienes hacen fuerte a un reino, no el oro. —Me sonrió—. Somos los daneses; no perdemos, ganamos, y Wessex caerá.

—¿Sí?

—Tiene un nuevo y débil rey —comentó con desdén—, y si muere y su hijo no es más que un niño, puede que pongan a su hermano en el trono. Eso nos gustaría.

—¿Por qué?

—Porque el hermano es otro alfeñique. Se llama Alfredo.

Alfredo. Ésa fue la primera vez que oí hablar de Alfredo de Wessex. No le di mayor importancia en aquel momento. ¿Porqué tendría que haberlo hecho?

—Alfredo —prosiguió Ragnar cáustico—. Sólo está interesado en horadar muchachas, ¡cosa que está muy bien! No le digas a Sigrid que yo lo he dicho, pero no hay nada de malo en desenvainar la espada cuando se puede, aunque Alfredo se pasa la mitad del tiempo horadando y la otra mitad rezando a su dios para que le perdone por horadar. ¿Cómo puede a un dios parecerle mal un buen revolcón?

—¿Cómo sabes de Alfredo? —pregunté.

—Espías, Uhtred, espías. En su mayoría comerciantes. Hablan con gente en Wessex, así que lo sabemos todo del rey Etelredo y su hermano Alfredo. Y Alfredo está enfermo como un palomo la mitad del tiempo. —Se detuvo, quizá pensara en su hijo pequeño, que estaba malo—. Es una casa débil —prosiguió—, y los sajones del oeste deberían deshacerse de ellos y poner en el trono a un hombre de verdad, pero no lo van a hacer, así que cuando caiga Wessex ya no habrá Inglaterra.

—A lo mejor encuentran a un rey más fuerte —dije.

—No —repuso Ragnar con firmeza—. En Dinamarca —siguió contando—, nuestros reyes son los hombres más duros, y si sus hijos son blandos, un hombre de otra familia se convierte en rey, pero en Inglaterra creen que el trono pasa a través de las piernas de una mujer. Una criatura tan débil como Alfredo podría convertirse en rey sólo porque su padre lo era.

—¿Tenéis reyes en Dinamarca?

—Una docena. Yo mismo, si me apeteciera, podría hacerme llamar rey, pero a Ivar y a Ubba podría no gustarles, y ningún hombre los ofende a la ligera.

Yo cabalgué en silencio, escuchaba el crujir y chirriar de los cascos de los caballos en la nieve. Pensaba en el sueño de Ragnar, el sueño de que Inglaterra terminaría, de que su tierra sería para los daneses.

—¿Qué sucede conmigo? —solté al final.

—¿Contigo? —Parecía sorprendido de que lo preguntara—. Lo que pase contigo, Uhtred, será lo que tú hagas que pase. Crecerás, aprenderás a usar la espada, aprenderás a aguantar en un muro de escudos, aprenderás a remar, aprenderás a honrar a los dioses, y después usarás lo que has aprendido para convertir tu vida en buena o mala.

—Quiero Bebbanburg —dije.

—Entonces debes hacerte con ella. Puede que te ayude, pero aún no. Antes de eso tenemos que ir al sur, y antes de ir al sur, debemos convencer a Odín de que nos vea con buenos ojos.

Aún no entendía la religión danesa. Se la tomaban mucho menos en serio que nosotros los ingleses, pero las mujeres rezaban bastante a menudo y de vez en cuando un hombre mataba algún buen animal, se lo dedicaba a los dioses, y colgaba encima de su puerta la cabeza ensangrentada para indicar que se celebraría en su casa una fiesta en honor a Thor u Odín, pero la fiesta, aunque era señal de adoración, era igual que todas las demás fiestas de borrachos.

Recuerdo la fiesta de Yule mejor porque fue la semana en que vino Weland. Llegó el día más frío del invierno, cuando la nieve estaba amontonada, y lo hizo a pie con una espada en el costado, un arco en el hombro, y harapos a la espalda, y se arrodilló respetuosamente fuera de la casa de Ragnar. Sigrid lo hizo entrar, lo alimentó y le sirvió cerveza, pero cuando terminó de comer, insistió en volver a la nieve a esperar a Ragnar, que estaba arriba en las colinas, cazando.

Weland era un hombre con aspecto de serpiente, ése fue mi primer pensamiento al verlo. Me recordó a mi tío Ælfric, esbelto, astuto y hermético. Me disgustó a primera vista y sentí un escalofrío de miedo cuando lo vi postrarse en la nieve al regreso de Ragnar.

—Me llamo Weland —dijo—, y voy en busca de un señor.

—No eres joven —repuso Ragnar—. ¿Por qué no tienes ya señor?

—Murió, señor, cuando se hundió su barco.

—¿Quién era?

—Snorri, señor.

—¿Que Snorri?

—El hijo de Eric, hijo de Grimm, de Birka.

—¿Y tú no te ahogaste? —preguntó Ragnar mientras desmontaba y me entregaba las riendas de su caballo.

—Yo estaba en tierra, señor, enfermo.

—¿Tu familia? ¿Tu hogar?

—Soy hijo de Godfred, señor, de Haithabu.

—¡Haithabu! —comentó Ragnar con acritud—. ¿Un comerciante?

—Yo soy guerrero, señor.

—¿Y por qué te diriges a mí?

Weland se encogió de hombros.

—Los hombres dicen que sois un buen señor, dador de brazaletes, pero si me rechazáis, señor, lo intentaré con otros hombres.

—¿Y sabes usar esa espada, Weland Godfredson?

—Como una mujer sabe usar la lengua, señor.

—¿Así de bien? —preguntó Ragnar, como de costumbre incapaz de resistirse a una chanza. Le dio a Weland permiso para quedarse, y lo envió a Synningthwait para que encontrara alojamiento. Después, cuando le dije que no me gustaba Weland, Ragnar se limitó a encogerse de hombros y decir que el extranjero necesitaba amabilidad. Estábamos sentados en la casa, medio asfixiados por el humo que se enroscaba entre las vigas—. No hay nada peor para un hombre, Uhtred —me dijo Ragnar—, que no tener señor. Que no tener dador de brazaletes —añadió tocándose los suyos propios.

—No confío en él —intervino Sigrid desde el fuego donde estaba haciendo unas tortitas encima de una piedra. Rorik, que se recuperaba de su enfermedad, la ayudaba, mientras Thyra, como siempre, hilaba—. Creo que es un forajido —dijo Sigrid.

—Probablemente —concedió Ragnar—, pero a mi barco no le importa que empujen sus remos forajidos. —Alargó la mano para coger una tortita y Sigrid le dio un manotazo diciendo que los pasteles eran para Yule.

La festividad de Yule era la mayor celebración del año, una semana entera de comida, cerveza e hidromiel, peleas, risas y hombres borrachos vomitando en la nieve. Los hombres de Ragnar se reunieron en Synningthwait y hubo carreras de caballos, competición de lucha libre, de lanzamiento de jabalinas, hachas y piedras, y mi favorita, el remolcador de guerra, en el que dos equipos de hombres o chicos intentaban tirar al contrario al agua fría. Vi a Weland observándome mientras peleaba con un chico mayor que yo. Weland ya ofrecía otro aspecto más próspero. Habían desaparecido los harapos y ahora vestía una capa de pelo de zorro. Me emborraché por primera vez durante aquel Yule, tan rematadamente borracho que las piernas no me sostenían y me quedé tirado gimiendo y con la cabeza palpitándome y Ragnar se partió de risa y me hizo beber más hidromiel hasta que vomité. Ragnar, por supuesto, ganó el concurso de beber, y Ravn recitó un largo poema sobre un antiguo héroe que mató a un monstruo y a la madre del monstruo, que aún era más temible que su hijo, pero estaba demasiado borracho para acordarme de mucho más.

Y tras la fiesta de Yule descubrí algo nuevo sobre los daneses y sus dioses, pues Ragnar había ordenado que se excavara un gran foso en los bosques encima de su casa, y Rorik y yo colaboramos para hacer el agujero en un claro. Talamos raíces de árboles, extrajimos la tierra y Ragnar aún lo quería más profundo. No se quedó satisfecho hasta que cupo él entero y desde dentro no se veía el borde. Una rampa conducía hasta el fondo del foso, junto a la que había un enorme montón de tierra extraída.

A la noche siguiente todos los hombres de Ragnar, pero no sus mujeres, fueron hasta el foso andando. Los chicos portábamos antorchas empapadas en brea que ardían bajo los árboles, arrojaban sombras movedizas que se fundían con la oscuridad de alrededor. Los hombres estaban todos vestidos y armados como si fueran a la guerra.

El ciego Ravn esperaba en el foso, de pie, en el extremo más alejado de la rampa, y cantó un gran poema épico sobre Odín. El poema era larguísimo, las palabras duras y rítmicas como el repicar de un tambor, y describía cómo el gran dios había creado el mundo a partir del cadáver del gigante Ymir, y cómo había lanzado el sol y la luna al cielo, y cómo su lanza,
Gungnir,
era el arma más poderosa de la creación, forjada por enanos en las profundidades del mundo, y el poema prosiguió, y los hombres reunidos alrededor del foso parecían balancearse con el latido de la oda, a veces repetían una frase, y yo confieso que me aburrí casi tanto como cuando Beocca nos daba aquellas palizas en su latín tartajoso, así que miré el bosque a mi alrededor, examiné las sombras, preguntándome qué criaturas se moverían en la oscuridad y pensando en los
sceadugengan.

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