Read Northumbria, el último reino Online

Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Northumbria, el último reino (8 page)

BOOK: Northumbria, el último reino
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Todas las mujeres debían hilar y tejer. Ragnar calculaba que se necesitaban cinco mujeres o doce niñas durante un invierno entero para hilar material suficiente para hacer una vela nueva para un barco, y los barcos siempre necesitaban nuevas velas, así que las mujeres trabajaban todas las horas que los dioses daban. Además cocinaban, hervían cáscaras de nuez para teñir el hilo nuevo, recogían setas, curtían las pieles del ganado sacrificado, recogían el musgo que utilizábamos para limpiarnos el culo, enrollaban la cera de abejas para hacer velas, convertían la cebada en malta y aplacaban a los dioses. Había muchísimos dioses y diosas, y algunos eran característicos de nuestra casa y a ellos las mujeres dedicaban sus propios ritos, y otros, como Odín y Thor eran poderosos y omnipresentes, pero pocas veces eran tratados del mismo modo en que los cristianos adoraban a su Dios. Un hombre podía invocar a Thor, o Loki, u Odín, o Vikr, o cualquiera de los grandiosos seres que habitaban Asgard, que parecía ser el cielo de los dioses, pero los daneses no se reunían en una iglesia como nosotros nos habíamos reunido cada domingo y cada festividad de un santo en Bebbanburg, ni había curas entre los daneses, o reliquias y libros sagrados. Yo no eché de menos nada de todo aquello.

Ojalá hubiese echado de menos a Sven, pero su padre, Kjartan, tenía una casa en el valle de al lado y a Sven no le llevó demasiado descubrir nuestro refugio en el bosque, así que en cuanto la primera escarcha invernal volvió crujientes las hojas muertas y las bayas empezaron a brillar en espinos y acebos, nuestros juegos tomaron un cariz violento. Ya no nos dividíamos en dos bandos porque ahora teníamos que pelear contra los chicos de Sven que nos acechaban continuamente, pero durante un tiempo no hubo que lamentar nada. Era un juego, después de todo, sólo un juego, pero uno que Sven ganaba siempre. Robó el cráneo de tejón de nuestro frontispicio, que nosotros reemplazamos con el de un zorro, y Thyra les gritó a los chicos de Sven, ocultos en el bosque, que había impregnado la cabeza del zorro de veneno, cosa que consideramos muy inteligente por su parte, pero a la mañana siguiente descubrimos que nuestra cabaña había ardido por completo.

—Una quema de casas —dijo Rorik con amargura.

—¿Quema de casas?

—Ocurre en nuestra tierra —me explicó Rorik— Vas a la casa de un enemigo y la arrasas por completo. Pero pasa una cosa con la quema de casas: hay que asegurarse de que todo el mundo muere. Si quedan supervivientes, se vengarán, así que se ataca por la noche, se rodea la casa, y se mata a todos los que intentan escapar de las llamas.

Pero Sven no tenía casa. Estaba la de su padre, por supuesto, y durante un día tramamos cómo vengarnos de aquélla, discutimos cómo quemarla y atravesar a la familia con lanzas cuando huyeran, pero por supuesto eran sólo bravuconadas de muchachos y nada salió de todo aquello. Lo que sí hicimos, en cambio, fue construirnos otra en un punto más elevado del bosque. No quedó tan bien como la primera, ni tan protegida contra las inclemencias; de hecho era poco más que un refugio tosco de ramas y helechos, pero clavamos el cráneo de un armiño en el frontispicio provisional y nos convencimos de que aún conservábamos nuestro reino en las colinas.

Pero nada que no fuera una victoria completa satisfaría a Sven y así, unos días más tarde, al terminar nuestras tareas, Rorik, Thyra y yo subimos solos a nuestra nueva casa. Thyra hilaba mientras Rorik y yo discutíamos sobre dónde se fabricaban las mejores espadas, él decía que en Dinamarca y yo reclamaba el honor para Inglaterra, ninguno de los dos era todavía lo bastante sensato como para saber que las mejores hojas procedían de Francia, y al cabo de un rato nos hartamos de discutir y cogimos nuestras varas afiladas de fresno, que hacían las veces de lanzas de juguete y decidimos salir a buscar al jabalí que de vez en cuando merodeaba de noche por el bosque. No nos habríamos atrevido a matar un jabalí, eran demasiado grandes, pero jugábamos a ser grandes cazadores, y justo cuando nosotros, los dos grandes cazadores, nos disponíamos a adentrarnos en el bosque, Sven atacó. Sólo él y dos de sus seguidores; pero Sven, en lugar de ir con su espada de madera, blandía un arma real, tan larga como el brazo de un hombre, el acero destellaba en la luz invernal, y corrió hacia nosotros, aullando como un loco. Rorik y yo, al ver la furia en sus ojos, huimos. Él nos siguió, rompiendo ramas como el jabalí que habíamos intentado cazar, y sólo conseguimos escapar de aquella espada perversa porque éramos más rápidos. Un momento más tarde oímos el grito de Thyra.

Regresamos a rastras, cautelosos por la espada que Sven debía de haber sacado de la casa de su padre y, cuando llegamos a nuestra patética cabaña, descubrimos que Thyra había desaparecido. La rueca estaba tirada en el suelo y la lana toda manchada de hojas muertas y ramitas.

Sven, a pesar de su fuerza, siempre había sido torpe y dejó un rastro en el bosque muy fácil de seguir. Al cabo del rato oímos voces. Las seguimos, atravesamos la cumbre de la colina donde crecían las hayas, bajamos, adentrándonos en el valle de nuestro enemigo, y Sven no tuvo suficiente cabeza para apostar un guardia a sus espaldas. Lo que hizo en cambio, deleitándose con su victoria, fue dirigirse al claro que debía de ser su refugio en el bosque, porque había una chimenea de piedra en el centro y yo recuerdo haberme preguntado por qué nosotros no habíamos construido nada igual. Había atado a Thyra a un árbol y le había arrancado la túnica de la parte superior del cuerpo. No había nada que ver allí, era una niña, sólo tenía ocho años y por tanto aún le faltaban cuatro o cinco para estar en edad de matrimonio, pero era guapa y ése era el motivo por el que Sven la había desnudado. Se notaba que los compañeros de Sven no estaban muy contentos. Thyra, después de todo, era la hija del
jarl
Ragnar y lo que había empezado como un juego se tornó en algo peligroso, pero Sven quería lucirse. Deseaba demostrar que no tenía miedo. No tenía ni idea de que Rorik y yo acechábamos ocultos en la maleza, y no creo que le hubiese importado de haberlo sabido.

Había dejado la espada junto a la chimenea y entonces se plantó delante de Thyra y se bajó los calzones.

—Tócala —le ordenó.

Uno de sus compañeros dijo algo que no oí.

—No se lo dirá a nadie —repuso Sven seguro de sí—, y no le vamos a hacer daño. —Se volvió para mirar a Thyra—. ¡No te haré daño si la tocas!

Fue entonces cuando yo salí al descubierto. No era valentía. Los compañeros de Sven habían perdido las ganas de jugar. Éste tenía los calzones en los tobillos y había dejado la espada en el centro del claro, así que la cogí y me lancé hacia él.

—¡Yo la tocaré! —grité y dirigí la espada hacia su picha, pero era pesada; yo no había usado nunca antes un arma de hombre y en lugar de darle donde apunté, le metí un tajo en el muslo desnudo, que se abrió, y volví a darle con toda mi fuerza, y la hoja le rasgó la cintura, golpe que quedó amortiguado por su ropa. Cayó al suelo, gritando, y sus dos amigos me apartaron mientras Rorik desataba a su hermana.

Eso fue todo lo que ocurrió. Sven sangraba, pero consiguió subirse los pantalones y sus amigos lo ayudaron a escapar. Rorik y yo llevamos a Thyra a casa, donde Ravn oyó los sollozos de Thyra y nuestras voces excitadas y exigió silencio.

—Uhtred —dijo e anciano con voz severa—, espera junto a la pocilga. Rorik, cuéntame qué ha pasado.

Yo esperé fuera mientras Rorik narraba, después hicieron salir a Rorik y a mí me llamaron dentro para relatar la aventura vivida. Thyra se hallaba en brazos de su madre, y tanto ésta como su abuela se mostraban furiosas.

—Cuentas la misma historia que Rorik —dijo Ravn cuando terminé.

—Porque es la verdad —respondí.

—Eso parece.

—¡La ha violado! —insistió Sigrid.

—No —repuso Ravn con firmeza—, gracias a Uhtred no lo ha hecho.

Esa fue la historia que Ragnar escuchó cuando volvió de cacería, y como aquélla me convertía en héroe no discutí su falsedad esencial, que era que Sven no habría violado a Thyra porque no se habría atrevido. Su insensatez conocía pocos límites, pero alguno había, y violar a la hija del
jarl
Ragnar, el señor de la guerra de su padre, estaba más allá incluso de la estupidez de Sven. Con todo, se había buscado un enemigo y, al día siguiente, Ragnar condujo seis hombres a casa de Kjartan, en el valle vecino. Se nos dieron caballos a Rorik y a mí y se nos ordenó que acompañásemos a los hombres, y confieso que me asusté. Me sentía culpable. Después de todo, había sido yo el que había empezado los juegos en el bosque, pero Ragnar no lo veía de ese modo.

—Tú no me has ofendido. Sven sí. —Hablaba con tono sombrío, su proverbial alegría había desaparecido—. Lo has hecho muy bien, Uhtred. Te has comportado como un danés. —No me podía dedicar mayor elogio, y me dio la sensación de que le decepcionaba que fuera yo el que cargó contra Sven y no Rorik, pero yo era mayor y mucho más fuerte que el hijo pequeño de Ragnar, así que tenía que ser yo quien peleara.

Cabalgamos por entre los fríos bosques y yo sentía curiosidad porque dos de los hombres de Ragnar cargaban con dos ramas de castaño que eran demasiado débiles para ser usadas como armas, pero no quise preguntar para qué eran porque estaba nervioso.

La casa de Kjartan estaba en un pliegue de las colinas junto a un riachuelo que discurría entre pastos de ovejas, cabras y vacas, aunque la mayoría habían sido sacrificadas, y las que quedaban estaban mordisqueando la última hierba. Era un día soleado, aunque frío. Ladraron perros al acercarnos, pero Kjartan y sus hombres les gritaron y los devolvieron a golpes al patio junto a la casa donde había plantado un fresno que no parecía que fuera a sobrevivir al invierno que se acercaba. Entonces Kjartan, acompañado de cuatro hombres, ninguno de ellos armado, se acercó caminando hacia los jinetes. Ragnar y sus hombres iban armados por completo, espadas, hachas de guerra y escudos, protegidos los pechos con cota de malla. Ragnar lucía además el casco de mi padre, que había comprado tras la batalla de Eoferwic. Era un casco espléndido, la coronilla y la visera estaban decoradas con plata, y yo me sorprendí pensando que le quedaba mejor a Ragnar que a mi padre.

Kjartan el capitán era un hombre grande, más alto que Ragnar, con la cara ancha y plana de su hijo, ojos pequeños y desconfiados y una espesa barba. Miró las ramas de castaño y debió de reconocer qué significaban porque instintivamente se tocó el amuleto martillo que le colgaba en el cuello de una cadena de plata. Ragnar frenó el caballo y, en un gesto que demostraba desprecio absoluto, tiró al suelo la espada que yo había llevado a casa desde el claro en el que Sven había atado a Thyra. Por derecho, la espada pertenecía ahora a Ragnar, y era un arma valiosa con un hilo de plata enroscado alrededor de la empuñadura, pero él lanzó la hoja a los pies de Kjartan como si no fuera más que una hoz.

—Tu hijo dejó eso en mi tierra —dijo—, y me gustaría tener unas palabras con él.

—Mi hijo es un buen chico —repuso Kjartan con firmeza—, y con el tiempo os servirá a los remos y luchará en vuestro muro de escudos.

—Me ha ofendido.

—No pretendía hacer ningún daño, señor.

—Me ha ofendido —repitió Ragnar con aspereza—. Ha visto la desnudez de mi hija y le ha mostrado la suya propia.

—Y fue castigado por ello —contestó Kjartan, al tiempo que me dedicaba una mirada malévola—. Se derramó sangre.

Ragnar hizo un gesto seco, y las ramas de castaño fueron arrojadas al suelo. Evidentemente, aquélla era la respuesta de Ragnar, que para mí no tenía ningún sentido, pero Kjartan la entendió, como Rorik, que se me acercó y me susurró.

—Eso significa que ahora tiene que luchar por Sven.

—¿Luchar por él?

—Marcan un recuadro en el suelo con las ramas, y pelean dentro del recuadro.

Aun así, nadie se movió para colocar las ramas de castaño formando un recuadro. Lo que sucedió en cambio, fue que Kjartan se metió dentro de su casa y llamó a Sven, que salió cojeando por debajo del pequeño dintel, con la pierna derecha vendada. Parecía triste y aterrorizado, y no era para menos, pues Ragnar y sus jinetes habían llegado con toda su gloria guerrera, eran luchadores relucientes, daneses armados.

—Di lo que tengas que decir —le dijo Kjartan a su hijo.

Sven levantó la vista hacia Ragnar.

—Lo siento —murmuró.

—No te oigo —gruñó Ragnar.

—Lo siento, señor —dijo Sven, temblando de miedo.

—¿Sientes el qué? —exigió Ragnar.

—Lo que hice.

—¿Y qué hiciste?

Sven no encontró respuesta, o no encontró ninguna que quisiera dar, y se limitó a arrastrar los pies nervioso y mirar al suelo. Sombras de nubes se cernieron deprisa sobre los lejanos páramos, y dos cuervos levantaron el vuelo hacia el principio del valle.

—Le pusiste las manos encima a mi hija —dijo Ragnar—, la ataste a un árbol y la desnudaste.

—Sólo por la mitad —murmuró Sven, y por respondón se ganó un pescozón de su padre.

—Era un juego —intervino Kjartan en favor de su hijo—, sólo un juego, señor.

—Ningún chico se dedica a esos juegos con mi hija —repuso Ragnar. Pocas veces lo había visto enfadado, pero ahora lo estaba, se mostraba sombrío e inflexible, no quedaba ni rastro del hombre de gran corazón que podía hacer resonar una casa con sus risas. Desmontó y desenvainó su espada, su arma de batalla, llamada
Rompecorazones,
y apuntó con ella a Kjartan—. ¿Y bien? —preguntó—. ¿Cuestionas mi derecho?

—No, señor —contestó Kjartan—, pero es un buen chico, fuerte y trabajador, y os servirá bien.

—Y ha visto cosas que no debería haber visto —repuso Ragnar, y lanzó a
Rompecorazones
al cielo de modo que la larga hoja giró bajo el sol y la recogió en la mano al caer, pero ahora la sostenía hacia atrás, más como si fuera una daga que una espada—. ¡Uhtred! —gritó Ragnar, y pegué un salto—. Dice que estaba sólo medio desnuda. ¿Es eso cierto?

—Sí, señor.

—Entonces tendrá sólo medio castigo —dijo Ragnar y golpeó a Sven en la cara con la empuñadura. Las empuñaduras de nuestras espadas son pesadas, a veces están decoradas con piedras preciosas, pero por bellas que parezcan, son brutales pedazos de metal, y la de
rompecorazones,
envuelta en plata, le hundió a Sven el ojo derecho. Se lo convirtió en gelatina, lo cegó al instante, y Ragnar le escupió y después volvió a envainarla en su funda forrada de lana.

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