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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (39 page)

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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—Voy a hablarles de un tema del que soy consciente que no se caracteriza por su erotismo tórrido: la contabilidad anglosajona.

Carcajada general, inmediatamente seguida de una salva de aplausos.

«Vaya… ¿Qué está pasando?»

Me había quedado de piedra…

Había pasado cerca de una hora tratando de encontrar una gracia para comenzar mi discurso según la costumbre de Estados Unidos, pero no esperaba que tuviese tanto éxito. Eso me reconfortó, y mis nervios se quedaron en la mitad.

«Continuemos… Pero tengo que articular más, que sosegar más la voz.»

—Estudié esta materia durante cuatro años en Estados Unidos, y… bueno…

«Caramba…, ¿qué iba ahora? Un agujero. En blanco total… ¡Pero si me sabía de memoria este discurso! Dios mío, no puede ser verdad… Deprisa… Mis apuntes.»

—Cuando llegué a Francia —proseguí—, de donde soy oriundo por parte de madre, para buscar trabajo…

«Debo de parecer un inepto. Leer la chuleta delante de todos…»

—… el consultor de una conocida empresa de selección de personal me informó con una amplia sonrisa de que las reglas contables francesas eran tan diferentes que directamente podía arrojar mi título norteamericano a la basura.

«Nuevas risas. Parece que les gusta, son tan amables… Me encanta.»

—Él también se rio mucho al decirme eso. A mí, en cambio, no me hizo ni pizca de gracia.

Nueva carcajada general, y aplausos sostenidos. Es increíble lo estimulante que resulta hacer reír a una sala entera. De pronto comprendí por qué hacían de ello su oficio.

—Por tanto, sentí la necesidad de estudiar las diferencias entre la contabilidad anglosajona y la francesa.

«No más nervios… Ya no hay nervios… Me siento bien, ligero…, es genial.»

—En Francia, las normas contables son dictadas por funcionarios del Estado, mientras que en Estados Unidos se ocupan de ello organismos independientes cuyo objetivo es que la contabilidad sirva a los intereses de los inversores proporcionándoles la información que necesitan para tomar decisiones racionales. La clasificación de las partidas es inversa a la practicada en Francia…

Continué durante una docena de minutos, logrando liberarme casi por completo de mis notas. Mis oyentes parecían verdaderamente apasionados con el tema, que no era moco de pavo, por otra parte. En apariencia, había conseguido captar su atención, suscitar su interés. Me sentía sorprendentemente bien, cada vez más cómodo. Me permití incluso el lujo de caminar por la tarima mientras hablaba mirando al auditorio. Hablar en público me resultaba muy excitante, a fin de cuentas.

Terminé mi intervención entre aplausos singularmente intensos, plagados de aclamaciones. Algunos de los asistentes se levantaron, pronto seguidos por otros, y luego la sala en pleno… ¡No podía creerlo: coreaban mi nombre!… Estaba en las nubes, en estado de trance, transportado por mis emociones, feliz.

Éric se unió a mí en el escenario mientras continuaba aplaudiendo. Luego pidió a los presentes que se tomaran unos minutos para anotar sus comentarios individuales. Se hizo el silencio.

Un rato más tarde, Éric me daba un gran sobre lleno a rebosar de papeles doblados en cuatro. Fui a sentarme a un rincón de la sala y desdoblé cada mensaje con impaciencia, ansioso por saber cuáles serían los defectos y los puntos que debería mejorar que los asistentes habrían notado. Mi sorpresa fue en aumento a medida que fui haciendo el escrutinio. ¡Absolutamente todos los comentarios eran positivos! ¡Todos ellos! Era increíble, inaudito… No podía creerlo, tenía la sensación de que, detrás de mis miedos, paralizadores hasta entonces, se ocultaba un gran talento, una especie de don natural que me pedía ser expresado.

Éric vino a decirme que, después de la primera sesión, era preferible regresar a casa sin asistir a los demás discursos, a fin de conservar en la memoria la propia actuación, y releer los comentarios en la tranquilidad del hogar.

Me despedí, pues, de los miembros de la asociación allí reunidos y salí. El aire fresco de la tarde me envolvió. Subí por la oscura escalera como se suben los escalones de un palacio, transportado por mi éxito. Regresé a las calles de la ciudad con energías renovadas listo para ir —si ese día llegaba— al encuentro de mi destino.

50

H
ay un topo entre nosotros!

—¿Perdón, señor? —dijo Andrew apareciendo en el umbral de la puerta.

Dunker apartó en su dirección dos periódicos abiertos de par en par sobre el escritorio. Luego se echó hacia atrás en su silla, con aire contrariado.

Andrew se acercó a él.

La Tribune
titulaba: «Dunker Consulting: después de los anuncios falsos, ¿los clientes falsos?»

Le Fígaro
: «Tras ofertas de empleo sin empleo, clientes sin dinero.»

—Esto no es en absoluto bueno para nuestra empresa —se permitió señalar Andrew con su marcado acento.

Dunker lo fulminó con la mirada.

—¿Tiene más análisis contundentes como ése, Andrew?

El inglés no respondió, pero se sonrojó ligeramente. Debería haber guardado silencio desde el principio. Cuando el jefe se hallaba en ese estado, combatía el estrés arrojando contra uno la más mínima palabra que hubiese pronunciado, fuera la que fuese.

—Tenemos un topo en la empresa, ¡es evidente! —repitió Dunker—. Las acciones van a bajar de nuevo.

Uniendo el gesto a la palabra, se volvió hacia su ordenador y tecleó nerviosamente.

—¡Ahí está! Anda que pierden el tiempo esos catetos… ¡Basta con que circule una noticia estúpida para que a esos gallinas les entre el pánico y vendan en seguida! ¡Cagones! ¡Menos 2 por ciento! ¡Y no es más que el comienzo de la sesión! Qué estupidez…

—Ah, muy bien… Aunque se le ha ido un poco la mano, ¿no?

—Usted me ha dicho «sonriente», y yo lo he pintado «sonriente»…

—Cómo sonriente, ¡es sonriente! Pero, bueno, está muy bien.

Pagué el precio convenido la víspera y me fui, saliendo resignado de entre el grupo de curiosos que se arremolinaban para intentar ver el retrato.

La plaza del Tertre estaba a rebosar de gente en ese soleado atardecer, bajo los árboles que emanaban su suave aroma veraniego. Los turistas se hacían retratar por los numerosos pintores instalados en la plaza, su caballete de madera de pie frente a ellos, la paleta de colores en una mano y un largo pincel en la otra. Los ojos de los artistas me fascinaban: su aguda mirada escrutaba los rostros que bosquejaban, desnudando las sonrisas de compromiso para hallar la expresión que mejor caracterizara a la persona.

Unos enamorados posaban juntos. Unos padres repetían cada tres segundos a su hijo: «Deja de moverte, ¡o el señor no podrá pintarte!» Una anciana, con la sonrisa fija ante el pintor que la iba a inmortalizar, le suplicaba que la dejase moverse hacia la sombra, y él respondía «Ya casi he terminado…», mientras se tomaba su tiempo.

Los curiosos se colaban al lado de los pintores para comparar dibujos y modelos, cada uno de ellos haciendo su comentario. Entre los que posaban, algunos estaban claramente orgullosos de ser el centro de atención de los desconocidos. Otros, en cambio, se sentían incómodos. Algunos incluso daban muestras de irritación.

Le coloqué una hembrilla en casa y embalé la pintura. Estaba en las nubes desde el cierre de la Bolsa: las acciones de Dunker habían caído cerca de un 5 por ciento. Era absolutamente colosal. De pronto me sentía generoso…

Diez minutos más tarde, llamé a la puerta de la señora Blanchard.

—¿Quién es?

—El señor Greenmor, su vecino…

Me abrió.

—Tenga, esto es para usted —le dije tendiéndole el paquete.

—¿Para mí? —repuso sin ocultar su sorpresa—. Pero ¿por qué?

—Porque sí. Me gustó mucho que me regalase usted un pastel el otro día, y quería hacerle un regalito yo también.

Lo desenvolvió y luego admiró el retrato durante unos segundos.

—Es muy bonito. Muy bien pintado. Gracias, señor Greenmor.

Sentía que no se atrevía a hacerme la pregunta.

—¿Le gusta? —pregunté.

—Sí, mucho. Y… esto representa…, ¿a quién?

—¡Vamos, señora Blanchard! ¡Es Jesucristo!

—Oh…

Lo miraba con unos ojos como platos. Quise ponérselo fácil.

—Está claro que no está acostumbrada a verlo así…

Se quedó sin habla.

—Hay que reconocer que los hombres le hicieron una faena al representarlo en la cruz —dije—, con el rostro deformado por el sufrimiento… ¿A usted le gustaría que le hicieran una foto en su lecho de muerte, mientras agoniza, y que esa imagen fuese luego difundida al resto del mundo tras su desaparición?

51

H
abía previsto llamar a Fisherman al final del día para dejarle relativamente poco margen antes del cierre de la edición. Quería que actuase en el momento, sin que tuviera tiempo de repensar su postura.

Sin embargo, no había previsto que mi última cita se eternizaría. El candidato había venido expresamente de una ciudad de provincias, no podía acortar la entrevista para citarlo en otro momento. Eran las 19.35 cuando se fue. El periódico cerraba a las 20.00 horas. Me precipité sobre el teléfono deseando que no fuese demasiado tarde.


Les Echos
, ¡hola!

—El señor Fisherman, en la redacción, por favor. ¡Es urgente!

—No cuelgue.

Las cuatro estaciones
, interminables. Una versión que habría hecho que Vivaldi se revolviera en su tumba.

«Madre mía, cógelo de una vez…»

19.41 horas.

—Sí…

—¿Señor Fisherman?

—¿De parte de quién?

Respondí y mis oídos tuvieron que sufrir otra vez «El verano», un verano glacial.

19.43 horas.

«Cógelo, vamos…»

No le daría tiempo a escribir el artículo antes del cierre…

—Buenas tardes.

Su voz cavernosa, por fin.

—Buenas tardes. Tengo… de nuevo una exclusiva que darle.

Un silencio, que acabó rompiendo.

—Lo escucho.

—En nuestra primera conversación, le anticipé una bajada de las acciones de Dunker Consulting cercana al 3 por ciento, y así resultó.

—Casi —corrigió.

—La segunda vez predije más de un 4 por ciento. El descenso fue de un 4,8.

—Sí.

Me concentré. Era necesario que mi voz sonase a la vez firme y relajada. No tenía costumbre de echarme faroles, y ese farol era… enorme: detrás, no había nada, absolutamente nada… No tenía ningún escándalo que revelar a la prensa.

Tomé aire.

—Mañana, las acciones experimentarán la caída más vertiginosa de su historia. Bajarán al menos un 20 por ciento en una sola sesión.

—¿Un 20 por ciento? ¿En una sola sesión? Es imposible…

«No titubees o estás jodido…»

—De hecho, estoy convencido de que su caída irá más allá, mucho más allá. Habrá tal vez una suspensión de la cotización para evitar el desplome.

Silencio.

—Bueno, a ver qué pasa —acabó diciendo.

Su respuesta ambigua no me gustó. ¿Qué quería decir? ¿Que publicaría su artículo después de ver cuánto caía la cotización? ¿Que se mantendría al margen, como las veces anteriores, para asistir pasivamente a su evolución? Si seguía actuando como un nuevo espectador, estaba perdido.

Nos despedimos.

La suerte estaba echada.

Dio comienzo entonces una larga y tensa espera. Me torturaba intentando predecir el orden de los acontecimientos. ¿Escribiría Fisherman ese artículo? Mis dos primeras predicciones, que se habían confirmado, ¿bastarían para forjar mi credibilidad? Durante toda la noche, esas preguntas estuvieron dando vueltas de continuo en mi mente. A ratos me sentía ansioso, luego confiado, después de nuevo dubitativo. Quería creer en ello, pero tenía tanto miedo a equivocarme…

Los consejos de Fisherman eran tan seguidos en el sector bursátil que bastaba con una sola palabra de su pluma para que el valor de las acciones cayera. De una vez por todas.

Me costó mucho dormirme, y luego pasé una noche agitada. En numerosas ocasiones, me desperté y miré la hora. Los números fluorescentes del radio despertador me parecían desesperantemente lentos. A las seis, me levanté y me vestí obligándome a escuchar la radio para no pensar en otra cosa. A las siete menos cinco, bajé a la calle. Todavía hacía fresco. Algunas personas paseaban a su perro antes de ir al trabajo. Otras claramente ya se habían puesto en camino, con la expresión en absoluto alegre.

La cafetería abrió sus puertas delante de mí. Pedí un café y pregunté por
Les Echos
.

—No van a tardar en traérnoslo. Espere un poco —me dijo el camarero con su tono poco amable.

«Esperar, esperar…, ya estaba harto de esperar.»

Mi café estaba demasiado cargado, y el primer sorbo me dejó un regusto amargo en la boca. Pedí que me lo rebajaran con leche y un cruasán para quitarme el mal sabor de boca. Lo engullí sin darme cuenta, absorto en mis pensamientos.

El camarero me sacó de pronto de mi ensimismamiento arrojando el periódico sobre la barra.

Me apoderé de él y pasé ávidamente las páginas con un nudo en el estómago. De pronto el titular me saltó a la vista y me paré en seco. En el momento no sentí nada, absolutamente nada, como si el
shock
, por un instante, me hubiese separado de mis emociones y de mis pensamientos.

«Dunker Consulting: vendan antes de que sea demasiado tarde.»

Me entraron ganas de llorar de alegría. No creía lo que veían mis ojos. ¡Era una locura, extraordinario, fabuloso!

Pedí otro café y un segundo cruasán y me sumí en la lectura del corto artículo que seguía. Fisherman, el poderoso y respetado Fisherman, ¡aconsejaba vender! Explicaba que las recientes pruebas de malversación, a las que se unían ponzoñosos rumores y los manifiestos errores estratégicos ocurridos durante los últimos meses, le daban mala espina. Eran unas acciones demasiado arriesgadas, y más valía desembarazarse de ellas cuanto antes.

«¡Qué pasada! ¡Esto es genial!»

Si hubiese estado a mi lado, me habría arrojado sobre él para abrazarlo a pesar de su aire austero, que le habría helado la sangre al más valiente de los toreros.

Una hora más tarde, estaba en la oficina, pataleando de impaciencia delante de mi pantalla, antes de la apertura de la Bolsa de París. La cifra tan esperada se mostró a las 9.01 horas: una caída de un 7,2 por ciento para empezar. No sabía qué pensar. ¿Sería suficiente?

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