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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (37 page)

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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Perdido en el abismo de mis pensamientos, no seguía en absoluto el curso de nuestra reunión comercial ese lunes por la mañana. Luc Fausteri y Grégoire Larcher comentaban con cierta animosidad unas columnas de cifras en la pantalla del proyector, cifras, más cifras, luego curvas, diagramas de barras, gráficos de tarta… Me sentí a años luz de sus consideraciones, extraño a todos esos resultados que no tenían mucho sentido para mí. Sus voces me llegaban sordas, lejanas, ininteligibles, dos celadores de un psiquiátrico que reprochaban con vehemencia a los locos allí reunidos que hubiesen marcado los números equivocados en un boleto de la lotería. Éramos malos, incompetentes, incapaces de adivinar el premio. Nos pasaban las imágenes de aquello con lo que seríamos castigados: nos azotarían con un látigo, luego nos golpearían con una vara, nos darían un pedazo de tarta más pequeño de lo que nos correspondía. En las imágenes del futuro, el látigo cobraba vida propia y se deslizaba como una serpiente al ataque, las varas eran más gruesas, y nos privaban de una parte mayor de la tarta. Los locos aplaudían. Debían de ser masoquistas.

La reunión terminó tarde, y luego todo el mundo se fue a comer. Todo el mundo excepto yo. Me retiré a mi despacho y esperé para estar seguro de que la planta estaba desierta. A continuación abrí un dossier que se encontraba en lo alto de la estantería, cogí un par de hojas que había en el interior, bajo un montón de currículums desechados, y las metí en una carpeta.

Salí al pasillo, eché una ojeada a un lado y a otro y agucé el oído. Todo estaba en perfecto silencio. Al llegar a lo alto de la escalera, hice una nueva pausa. Seguía sin ver a nadie. Bajé a paso quedo a la planta inferior e hice una parada antes de abandonar la escalera. Silencio. Saqué la nariz: nadie. Los nervios comenzaban a apoderarse de mí. Caminé hasta la sala donde estaba el fax y me deslicé en el interior con el corazón a mil. Puse las hojas en la máquina, teniendo cuidado de colocarlas bien entre las guías. Eché una última ojeada al pasillo. Todavía nada. Abrí mi libreta y luego marqué el primer número. Me temblaban los dedos. Cada tecla pulsada emitía un bip que me parecía ensordecedor. Acto seguido pulsé «Inicio» y la máquina comenzó a tragarse la primera página.

Me hicieron falta cerca de veinte minutos para mandar la lista de falsas ofertas de empleo de Dunker Consulting a todas las redacciones de Francia. A todas, salvo a la de
Les Echos
.

46

I
gor Dubrovski estaba solo esa tarde. Solo en su inmenso salón de iluminación sutilmente estudiada para crear un ambiente suave y acogedor. Frente a su piano, desgranaba las notas de una sonata de Rajmáninov, sus fuertes dedos recorriendo el teclado, dominándolo, mientras el sonido del Steinway, de una pureza absoluta, resonaba en toda su amplitud en el vasto espacio.

La puerta detrás de él se abrió con rapidez y él echó una ojeada por encima de su hombro sin interrumpir su actuación. Vaya, Catherine. No era su costumbre entrar de manera tan brusca.

—¡Vladi está seguro! —soltó, presa de una agitación manifiesta.

Igor apartó las manos del teclado al tiempo que mantenía el pedal de la derecha apretado para prolongar la vibración del último acorde.

—¡Vladi —añadió Catherine— afirma que Alan se dispone a presentar su candidatura a la presidencia de su empresa en la asamblea general!

Igor tragó saliva. Lo esperaba todo salvo eso.

Soltó el pedal y las últimas vibraciones musicales murieron instantáneamente, dando paso a un silencio pesado. Catherine, de ordinario tan serena, caminaba de un lado a otro mientras hablaba, claramente agitada.

—Parece que se ha inscrito en una academia para aprender a hablar en público. Para una sesión, una sola. Y dentro de tres semanas se presentará frente a no sé cuántas personas para convencerlas de que voten por él… ¡Se va a estrellar! ¡Es una catástrofe!

Igor volvió la cabeza, profundamente afectado.

—Es cierto —murmuró.

—¡Eso lo destruirá! ¿Te das cuenta? No hay nada peor que ser humillado en público. Se quedará hecho polvo. Todos sus progresos, barridos de golpe. Se encontrará más débil aún que antes…

Igor no respondía, contentándose con asentir lentamente con la cabeza. Evidentemente Catherine tenía razón.

—Pero ¿por qué diablos le ordenaste esa prueba?

Igor suspiró; luego respondió con una voz monocorde y la mirada perdida:

—Porque estaba convencido de que se negaría…

—En ese caso, ¿por qué asignársela?

—Con el fin de forzarlo a negarse…

Un largo silencio.

—No entiendo de qué me estás hablando, Igor.

Él volvió su mirada hacia ella.

—Quería forzarlo a rebelarse contra mí. Quería ponerlo en una situación tan inaceptable que no tuviese otra salida más que atreverse a enfrentarse a mí para romper nuestro pacto. Había llegado el momento de que el discípulo se liberase de su maestro. Como comprenderás, Catherine, existe una paradoja en guiar a alguien en su ascenso a la libertad llevando los mandos de su vida. Ese control estricto ha sido necesario, pues lo ha obligado a hacer lo que nunca habría hecho en caso contrario. No obstante, ahora necesitaba liberarse de mi dominio para ser realmente libre… No soy yo quien debe emanciparlo. Eso debe venir de él, si no, nunca se ganará verdaderamente su libertad.

Igor cogió el vaso de bourbon que descansaba sobre el piano. Los cubitos habían desaparecido. Dio un trago. Catherine lo miraba fijamente.

—Ya veo.

—Al ordenarle que le arrebatara el puesto al presidente de su empresa, aunque eso sea imposible, le estaba dando permiso para poner en tela de juicio mi autoridad. Le enviaba un mensaje metafórico concerniente a nuestra propia relación.

Dejó de nuevo el vaso. Sentía sobre él la mirada cargada de reproches de Catherine.

—Salvo que no ha funcionado —dijo ella—. No se ha rebelado. Al contrario, sigue…

Igor asintió con la cabeza.

—Sí.

—Hay que ayudarlo, debemos hacer algo. ¡No podemos dejarlo solo frente a esa situación, después de haberlo llevado hasta ahí!

Se hizo un largo silencio, luego Igor suspiró con tristeza.

—Por una vez, realmente no veo qué podemos hacer, por desgracia…

—¿Y si le dijeras que lo dejara correr, que te has dado cuenta de que le has pedido algo demasiado difícil y…?

—¡Por supuesto que no! Eso sería peor aún. Creería que yo, su mentor, no tengo confianza en sus capacidades. Su autoestima recibiría un duro golpe. Sin contar con que eso reforzaría de manera duradera su dependencia, ¡de la que, por el contrario, deseo liberarlo!

—Vale, pero ¡hay que encontrar algo! ¡No vamos a dejar que se estrelle sin hacer nada! Aunque no podamos cambiar el curso de los acontecimientos, al menos debemos tratar de que no viva con demasiada violencia su fracaso. Hay que evitarle a toda costa una humillación en público, que no se sienta un inútil, por debajo de todos, que…

—No sé cómo. No veo ninguna salida, la verdad. Déjame solo, por favor.

Catherine reprimió una reacción, permaneció inmóvil unos instantes y luego dejó la habitación. Sus pasos resonaron en el vestíbulo. Igor los escuchó alejarse y luego desvanecerse en la noche.

Volvió el silencio, vacío y opresivo. Se encontraba solo frente a su error, un error magistral, imperdonable. Un error que acarrearía terribles consecuencias.

Igor puso sus manos sobre el teclado y se unió a Rajmáninov en sus sueños atormentados.

47

C
uando salí de mi casa esa mañana vi la silueta negra de la señora Blanchard al pie de la escalera. Le tendía algo a Étienne. Reconocí por su forma que era un pastel similar al que me había regalado a mí. Étienne parecía claramente sorprendido.

Crucé la calle para ir hasta el quiosco con un nudo de aprensión en el estómago. De la panadería emanaban olores de baguettes recién hechas y de napolitanas calientes.

Cogí todos los periódicos del día que estaban en venta y fui a sentarme en la terraza de la cafetería de al lado. Abrí
Le Fígaro
y volví precipitadamente las páginas hasta llegar a la sección de economía. Sentí cómo mi corazón se aceleraba mientras barría con la mirada los artículos, saltando de título en título. Mi nivel de estrés aumentaba a medida que recorría en vano las páginas llenas de textos, mis oportunidades disminuyendo progresivamente, cuando de repente contuve el aliento.

«Sospecha de malversación en Dunker Consulting.»

Seguían unas líneas al respecto, en un tono más bien neutro.

—¿Qué le pongo? —me preguntó en un tono poco amable el camarero, un tipo con bigote de rostro impenetrable.

—¿Tiene napolitanas?

—No, cruasanes o tostadas con mantequilla —respondió sin mirarme.

—Entonces dos cruasanes y un café largo, por favor.

Se alejó sin responder.

Excitado, cogí
Le Monde
y me encontré igualmente un breve sobre el tema, seguido de un artículo sobre las empresas de selección, sus métodos y los reproches que a menudo les habían hecho.
Liberation
publicaba un artículo relativamente corto pero muy visible, con una foto de la sede de nuestra sociedad y un sugestivo título: «Cuando los
headhunters
se cobran nuestra cabeza.»
[4]
Le Parisién
calculaba el tiempo que habría perdido un candidato respondiendo a todas las ofertas falsas, y el coste estimado en imprimir y enviar los currículums.
France Soir
informaba de la fortísima competencia que existía en el sector de la selección de personal, de la necesidad que tenían las empresas de hacerse visibles por sus anuncios, lo que podría haber llevado a Dunker a cruzar la línea continua.
L'Humanité
consagraba media página a la noticia. Una gran foto mostraba a un presunto candidato rodeando con rotulador negro anuncios en un periódico, mientras que un gran titular afirmaba: «El escándalo de las falsas ofertas de empleo de Dunker Consulting.» El artículo denunciaba los efectos perversos del liberalismo salvaje, y sus consecuencias para los desafortunados candidatos. Numerosos testimonios de desempleados que afirmaban que nunca habían recibido respuesta alguna a sus correos, y es que, decía el periodista: ¡en realidad no había ninguna vacante que cubrir! En cuanto al
Canard enchainé
, titulaba: «Las empresas de selección nos engañan.»

En el quiosco no vendían prensa regional, pero confiaba en ella, ya que Dunker tenía oficinas en varias ciudades de provincias. Lo más importante para mí, sin embargo, era lo que decía de ello la prensa económica. Todos, desde
La Tribune
a
La Cote Desfossés
pasando por
Le Journal des finances
, publicaban la información. Ningún comentario en el plano humano, ninguna expresión sentimental, pero eso era secundario. La información había pasado a los responsables. Había alcanzado mi objetivo.

Me encaminé a la oficina. Quería estar allí antes de las nueve para asistir en directo a la apertura de la Bolsa de París y seguir la tendencia de las acciones.

A las nueve menos diez estaba ya delante de mi ordenador, en el sitio web de
Les Echos
. Me resultaba imposible saber si la publicación de dicha información tendría o no un impacto sobre la cotización de la empresa. Quizá debería dejar de soñar… Me sentía nervioso, tenso.

A las nueve en punto, la cotización de apertura de la acción Dunker Consulting apareció en rojo sobre mi pantalla. Bajaba en un 1,2 por ciento. Me quedé patidifuso, me costaba creerlo. De repente me sentí transportado por un entusiasmo, una alegría y una excitación extremos. Yo, Alan Greenmor, ¡había influido en la cotización de las acciones de Dunker Consulting en la Bolsa de París! ¡Era increíble! ¡Inaudito! ¡1,2 por ciento! ¡Era enorme! ¡Monumental!

Recordé la predicción que le había hecho a Fisherman. Le había anunciado una bajada del 3 por ciento ese día. La cifra me la había sacado de la manga, por supuesto, pero era necesario que se acercara al máximo. Era una simple cuestión de credibilidad, y en ese asunto, mi credibilidad era crucial, esencial, vital. La clave de bóveda de todo mi plan… Luego ahora sólo hacía falta que la tendencia se confirmase y se amplificase.

Pasé buena parte del día consultando la cotización en la pantalla. Volví a ella cien, doscientas, trescientas veces quizá. Incluso durante mis entrevistas, no pude evitar echarle un ojo de vez en cuando.

La tendencia se acrecentó a lo largo de la jornada, a pesar de experimentar una leve mejoría a mitad de ella. Al cierre, a las 16.00 horas, la cotización había bajado un 2,8 por ciento. La suerte estaba de mi lado.

Eufórico, abandoné mi despacho para precipitarme a la sala de descanso. No esperaba encontrar champán en las máquinas expendedoras, así que me bebí un agua mineral saboreando mi primera victoria.

Al volver a mi oficina, pasé frente a los diversos despachos acristalados, en cuyo interior se veía a los colaboradores estresados por la gestión cada vez más exigente y deshumanizada de la empresa, presionados por imperativos de rentabilidad bursátil, en absoluto motivados ya por el desarrollo de un proyecto de empresa alentador. ¡Qué pena ver a toda aquella gente desgraciada en la oficina cuando, en cambio, podrían haberse realizado, haber sido felices en su trabajo! El contraste con mi excitación del momento era sangrante. De pronto fui consciente de que ya no era sólo el miedo a Dubrovski lo que me llevaba a afrontar mi última prueba. Atrapado en el torbellino de un juego embriagador del que acababa de ganar el primero de los sets, sentía nacer en mí las primicias de una llamada, de una misión. A pesar de que corría el riesgo de perderlo todo y encontrarme en la calle, ahora únicamente tenía una necesidad: llegar hasta el final.

De vuelta de desayunar, Marc Dunker consultó distraídamente la cotización de sus acciones en Internet.

—¿Qué coño es esto? —soltó en voz alta hablando para sí.

—¿Necesita algo, señor presidente? —dijo Andrew en la sala de al lado.

Dunker lo ignoró. El sitio web no publicaba comentarios explicativos. Sin embargo, algo ocurría, por fuerza.

—¿Qué pasa?, madre de Dios…

La silueta espigada de Andrew se dibujó en el umbral de la puerta.

—¿Ha leído los periódicos que he dejado encima de su escritorio esta mañana, señor presidente?

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