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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (12 page)

BOOK: Más allá del hielo
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—¡Caray, qué bueno está! —murmuró Brambell.

—¿Cuántas veces ha doblado el cabo de Hornos? —preguntó McFarlane después de un buen trago de agua. Se notaba la frente sudorosa.

—Cinco —dijo Britton—, pero siempre en pleno verano austral, cuando había menos peligro de encontrar mal tiempo.

McFarlane le notó algo en el tono que le puso nervioso.

—Pero siendo tan grande el barco, y con tanta potencia, digo yo que las tormentas no deben de ser ningún peligro…

Britton sonrió fríamente.

—La zona del cabo de Hornos es única en el mundo. No tiene nada de raro que soplen vientos de fuerza quince. ¿Verdad que ha oído hablar de los famosos williwaws?

McFarlane asintió.

—Pues hay otro viento que es mucho peor, aunque se conozca menos. Allá abajo lo llaman
panteonero,
que es sinónimo de sepulturero. Puede pasarse varios días seguidos soplando a más de cien nudos. Se llama así porque soplando soplando lleva a los marineros directos a la tumba.

—Ya, pero al
Rolvaag
no debe de afectarle ningún viento, ¿verdad? —preguntó McFarlane.

—No, claro, mientras tengamos gobierno no hay problema, pero piense que el panteonero ha echado a pique a más de un barco que iba demasiado confiado, o que se había quedado sin propulsión; siempre en los
Screaming Sixties,
los «sesenta bramadores», que es como se llama la parte de océano abierto entre Sudamérica y la Antártida. Para un marinero es lo peor del mundo. Se forman olas gigantes, y es la única zona donde las olas y el viento pueden circundar juntas el globo sin tocar tierra. Van subiendo de altura hasta sesenta metros.

—¡Por Dios! —dijo McFarlane—. ¿Usted ha estado?

Britton negó con la cabeza.

—No —dijo—, nunca, ni pienso ir. —Hizo una pausa, dobló la servilleta y le miró—.

¿Le suena de algo el capitán Honeycutt?

McFarlane pensó un poco.

—¿Un marinero inglés?

Britton asintió.

—Zarpó de Londres en 1607 con cuatro barcos, rumbo al Pacífico. Hacía treinta años que Drake había doblado el cabo de Hornos, pero perdiendo cinco de los seis barcos que llevaba. Honeycutt estaba empeñado en demostrar que se podía hacer la travesía sin perder ninguno. Encontraron tormenta al acercarse al estrecho de Le Maire. La tripulación le pidió al capitán que diera media vuelta, pero él insistió en seguir. Al doblar el cabo de Hornos se les vino encima un vendaval espantoso. Una ola gigante (los chilenos las llaman «tigres») hundió dos barcos en menos de un minuto. Los otros dos se quedaron desarbolados y a la deriva durante varios días, con el viento llevándolos al otro lado del Límite del Hielo.

—¿El Límite del Hielo?

—Donde las aguas de los océanos del sur se encuentran con las que rodean la Antártida. Los oceanógrafos lo llaman Convergencia Antártica, y es donde comienza el hielo.

Total, que de noche los barcos de Honeycutt chocaron con una isla de hielo.

—Como el
Titanic
—dijo en voz baja Amira.

El capitán la miró.

—No, un iceberg no. Una isla de hielo. En comparación con lo que hay después del Límite, lo del
Titanic
era un cubito. La que destrozó los barcos de Honeycutt debía de medir más o menos treinta por sesenta kilómetros.

—¿Ha dicho sesenta kilómetros? —preguntó McFarlane.

—Se tiene noticia de otras mucho más grandes, más que algunos estados. Son visibles desde el espacio. Placas gigantes desprendidas de los bancos de hielo de la Antártida.

—Caray.

—De los supervivientes, que eran ciento y pico, consiguieron llegar a la isla unos treinta. Recogieron restos de los barcos que habían llegado a la playa y encendieron una hoguerita. En los siguientes dos días se murió de frío la mitad. Tenían que mover el fuego constantemente, porque se hundía en el hielo. Empezaron a padecer alucinaciones. Algunos decían que había un ser enorme con pelo blanco sedoso y dientes rojos que se llevaba a miembros de la tripulación.

—¡Pero hombre! —dijo Brambell, interrumpido en el vigoroso acto de comer—. ¡Si es igual que las
Aventuras de Gordon Pym
de Poe!

Britton se le quedó mirando y dijo:

—Ni más ni menos. De hecho es de donde sacó la idea. Decían que ese ser se les comía las orejas, los dedos de los pies y de las manos y las rodillas, dejando desperdigadas por el hielo las demás partes del cuerpo.

Mientras escuchaba, McFarlane se dio cuenta de que en las mesas de al lado ya no se oía conversación.

—Durante dos semanas fueron muriéndose uno a uno los marineros, hasta que la inanición los redujo a diez. Los supervivientes hicieron lo único que podían hacer.

Amira hizo una mueca y soltó el tenedor, haciéndolo chocar con la mesa.

—Me parece que sé cómo sigue.

—Sí. Tuvieron que comer lo que llaman los marineros, eufemísticamente, «cerdo largo». A sus propios compañeros muertos.

—Qué agradable —dijo Brambell—. Parece que bien cocinado está más bueno que el cerdo. Que me pase alguien el cordero, por favor.

—Como una semana después, uno de los supervivientes vio acercarse los restos de una embarcación a merced del oleaje. Era la popa de uno de sus propios barcos, que se había partido en dos durante la tormenta. Empezaron a discutir. Honeycutt y algunos más querían jugársela en el mar, pero el barco partido flotaba muy poco y la mayoría no lo veía claro. Al final, los únicos que se atrevieron a ir nadando fueron Honeycutt, su timonel y un simple marinero. El timonel murió sin haber podido subirse al trozo de barco, no como Honeycutt y el marinero, que llegaron. Por la tarde vieron la isla de hielo por última vez. La corriente se la llevaba hacia el sur, hacia la Antártida. Antes de que desapareciera entre la niebla, les pareció ver a un ser extraño que destrozaba a los supervivientes.

»A los tres días, el trozo de barco donde navegaban encalló en los arrecifes de alrededor de la isla Diego Ramírez, al sudoeste del cabo de Hornos. Honeycutt se ahogó, y el único que pudo llegar a tierra fue el marinero. Se alimentaba de mariscos, musgo, guano de cormorán y kelp. Tenía encendido a todas horas un fuego de turba, por si se daba la casualidad de que pasara algún barco. A los seis meses vio la señal un barco español y lo trajeron a bordo.

—Al ver el barco debió de saltar de alegría —dijo McFarlane.

—Sí y no —dijo Britton—. Entonces Inglaterra estaba en guerra con España. Los siguientes diez años los pasó en una mazmorra de Cádiz, aunque al final le soltaron y volvió a Escocia, su tierra natal. Se casó con una chica veinte años más joven y se hizo granjero muy muy lejos del mar.

Britton hizo una pausa y alisó el mantel con los dedos.

—El marinero —dijo con calma— era William McKyle Britton, antepasado mío.

Bebió un sorbo de su copa de agua, se secó la boca con la servilleta e hizo señas al camarero de que sirviera el siguiente plato.

Rolvaag
27 de junio, 15.45 h

McFarlane estaba apoyado en la barandilla de la cubierta principal, disfrutando del lento y casi imperceptible vaivén de la nave. Como el
Rolvaag
estaba «en lastre» (con las bodegas secundarias parcialmente llenas de agua de mar para compensar la falta de cargamento), tenía baja la línea de flotación. McFarlane veía a mano izquierda la superestructura de popa, un monolito blanco con ventanitas sucias por único adorno, y a lo lejos las alas del puente. En el horizonte, ciento cincuenta kilómetros al oeste, asomaban Myrtle Beach y la costa de Carolina del Sur.

Compartía cubierta con las cincuenta y pico personas que formaban la tripulación del
Rolvaag;
pocas, teniendo en cuenta las dimensiones del buque, pero lo más llamativo era su diversidad: africanos, portugueses, franceses, ingleses, norteamericanos, chinos e indonesios, todos protegiéndose la mirada del sol poniente, y murmurando entre sí en media docena de idiomas. McFarlane tuvo la impresión de que era gente poco receptiva a las tonterías. Confió en que Glinn también lo hubiera observado.

Cruzó el grupo una risa aguda, y McFarlane, al girarse, vio a Amira, único miembro presente del equipo de EES. Estaba sentada con un grupo de africanos desnudos de cintura para arriba y que charlaban con gran animación.

El sol caía en los mares semitropicales, hundiéndose en una horizontal de nubes anaranjadas que cabalgaba el horizonte como un cúmulo de setas. El mar era una balsa de aceite. El oleaje apenas se insinuaba.

Se abrió una puerta en la superestructura, y salió Glinn, que caminó a paso lento por la pasarela central. Tenía esta unos cien metros, e iba en línea recta hasta la proa del
Rolvaag.

Detrás de Glinn iba la capitana Britton, seguida por el primer oficial y otros miembros destacados de la tripulación.

McFarlane observó con renovado interés a la capitana. Después de la cena, Amira, todavía un poco avergonzada, le había contado toda la historia. Hacía dos años, teniendo a su cargo un buque cisterna, Britton había chocado con el arrecife de los Tres Hermanos, cerca de Spitsbergen. No llevaban petróleo, pero el barco había sufrido daños de consideración. En el momento del accidente, Britton, en términos legales, estaba ebria. A pesar de que no hubiera pruebas de que la causa del choque fuera la bebida (todo apuntaba a un error del timonel), desde entonces no había vuelto a mandar ningún barco. No me extraña que haya aceptado esta misión, pensó McFarlane, viéndola acercarse. Y Glinn debía de haberse dado cuenta de que no lo habría aceptado ningún capitán en buena posición. McFarlane hizo un movimiento de curiosidad con la cabeza. Seguro que Glinn no había dejado nada al azar, y menos la capitanía del
Rolvaag.
Algo debía de saber sobre aquella mujer.

Al respecto, Amira había hecho comentarios irónicos que a McFarlane le habían incomodado un poco. «Parece un poco injusto —había dicho— castigar a todo el barco por la debilidad de una persona. Seguro que a la tripulación no le sienta muy bien. Me los imagino en el comedor dando sorbitos al vino de la cena. "Está muy bueno. ¿A que se nota un poco de roble?"» Y lo había rematado con una mueca.

Glinn, arriba, ya había llegado a la altura del grupo. Se quedó con las manos en la espalda, mirando la cubierta y las caras orientadas hacia él.

—Me llamo Eli Glinn —dijo con su tono sosegado y carente de modulación— y soy presidente de Effective Engineering Solutions. Muchos de ustedes ya conocen las líneas generales de la expedición. La capitana me ha pedido que les dé algunos detalles. Después tendré mucho gusto en contestar a las preguntas que quieran hacerme. —Miró a su audiencia—. Nos dirigimos hacia el extremo meridional de Sudamérica con el objetivo de llevarnos un meteorito muy grande para el museo Lloyd. Si tenemos razón, será el más grande que se haya desenterrado. Como muchos ya saben, en la bodega hay un andamio hecho especialmente para transportarlo. El plan es muy sencillo. Anclaremos en las islas del cabo de Hornos. Mi equipo, con la ayuda de algunos de ustedes, excavará el meteorito, lo transportará al barco y lo colocará en el andamio. A continuación lo llevaremos al museo Lloyd. —Hizo una pausa.

»Puede que algunos tengan dudas sobre la legalidad de la operación. Hemos comprado los derechos de explotación minera de la isla. El meteorito es una masa metalífera, y no se infringirá ninguna ley. Por otro lado, a nivel práctico, el hecho de que Chile no sepa que vamos a buscar el meteorito puede plantear un problema, pero les aseguro que la posibilidad es remota. Lo hemos preparado todo muy a fondo y no se prevé ninguna dificultad. Las islas del cabo de Hornos están deshabitadas. La población más cercana es Puerto Williams, que está a ochenta kilómetros. En el caso de que las autoridades chilenas se enteren de nuestras actividades, estamos dispuestos a pagar una cantidad razonable por el meteorito. Ya ven que no hay razón, no ya para alarmarse, sino para estar nerviosos. —Hizo otra pausa y miró hacia arriba.

»¿Alguien quiere hacer alguna pregunta?

Se levantaron varias manos. Glinn hizo un gesto con la cabeza al hombre que tenía más cerca, un individuo corpulento con el mono sucio de aceite.

—Oiga, y ¿el meteorito qué es?

Su vozarrón despertó un murmullo de asentimiento.

—Probablemente una masa de níquel y hierro que pesará unas diez mil toneladas. Una masa inerte de metal.

—Y ¿por qué es tan importante?

—Creemos que es el meteorito más grande que se ha descubierto.

Se alzaron más manos.

—¿Y si nos pillan?

—Lo que hacemos es absolutamente legal —contestó Glinn.

Se levantó un hombre con uniforme azul, uno de los electricistas del barco.

—A mí no me gusta —dijo con fuerte acento de Yorkshire. Era pelirrojo, con el pelo recio y la barba despeinada. Glinn aguardó educadamente—. Si los chilenos nos pillan llevándonos el puñetero pedrusco, puede pasar de todo. Si es tan legal como dicen, ¿por qué no lo compran, que sería lo más fácil?

Glinn asintió, mirándole sin pestañear con sus ojos grises.

—¿Me puede decir cómo se llama?

—Lewis —fue la respuesta.

—Pues la razón, señor Lewis, es que políticamente sería imposible que nos lo vendieran. Por otro lado, como les falta tecnología para desenterrarlo y llevárselo de la isla, lo más seguro es que se quedara enterrado para siempre. En Estados Unidos se estudiará y estará expuesto en un museo, para que lo vea cualquier persona que quiera. Se tendrá en custodia para toda la humanidad. No es patrimonio cultural chileno. Podría haber aterrizado en cualquier parte, hasta en Yorkshire.

Los compañeros de Lewis rieron un poco. McFarlane se alegró de ver que Glinn se ganaba su confianza hablando sin rodeos.

—Oiga —dijo un hombre delgado, oficial de poca graduación—, ¿y la compuerta de seguridad?

—La compuerta de seguridad —dijo Glinn sin alterarse, con un tono casi hipnótico— es una medida contra un peligro muy remoto. En el caso altamente improbable de que el meteorito se suelte del andamio (por ejemplo en una tormenta muy fuerte), es la manera de aligerar nuestra carga dejando que se caiga al mar. En el fondo es como cuando los marineros del siglo XIX, cuando hacía muy mal tiempo, tenían que tirar el cargamento por la borda.

Ahora bien, las posibilidades de que haya que soltar el meteorito son insignificantes. La idea es que lo primero sea proteger el barco y la tripulación, aunque sea a costa de perder el meteorito.

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