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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Más allá del hielo (11 page)

BOOK: Más allá del hielo
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—Tengo una idea —dijo McFarlane.

—¿Qué?

—Haremos como si no fuera mi ayudante.

—¿Ya me despide? ¿Tan deprisa?

McFarlane suspiró, reprimiendo lo que le dictaban sus impulsos.

—Ya que vamos a pasar juntos mucho tiempo, propongo que trabajemos en igualdad de condiciones. No hace falta que lo sepa Glinn. Creo que estaremos los dos mucho más contentos.

Amira examinó la ceniza, que se iba alargando, y arrojó el puro por la borda. El tono de su respuesta fue un poco más amable.

—El número del bocadillo fue la repera. Rochefort es un maniático de la hostia, y con lo de la jalea se puso negro. Me gustó, de verdad.

—Demostré lo que tenía que demostrar.

Amira rió. McFarlane, mirando de soslayo, vio sus ojos brillando en la penumbra, y su pelo oscuro fundiéndose con la noche aterciopelada. Bajo aquella fachada de mujer de acción sin pelos en la lengua se escondía una personalidad compleja. Volvió a mirar el mar.

—Lo que tengo claro es que Rochefort y yo no vamos a ser íntimos.

—Ni usted ni nadie. Sólo es humano a medias.

—Como Glinn. Dudo que ese mée sin haber analizado todas las trayectorias posibles.

Silencio. McFarlane se dio cuenta de que el chiste no había caído bien.

—Respecto a Glinn —dijo Amira—, voy a contarle un par de cosas. Sólo ha tenido dos trabajos en toda su vida. Uno es Effective Engineering Solutions. El otro, el ejército.

Su tono hizo que McFarlane volviera a mirarla.

—Antes de montar EES, Glinn era especialista de inteligencia en las Fuerzas Especiales.

Interrogatorio de prisioneros, reconocimiento fotográfico, demolición submarina… Cosas así.

Era jefe de un equipo A. Había empezado en aviación, y luego había estado en los Rangers, pero su gran momento había sido el programa Phoenix de Vietnam.

—Muy interesante.

—Pues sí —Amira hablaba casi con rabia—. Destacaban en situaciones de guerra caliente. Por lo que me ha dicho Garza, mataban mucho y tenían pocas bajas: buen índice.

—¿Garza?

—Estaba a las órdenes de Glinn como especialista en ingeniería. Ahora construye, pero entonces destruía.

—¿Se lo ha contado todo Garza?

Amira vaciló.

—No, algunas cosas me las ha contado Eli.

—Y ¿qué pasó?

—Que se los cargaron cuando intentaban montar un puente en la frontera de Camboya. La información que tenían sobre las posiciones enemigas no era exacta. Eli perdió a todos sus hombres menos a Garza. —Amira metió la mano en el bolsillo, sacó un cacahuete y lo peló—. Ahora que dirige EES, Glinn se encarga personalmente de toda la información. Ya ve, Sam; me parece que no le ha calado bien.

—La veo muy informada.

De repente se enturbiaron los ojos de Amira, que se encogió de hombros y sonrió. El fuego de su mirada se apagó tan de repente como se había encendido.

—Qué vista más bonita —dijo, señalando el cabo May con la cabeza.

En el terciopelo nocturno titilaban las luces, último contacto con Norteamérica.

—Mucho —repuso McFarlane.

—¿Hacemos una apuesta sobre los kilómetros que hay?

McFarlane frunció el entrecejo.

—¿Qué?

—Propongo una apuesta sobre lo lejos que está el faro.

—Primero, que no me gustan las apuestas, y segundo, que seguro que tiene a punto alguna fórmula matemática.

—Acierta, acierta. —Amira peló unos cacahuetes más—. ¿Bueno, qué?

—¿Qué de qué?

—Ya hemos puesto rumbo al fin del mundo para llevarnos el pedrusco más grande de la historia. ¿Cómo lo ve, señor buscador de meteoritos? Y no me mienta.

—Lo veo… —empezó McFarlane, pero dejó la frase a medias para no sucumbir a la esperanza de que la segunda oportunidad (llovida del cielo, en realidad) sería la definitiva.

—Yo lo que veo —dijo ella— es que deberíamos ir bajando al comedor, porque si llegamos tarde seguro que el capitán nos pasa por la quilla. Y, siendo un buque cisterna, no sería ninguna broma.

Rolvaag
26 de junio, 0.55 h

Se apearon del ascensor en la cubierta del castillo de proa. Como estaban cinco pisos más cerca de los motores, McFarlane notaba una vibración grave e ininterrumpida. Era un simple rumor, pero que no se le iba de los oídos ni de los huesos.

—Por aquí —dijo Amira, haciéndole señas de que fueran por el pasillo azul y blanco.

McFarlane la siguió fijándose en todo. Antes de zarpar había estado casi recluido en los contenedores de cubierta, donde estaban los laboratorios; era, por lo tanto, el primer día que pasaba dentro de la superestructura. Los demás barcos en que había viajado se componían de espacios sobrecargados y claustrofóbicos, mientras que en el
Rolvaag
todo parecía construido a escala diferente: los pasillos eran anchos, y los camarotes y zonas comunitarias destacaban por su amplitud y su suelo de moqueta. Echó un vistazo por algunas puertas y vio una sala de proyecciones con pantalla grande donde cabían como mínimo cincuenta personas, así como una biblioteca con paredes de madera. A continuación doblaron una esquina, Amira abrió una puerta y penetraron en el comedor.

McFarlane se quedó de piedra. Había previsto encontrar el típico comedor anónimo de carguero, pero el
Rolvaag
volvía a sorprenderle. El comedor de oficiales era una sala espaciosa que recorría toda la popa de la cubierta del castillo de proa. Tenía ventanales con vistas a la estela que dejaba el buque hasta que devoraba su hervor la oscuridad. En la zona central había una docena de mesas redondas, cada una con ocho cubiertos, mantel limpio de hilo y flores frescas. Los camareros, que esperaban el momento de empezar a servir, llevaban perfectamente almidonado el uniforme. McFarlane tuvo miedo de ir mal vestido para la ocasión.

Ya había gente rondando por las mesas. A McFarlane le habían avisado de que habría un orden prefijado de comensales, al menos al principio, y de que él tendría que sentarse a la mesa del capitán. Miró por todas partes hasta ver a Glinn de pie al lado de la mesa que quedaba más cerca de las ventanas, y se acercó a él por el suelo de roble pulido.

Glinn estaba enfrascado en la lectura de un librito, pero al ver que se acercaban se apresuró a metérselo en el bolsillo. McFarlane tuvo el tiempo justo de leer el título:
Poesías selectas de W. H. Anden.
Hasta entonces no le había parecido que Glinn tuviera aspecto de lector de poesía. Quizá fuera verdad que le juzgaba mal.

—¡Cuánto lujo! —dijo contemplando la sala—. Sobre todo para un petrolero.

—No crea, es normalito —repuso Glinn—. En un barco tan grande ya no escasea el espacio. Son barcos que consumen tanto que casi nunca están parados en el puerto; es decir, que la tripulación pasa muchos meses a bordo sin poder bajar. Vale la pena que estén contentos.

Cada vez había más gente sentada, y más ruido en la sala. McFarlane observó a aquella mezcla de técnicos, oficiales de barco y especialistas de EES. Había ido todo tan deprisa que sólo reconocía a una docena de las setenta y pico personas que ocupaban el comedor.

De repente se hizo el silencio. McFarlane miró hacia la puerta, y en ese momento entró por ella Britton, la capitana del
Rolvaag.
Ya sabía que era una mujer, pero no se la esperaba tan joven (no podía pasar de los treinta y cinco) ni con tanto señorío. Llevaba un uniforme intachable: chaqueta de marino, botones de oro e inmaculada falda de oficial. En los hombros, bien torneados, llevaba barritas de oro. Se acercó a ellos con un paso mesurado donde, además de competencia, se leía algo más: quizá, pensó McFarlane, una voluntad de hierro.

La capitana ocupó su asiento, y se oyó el rumor de los demás comensales al seguir su ejemplo. Britton se quitó la gorra, dejando a la vista un moño rubio muy apretado, y la dejó en una mesita auxiliar que parecía servir exclusivamente para aquella función. McFarlane, atento, observó que su mirada acusaba el peso de más años de los que tenía.

Apareció un hombre uniformado y de pelo gris, que susurró algo al oído de la capitana. Era alto y delgado, con ojos oscuros y órbitas que todavía lo eran más. Britton asintió con la cabeza, y el hombre retrocedió entre miradas a los compañeros de mesa de su superior. A McFarlane, sus movimientos ágiles le recordaron los de un gran depredador.

Britton se refirió a él con la palma de la mano.

—Les presento al primer oficial del
Rolvaag,
Víctor Howell.

El hombre correspondió al murmullo de saludos con un gesto de la cabeza y se desplazó hacia su asiento, a la cabecera de una mesa próxima. Intervino Glinn con voz serena.

—¿Tengo permiso para acabar las presentaciones?

—Faltaría más —dijo la capitana.

Tenía una voz bien timbrada, sin acento.

—Le presento al especialista en meteoritos del museo Lloyd, el doctor Sam McFarlane.

La capitana estrechó la mano de McFarlane con la mesa de por medio. La suya era tibia, y el apretón recio.

—Sally Britton —dijo. Esta vez McFarlane le notó acento escocés—. Bienvenido a bordo, doctor McFarlane.

—La doctora Rachel Amira, la matemática de mi equipo —continuó Glinn, dando unos pasos más alrededor de la mesa—. Y Eugene Rochefort, ingeniero jefe.

Rochefort saludó con un gesto nervioso de la cabeza, inquietos los ojos, de una mirada inteligente y obsesiva. Llevaba un blazer azul cuyo principal defecto era ser de poliéster, material que reflejaba las luces del comedor. Su mirada recayó en McFarlane, pero se apartó enseguida. Se le veía incómodo.

—Les presento al doctor Patrick Brambell, el médico de a bordo. No es ni su primer viaje en barco ni el segundo.

Brambell dirigió a los comensales una sonrisa pilla y se inclinó a lo japonés. Era un hombrecillo de cierta edad, aspecto ladino y rasgos muy marcados. Tenía la frente muy ancha, cruzada por finas arrugas paralelas, los hombros estrechos y caídos y una cabeza con tan poco pelo como si fuera de porcelana.

—¿Ya ha sido médico de barco? —preguntó educadamente Britton.

—Procuro pisar tierra firme lo menos que puedo —dijo Brambell con ironía y acento irlandés.

Al mismo tiempo que asentía, Britton deslizó el aro de la servilleta y se la colocó en el regazo. Sus movimientos, sus dedos, su conversación, todo revelaba la misma economía de gestos, la misma inconsciente eficacia. McFarlane sospechó que su sangre fría y su elegancia tenían un componente defensivo. Al coger él su servilleta, vio que en medio de la mesa había un tarjetón en pie de plata con el menú impreso. Ponía: «Consomé Olga,
vindaloo
de cordero, pollo
a la lyonnaise,
tiramisú». Silbó entre dientes.

—¿No es de su gusto el menú, doctor McFarlane? —preguntó Britton.

—Al contrario. Me esperaba bocadillos de huevo y lechuga y un helado de pistacho.

—Aquí a bordo la buena cocina es tradición —dijo Britton—. El cocinero, que se llama Singh, es de los mejores que hay en servicio. Su padre cocinaba para el almirantazgo británico antes de la independencia de la India.

—Un buen
vindaloo
es el mejor recordatorio de que somos mortales —dijo Brambell.

—Cada cosa a su tiempo —dijo Amira, frotándose las manos y mirando alrededor—.

¿Dónde está el camarero del servicio de bar? Me muero de ganas de tomarme un coctelito.

—Para beber hay esto —dijo Glinn, señalando la botella abierta de Château Margaux que había al lado de las flores.

—No está mal, pero antes de cenar lo mejor es un martini bien seco con Bombay.

Incluido cuando se cena a medianoche.

Amira rió.

—Lo siento, Rachel —dijo Glinn—, pero a bordo del barco están prohibidas las bebidas espiritosas.

Amira le miró.

—¿Bebidas espiritosas? —repitió con una risita—. Es la primera vez que te lo oigo, Glinn. ¿Has entrado en la Liga Cristiana de Mujeres Abstemias?

Glinn continuó sin acusar el golpe.

—El capitán deja beber una copa de vino antes o después de la cena. Están prohibidas las bebidas de alta graduación.

Fue como si se encendiera una bombilla sobre la cabeza de Amira. La expresión pasó de chistosa a sonrojada. Lanzó una mirada rápida a la capitana.

—Ah… —dijo.

McFarlane siguió la dirección de la mirada y vio que la cara de Britton se había puesto un poco blanca, dentro de lo morena que estaba.

Glinn siguió mirando a Amira, que se ponía cada vez más ruborosa.

—Yo creo que te compensará la calidad del burdeos.

Amira se quedó callada. Se notaba que estaba pasando mucha vergüenza. Britton cogió la botella y sirvió una copa a todos los comensales menos a sí misma. McFarlane pensó que el misterio ya no iba a desvelarse. Tomó nota mentalmente para preguntárselo a Amira en algún otro momento.

El ruido de las conversaciones de las otras mesas volvió a aumentar, poniendo remedio a un silencio breve e incómodo. Manuel Garza, en la de al lado, usaba una de sus dos manazas para untar de mantequilla una rebanada de pan, mientras se partía de risa por un chiste.

—¿Cómo es llevar un barco así de grande? —preguntó McFarlane.

No lo preguntaba sólo por educación. Britton tenía algo que le intrigaba, y quería ver qué había debajo de aquella superficie tan atractiva y perfecta.

Britton tomó una cucharada de consomé.

—Estos petroleros nuevos casi puede decirse que se pilotan solos. Yo lo que hago es coordinar a la tripulación y servir de mediadora. A estos barcos hay tres cosas que no les gustan: las aguas poco profundas, hacer maniobras y las sorpresas. —Bajó la cuchara—. Mi trabajo es procurar que no encontremos ninguna de las tres.

—¿Y no está incómoda con esto de ser capitana de… de un cacharro que se cae a trozos?

Britton respondió con comedimiento.

—En el mar hay cosas que son normales. El barco tampoco va a quedarse siempre así.

En el viaje de vuelta, pienso hacer limpieza a fondo con toda la tripulación que quede libre.

Se volvió hacia Glinn.

—Ya que sale el tema, quería pedirle un favor. Esta expedición es… digamos que peculiar, y la tripulación ya hace comentarios.

Glinn asintió.

—Claro, claro. Mañana, si me los reúne, les diré unas palabras.

Britton expresó su aprobación con un gesto de la cabeza. Entonces volvió el camarero y cambió los platos con gran pericia, haciendo que flotara por toda la mesa el aroma del curry y el tamarindo. McFarlane pinchó un trozo de
vindaloo,
pero se dio cuenta uno o dos segundos demasiado tarde de que debía de ser el plato más picante que había probado en toda su vida.

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