Read Los Caballeros de Takhisis Online

Authors: Margaret Weys & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Takhisis (10 page)

BOOK: Los Caballeros de Takhisis
11.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero a Brightblade no le molestaba esto, del mismo modo que a su comandante no le importaba que lo hubieran puesto a cargo de la ceremonia del entierro. Era parte de la disciplina de los Caballeros de Takhisis el servir a su Oscura Majestad en cualquier cometido y hacerlo para su mayor gloria.

A mitad de camino de la playa, Brightblade tuvo que parar y preguntar dónde habían instalado su cuartel general los Caballeros Grises, los Caballeros de la Espina. Lo alegró saber que habían buscado refugio en una arboleda.

—Debería haberlo imaginado —se dijo, con una leve sonrisa—. Todavía no he conocido a un hechicero que no aproveche todas las comodidades que pueda procurarse.

Brightblade dejó atrás la abarrotada, calurosa y ruidosa playa y entró en la relativa frescura que daba la sombra de los árboles. El ruido disminuyó, al igual que el calor. Se detuvo un momento para disfrutar del frescor y la quietud, y después siguió su camino, ansioso de cumplir la misión encomendada y marcharse de aquel sitio, por muy fresco y acogedor que fuera. Ahora empezaba a experimentar la acostumbrada sensación de intranquilidad y desasosiego que sienten todos aquellos que no están dotados con el don de la magia cuando se encuentran cerca de los que sí lo tienen.

Encontró a los Caballeros de la Espina a cierta distancia de la playa, en una pinada de altos árboles. En el suelo había varios baúles de madera grandes, tallados con intrincados símbolos arcanos. Unos aprendices repasaban el contenido de estos baúles e iban haciendo marcas en la lista de objetos reseñados en hojas de pergamino. El caballero dio un rodeo para no pasar cerca de los baúles. Los olores que salían de ellos eran repulsivos; se preguntó cómo podían aguantarlo los aprendices, pero supuso que acababan acostumbrándose con el tiempo. Los Caballeros de la Espina transportaban siempre sus equipos.

Hizo una mueca al sentir un hedor particularmente repugnante que emanaba de uno de los baúles. Una rápida ojeada le descubrió objetos putrefactos y hediondos que más valía no identificar. Apartó los ojos con asco y buscó su objetivo. A través de las sombras de los pinos, vio un parche blanco que brillaba bajo un rayo de sol, aunque parcialmente oscurecido con gris. Brightblade no era especialmente imaginativo, pero le recordó unas blancas y esponjosas nubes rebasadas por el gris de la tormenta. Lo interpretó como un buen augurio. Se aproximó con timidez a la cabecilla de la orden, una poderosa hechicera que ostentaba el alto rango de Señora de la Noche.

—Señora, se presenta el caballero guerrero Steel Brightblade —saludó—. He sido enviado por el subcomandante caballero Trevalin con la petición de que vuestro prisionero, el mago Túnica Blanca, sea llevado a su presencia. Lord Trevalin necesita que el prisionero identifique los cuerpos de los muertos para que puedan ser enterrados con honor. Así como —añadió en voz baja, para que no le oyeran otros— para verificar su número.

A Trevalin le gustaría saber si algún Caballero de Solamnia había escapado, uno que podía estar emboscado, quizá con la esperanza de cazar a un cabecilla.

La Señora de la Noche a la que se había dirigido no devolvió el saludo al caballero ni pareció complacida con su requerimiento. Lillith, una mujer mayor, quizá cerca de los cincuenta, había sido en otros tiempos una Túnica Negra, pero había cambiado su lealtad cuando se le presentó la oportunidad. Como Caballero de la Espina, ahora estaba considerada como una renegada por los otros hechiceros de Ansalon, incluidos aquellos que vestían túnicas negras. Esto podría parecer desconcertante a algunos, puesto que los hechiceros de una y otra organización servían a la Reina Oscura. Pero los Túnicas Negras servían primero a Lunitari, dios de la magia negra, y a su madre, Takhisis, en segundo lugar. Los Caballeros de la Espina servían a la Reina Oscura única y exclusivamente.

La Señora de la Noche miró fijamente a Steel Brightblade.

—¿Por qué Trevalin te envió a ti?

—Señora —contestó Brightblade, poniendo gran cuidado en no demostrar su irritación ante este interrogatorio que no venía a cuento—, era el único que estaba disponible en ese momento.

La Señora de la Noche frunció el ceño, con lo que se hizo más profunda la arruga que tenía entre las cejas.

—Vuelve con el subcomandante Trevalin y dile que envíe a otro.

—Disculpad, señora, pero mis órdenes vienen del subcomandante Trevalin —replicó Brightblade—. Si deseáis que las revoque, entonces debéis pedírselo a él directamente. Yo permaneceré aquí hasta que hayáis conferenciado con mi oficial al mando.

El ceño de la Señora de la Noche se hizo más profundo, pero estaba atrapada en las complejidades del protocolo. Para cambiar las órdenes de Steel tendría que enviar a uno de sus propios aprendices a través de toda la playa para hablar con Trevalin. Seguramente no se conseguiría nada con el paseo, ya que Trevalin andaba corto de hombres disponibles y no enviaría a otro caballero para hacer lo que éste podía hacer sin más problemas.

—Debe de ser voluntad de su Oscura Majestad —musitó la Señora de la Noche mientras observaba a Steel con sus ojos de color verde, de mirada penetrante—. Bien, pues, que así sea. Doy mi consentimiento. El mago que buscas está allí.

Steel no tenía idea de a qué venía toda esta conversación y tampoco sentía el menor deseo de preguntar.

—¿Para qué quiere Trevalin al mago? —preguntó la Señora de la Noche.

—Lo necesita —repitió Steel, exhortándose a tener paciencia— para identificar los cadáveres. El Túnica Blanca es el único superviviente.

Al oír esto, el prisionero levantó la cabeza. Su semblante se demudó hasta el punto de quedarse tan lívido como los cadáveres que estaban tendidos en la arena. El Túnica Blanca se incorporó de un salto, con el consiguiente sobresalto de aquellos a quienes les habían asignado su vigilancia.

—¡No, todos no! —gritó con voz quebrada—. ¡No puede ser!

Steel Brightblade hizo un saludo respetuoso aunque solemne, como le había sido enseñado: «Trata a las personas de todo rango, condición y educación con respeto, incluso si son enemigos. Sobre todo si son enemigos. Respeta siempre al enemigo; así jamás lo subestimarás».

—Creemos que así es, señor mago, aunque no podemos saberlo con seguridad. Planeamos enterrar a los muertos con honor, poner sus nombres en la tumba, y eres el único que puede identificarlos.

—Llévame hasta ellos —instó el joven mago.

Su rostro estaba rojo como si tuviera fiebre. Tenía la túnica salpicada de manchas de sangre, algunas de las cuales debían de ser de la suya propia. En un lado de la cabeza tenía un feo corte y estaba amoratado. Lo habían despojado de sus bolsas y saquillos, que estaban en el suelo, a un lado. Algún infortunado aprendiz los examinaría, arriesgándose a ser quemado —o algo peor— por los objetos arcanos que, debido a su propensión al Bien, sólo un Túnica Blanca podía usar.

Tales objetos no tendrían una utilidad inmediata para un Caballero Gris, pues, a despecho de la habilidad de los Caballeros de la Espina para extraer magia de las tres lunas, blanca, negra y roja, cada hechizo conoce la suya propia y a menudo reacciona violentamente ante la presencia de su antagonista. Un Caballero de la Espina probablemente podría utilizar un artefacto dedicado a Solinari, pero sólo después de largas horas de un estudio intenso y disciplinado. Los componentes de hechizos del Túnica Blanca y otros objetos capturados serían guardados a buen recaudo para ser estudiados, y, después, los que no pudieran ser usados con seguridad quizá se trocaran por artefactos arcanos de más valor —y menos peligro— para los Caballeros de la Espina.

Sin embargo, a Brightblade no le pasó por alto el hecho de que el Túnica Blanca conservaba consigo un bastón. Hecho de madera, el cayado estaba rematado por la garra dorada de un dragón que aferraba un cristal tallado con múltiples facetas. El caballero sabía lo suficiente acerca de lo arcano para que no le cupiera la menor duda de que este bastón era mágico y seguramente de gran valor. Se preguntó por qué se le había permitido al Túnica Blanca conservarlo en su poder.

—Supongo que el mago puede irse —dijo la Señora de la Noche con descortesía y de mala gana—, pero sólo si lo acompaño yo.

—Por supuesto, señora.

Brightblade hizo cuanto estuvo en su mano para disimular su consternación. Este Túnica Blanca no podía pertenecer a un nivel muy alto, ya que era demasiado joven. Además, ningún Túnica Blanca de rango alto habría permitido que lo cogieran prisionero. Aun así, Lillith —cabeza de la orden de los Caballeros de la Espina— trataba a este joven con la precaución con que habría tratado, por ejemplo, a lord Dalamar, renombrado señor de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.

El Túnica Blanca se movió débilmente, apoyando todo el peso en su bastón. Su rostro estaba macilento por el dolor y la angustia. Se encogía de dolor con cada paso, mordiéndose el labio para no gritar. Avanzaba casi a rastras, a paso de gully. Les llevaría el resto del día y parte de la noche llegar a donde estaban los cadáveres, caminando a este paso. Al subcomandante Trevalin no le haría mucha gracia el retraso.

Steel miró a la Señora de la Noche. El mago era su prisionero y por lo tanto era ella la que tenía que ofrecerle ayuda. La Señora de la Noche los observaba a ambos con una expresión de desagrado mezclado —cosa rara— con curiosidad, como si estuviera esperando ver qué haría Steel en esta situación. Actuaría del modo en que le habían enseñado a hacerlo: con honor. Si a la Señora de la Noche no le hacía gracia...

—Apóyate en mi brazo, señor mago —ofreció Steel Brightblade. Hablaba con frialdad, desapasionadamente, pero con respeto—. Te será más fácil caminar así.

El Túnica Blanca levantó la cabeza y miró con una expresión de sorpresa que enseguida se endureció y dio paso a otra de cauta desconfianza.

—¿Qué truco es éste?

—Ninguno, señor. Tienes dolores y obviamente te resulta dificultoso caminar. Me estoy ofreciendo a ayudarte, señor.

—Pero... —El semblante del Túnica Blanca se contrajo en un gesto perplejo—. Eres uno de... los de ella.

—Si lo que quieres decir es que soy un servidor de la Reina Oscura, Takhisis, entonces estás en lo cierto —contestó Steel Brightblade, circunspecto—. Le pertenezco en cuerpo y alma, pero eso no significa que no sea un hombre de honor a quien complace descubrirse ante la valentía y el coraje cuando los ve. Te pido, señor, que aceptes mi brazo. El camino es largo, y me he dado cuenta de que estás herido.

El joven mago miró con desconfianza a la Señora de la Noche, como si pensara que lo desaprobaría. Si era así, no dijo nada, y su rostro era una máscara inexpresiva.

Vacilante, obviamente temeroso todavía de algún propósito perverso en la actitud de su enemigo, el Túnica Blanca aceptó la ayuda del caballero negro. Saltaba a la vista que esperaba que lo arrojara al suelo, lo pateara y lo golpeara. Cuando no ocurrió tal cosa, pareció sorprendido... y quizá decepcionado.

El joven mago caminó con más facilidad y más rapidez con la ayuda de Steel. Poco después, los dos salían de las frescas sombras de los árboles al ardiente sol. A la vista del grupo de desembarco, el semblante del Túnica Blanca reflejó asombro y consternación.

—Cuántas tropas... —exclamó suavemente para sí mismo.

—No es deshonroso que tu pequeño grupo cayera derrotado —observó Steel—. Os superábamos mucho en número.

—Aun así... —El Túnica Blanca habló con los dientes apretados para contener el dolor—. Si yo hubiese sido más poderoso... —Cerró los ojos y se tambaleó como si estuviera a punto de desmayarse.

El caballero sostuvo al debilitado mago. Echó una ojeada hacia atrás, por encima del hombro.

—¿Por qué los sanadores, los Caballeros de la Calavera, no lo han atendido, Señora de la Noche?

—Rechazó su asistencia —contestó con indiferencia la mujer—. En cualquier caso, al ser servidores de su Oscura Majestad, tal vez nuestros sanadores no habrían podido hacer nada por él.

Brightblade no tenía respuesta para este razonamiento. Apenas conocía los procedimientos de los clérigos oscuros, pero sí sabía cómo atender heridas de un campo de batalla, habiendo sufrido unas cuantas él mismo.

—Te daré una receta que tengo para hacer un emplasto —prometió al tiempo que ayudaba al mago a seguir caminando—. Mi madre... —Calló un instante y luego se corrigió:— La mujer que me crió me enseñó cómo hacerlo. Las hierbas son fáciles de encontrar. ¿Tienes la herida en un costado?

El joven mago asintió con un cabeceo mientras se apretaba con la mano la caja torácica. El paño blanco de la túnica del mago estaba empapado de sangre y se había pegado a la herida. Probablemente lo mejor sería dejar la tela sin tocar, ya que mantenía restañada la herida.

—Fue con una lanza —contestó el mago—. Un tiro oblicuo. Mi hermano...

Enmudeció y no dijo lo que quiera que iba a decir.

»Ah, así que eso es», razonó Steel. «Por eso es por lo que los Caballeros de Solamnia llevaban un mago con ellos. Un hermano que lucha con la espada y el otro con el cayado. Y por eso también está tan ansioso de ver a los que han muerto. Espera no encontrarlo entre ellos, pero en su corazón tiene que saber lo que va a encontrar. ¿Debería decirle algo para prevenirlo? No, quizá nos revele alguna información inadvertidamente que nos sirva de ayuda.»

Steel no estaba siendo cruel. Simplemente, no entendía la evidente ansiedad del joven mago por la suerte de su hermano. Sin duda, un Caballero de Solamnia esperaría la muerte en batalla, e incluso le daría la bienvenida. Un familiar de alguien muerto con honor debería sentirse orgulloso, no afligido por la pena.

Claro que el mago era joven, reflexionó Brightblade. Tal vez ésta fuera su primera batalla. Eso explicaría muchas cosas.

El caballero y su prisionero continuaron caminando por la abarrotada playa, recibiendo a su paso algunas miradas de curiosidad. Nadie les dijo nada, sin embargo. La Señora de la Noche iba detrás de ellos; sus ojos de color verde no se apartaron ni un instante de los dos. Steel habría jurado que sentía la feroz intensidad de aquella mirada quemándolo a través de la gruesa placa metálica de su peto.

El sol, de un color rojo intenso, había salido del todo para cuando llegaron al lugar de la batalla, donde los cuerpos de los muertos estaban colocados. El amanecer había sido espectacular, un feroz despliegue de fuertes rojos y alegres púrpuras, como si el astro estuviera haciendo alarde de su poder por encima de un mundo seco y agostado. Hoy sería un día abrasador. Ni siquiera la noche traería un poco de alivio. El calor irradiaría hacia arriba desde la arena, cubriendo como una manta sofocante a los que intentaran dormir sobre ella. Esta noche, el descanso llegaría sólo a aquellos que estuvieran demasiado exhaustos para notarlo.

BOOK: Los Caballeros de Takhisis
11.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Postmark Murder by Mignon G. Eberhart
Banished Worlds by Grant Workman, Mary Workman
The Maverick Prince by Catherine Mann
Tournament of Losers by Megan Derr
Hard Frost by R. D. Wingfield
Private Life by Josep Maria de Sagarra