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Authors: Margaret Weys & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Takhisis (46 page)

BOOK: Los Caballeros de Takhisis
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—¡Anda, pero si es un enano! —exclamó Usha con alivio.

—¡Muérdete la lengua! —gruñó Dougan—. Es un gully, así que no hagas comparaciones —añadió con gesto estirado.

—Pero si... Quiero decir que él... —Dio por sentado que era un varón, aunque no podía asegurarse por sus ropas andrajosas— ...se parece... —Estuvo a punto de decir «a ti», pero una mirada feroz de Dougan la hizo rectificar—. A... un enano —terminó sin convicción.

Dougan, evidentemente indignado, no respondió. Se volvió hacia el gully.

—Quiero ver a Lin. Di a Lin que Dougan Martillo Rojo está aquí y que no quiero que me haga esperar. Di a Lin que tengo algo para él que puede interesarle.

El gully echó a andar para llevar el recado en tres ocasiones distintas —cada vez que Dougan terminaba una frase— y las tres tuvo que frenarse y darse media vuelta para escuchar lo que decía Dougan.

—¡Alto! —gritó de repente el gully—. Yo, mareo. —Realmente parecía estar con náuseas.

Usha también empezaba a sentir revuelto el estómago, pero era por el olor.

—Mí no siente bien —dijo el gully con voz ahogada—. Siente como ganas «gomitar».

—¡No, no! —gritó Dougan al tiempo que retrocedía a una distancia segura—. Anda, descansa y tranquilízate. Buen chico.

—«Gomitar» no estar mal —argumentó el gully con expresión animada—. Si comida buena cuando entrar, también buena cuando salir.

—Ve a buscar a Lin, gusano —ordenó Dougan, que se enjugaba el sudor de la cara con el pañuelo. El calor en el cerrado callejón era agobiante.

—¿Quién es Lin? —preguntó Usha mientras el gully se alejaba trotando obedientemente.

—Su nombre completo el Linchado Geoffrey —respondió Dougan en voz baja—. Es el jefe de gremio.

—Qué nombre tan raro —susurró la joven—. ¿Por qué se llama así?

—Porque lo fue.

—¿Fue qué?

—Linchado. No hagas ningún comentario acerca de la quemadura de la soga en su cuello. Es muy susceptible respecto a eso.

Usha sentía curiosidad por saber cómo un hombre que ha sido linchado todavía andaba por ahí vivito y coleando. Estaba a punto de preguntar cuando Linchado Geoffrey apareció en la puerta. Era alto y delgado, con manos grandes y finas, dedos largos que estaban en constante movimiento, ya fuera chasqueando, enlazándose, meneándose o agitándose. Un diestro carterista de quien se contaba que en cierta ocasión había robado una camisa de seda a un noble sin rozar la casaca, Lin sostenía que estos ejercicios mantenían flexibles sus dedos. Una gruesa cicatriz de un fuerte color rojo le rodeaba el cuello. Tenía un rostro vulgar, y su único rasgo interesante era la cicatriz.

—¿Qué miras, muchacha? —demandó Lin, molesto.

—N... nada, señor —tartamudeó Usha, obligándose a retirar la vista de la cicatriz y fijarla en los ojos del hombre, que eran pequeños, semejantes a los de una comadreja.

Lin gruñó, poco convencido, y se volvió hacia Dougan.

—¿Dónde has estado metido, viejo amigo? Estuvimos hablando de ti el otro día. Nos habrías venido bien para echarnos una mano con un trabajito de abrir un túnel. A vosotros, los enanos, se os da bien ese tipo de cosas.

—Sí, bueno, he estado ocupado con otros asuntos —rezongó Dougan, que parecía ofendido por el tono desdeñoso con que el hombre había dicho lo de «vosotros, los enanos», pero se tragó la cólera—. Bien, vamos a lo que nos interesa. Mi joven amiga —señaló a Usha— acaba de llegar a la ciudad. Necesita un sitio donde dormir.

—Esto no es una casa de huéspedes —dijo Lin al tiempo que ponía la mano en la puerta y empezaba a cerrarla.

Dougan interpuso un pie en el camino de la puerta y empujó.

—Si me hubieras dejado acabar, Lin, viejo amigo, estaba a punto de decir que la chica necesita un medio de vida. Le hace falta un poco de adiestramiento en el arte, y estoy dispuesto a pagar lo que cueste su enseñanza —añadió el enano, huraño.

Lin volvió a abrir la puerta. Observó intensamente a Usha, a quien no le gustó la forma en que la miraba, como si la estuviera despojando no sólo de la ropa, sino también de la piel. Un fuerte rubor cubrió sus mejillas. No le gustaba ni este sitio ni este hombre odioso, con esas manos, que parecían arañas reptantes. No estaba segura de querer aprender lo que le pudiera enseñar. Estaba a punto de despedirse de todos cuando, al echar un vistazo hacia atrás, a la salida del callejón, vio que había un mago vestido de negro.

Había muchos Túnicas Negras en Palanthas, y no pocos de ellos tenían tratos con la gente del almacén, pero al instante Usha dio por sentado que era Dalamar.

El mago estaba plantado en la salida del callejón. Su cabeza, cubierta con la capucha, giraba a uno y otro lado, como si estuviera buscando a alguien. El callejón, al final del cual se encontraban el enano y ella, era largo y estaba sumido en sombras. A lo mejor aún no la había visto.

Usha se adelantó inesperadamente, agarró a Lin Geoffrey la mano y se la estrechó con tanta energía que estuvo a punto de arrancársela.

—Encantada de conocerte —dijo con fingido entusiasmo—. No regatearé esfuerzos. Soy buena trabajadora. —Se deslizó entre el hombre y la jamba y se metió en la oscuridad del almacén, inhalando el aire maloliente con alivio.

El enano y el ladrón parecían desconcertados por su entusiasmo.

—Se mueve con rapidez, eso tengo que admitirlo —comentó Lin. Sacudió la mano—. Y también agarra con fuerza y firmeza.

Dougan sacó una bolsa de dinero de su ancho cinturón y la sostuvo en la mano, como sopesándola.

—Hecho —dijo el ladrón, que invitó amablemente a Dougan a pasar—. Bien, ¿cómo te llamas, muchacha?

—Mi nombre es Usha —contestó al tiempo que miraba a su alrededor con curiosidad.

El interior del almacén era cavernoso. Parte del suelo estaba ocupado con mesas y sillas, de manera que recordaba la sala de una posada. En las paredes había antorchas encendidas y sobre las mesas ardían gruesas velas. Había gente sentada alrededor de las mesas, bebiendo, comiendo, jugando, charlando o durmiendo. Estaban representadas todas las edades y razas de Ansalon. Puede que el Gremio de Ladrones tuviera sus faltas, pero el prejuicio no era una de ellas. Dos humanos estaban sentados y bebiendo en buena armonía con tres elfos. Un enano jugaba a los dados con un ogro. Un goblin y un kender competían a ver quién aguantaba más bebiendo. Una hechicera Túnica Roja sostenía una acalorada discusión acerca de Sargonnas con un minotauro. Había niños corriendo entre las mesas, entretenidos en juegos de peleas y persecuciones. El resto del almacén se perdía en las sombras, por lo que Usha no alcanzó a ver qué había.

Nadie la miró. Nadie le prestó la menor atención. Pensando que no vendría mal impresionar a su futuro patrón, añadió:

—Mi nombre completo es Usha Majere. Soy hija de Raistlin.

—Sí —dijo Lin Geoffrey—. Y yo soy su madre. —Escupió en el suelo.

Usha lo miró fijamente, desconcertada.

—Perdón, ¿qué has dicho?

—¡La hija de Raistlin! —El ladrón soltó una risotada desagradable—. Es lo que dicen todas. Me vinieron tres el año pasado, afirmando eso mismo. —Su voz se endureció y sus ojos de comadreja se tornaron fríos, incisivos—. ¿Quién eres en realidad? ¿Una espía? —En un visto y no visto, una daga apareció en su mano—. Aquí nos ocupamos de los espías rápidamente, ¿verdad, hermanos?

Los otros miembros del gremio se pusieron de pie. De las botas salieron dagas, y las espadas de sus vainas. Palabras de conjuros y plegarias entonadas crepitaron en el aire, acompañadas por el extraño zumbido de una jupak girando.

Usha retrocedió a trompicones hasta chocar en la puerta cerrada y atrancada. Dougan interpuso su corpulenta persona entre la muchacha y el jefe del gremio. El enano levantó la bolsa de dinero.

—Me conoces, Lin Geoffrey. ¿Es que piensas que iba a traer aquí a una espía? Así que la chica afirma ser hija de Raistlin Majere —Dougan parecía algo nervioso por esta posibilidad y miraba a Usha por el rabillo del ojo, pero continuó animosamente:— ¿Quién puede decir lo contrario? ¿Cuántos de vosotros —dirigió una mirada ceñuda, de censura, a todos los reunidos— podéis afirmar bajo juramento quién fue vuestro padre?

Por los murmullos y los asentimientos de cabeza que se produjeron a su alrededor, la mayoría parecía considerar el argumento del enano válido. La abultada bolsa de dinero, con su agradable tintineo de monedas de acero, añadía peso a su razonamiento.

—Lo siento si me he precipitado un poco, muchacha —dijo Lin, y la daga desapareció de su mano de manera tan rápida y misteriosa como había aparecido—. Soy muy susceptible y tengo un temperamento muy nervioso. —Se volvió hacia Dougan—. La tomaremos de aprendiza, en las condiciones habituales. ¿Para qué quieres que se la adiestre?

—Para un trabajo especial —contestó Dougan evasivamente.

—¿Qué tipo de trabajo, enano? —Lin había fruncido el entrecejo.

—Eso es algo que no te hace falta saber —replicó con brusquedad Dougan—. Te estoy pagando para que la adiestres. No hay más que hablar.

Lin no se habría mostrado tan dispuesto a ceder si la bolsa de dinero no hubiera abultado tanto, pero en este caso se limitó a contestar, ceñudo:

—Al gremio le corresponde su parte, no lo olvides.

Dougan miró a la gente que estaba a su alrededor, observando. Sobre todo se fijó en los niños. Su expresión severa se suavizó. Se quitó el sombrero con su elegante pluma y lo sostuvo sobre su pecho, como si estuviera haciendo un juramento.

—Si tenemos éxito, todos vosotros participaréis, os lo prometo. Si fracasamos, no habrá reproches para nadie. —Suspiró, y por un instante pareció abatido.

Lin cogió la bolsa del dinero con destreza.

—Tenemos un trato —dijo—. ¿Qué le enseñamos? ¿Mangar? ¿Sablear? ¿Timar? ¿Manejo de ganzúas? ¿Servir de cebo?

Dougan y él hicieron un aparte en un rincón y enseguida entablaron una conversación reservada.

Usha encontró una silla y una mesa vacía y tomó asiento. Un niño harapiento le trajo un plato de estofado y una jarra de cerveza. La muchacha comió con apetito. Sólo había una sombra que enturbiaba su bienestar: la preocupación por la suerte corrida por Palin. Pero el corazón de la juventud siempre es optimista, sobre todo cuando ese corazón ha experimentado las primeras congojas dolorosamente dulces del amor.

»Los dioses no habrían hecho que nos encontráramos si tuvieran intención de separarnos de manera tan cruel», pensaba Usha con un convencimiento tan firme que decía mucho en favor de su fe, ya que no de su conocimiento de la cruda realidad.

Recién comida, Usha se sentía relajada y contenta con la nueva situación. A pesar de la forma grosera de hablar de esta gente, a pesar de su extraña y siniestra apariencia, Usha ya no les tenía miedo.

No había entendido muy bien lo que iban a enseñarle, pero habían hablado de servir de cebo, de timar —que debía de estar relacionado con timones—, y de ganzúas, que sin duda serían una especie de anzuelos.

Estas personas se dedicaban a la pesca, naturalmente.

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