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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

Las luces de septiembre (4 page)

BOOK: Las luces de septiembre
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Mientras se vestía, Irene trató de dilucidar el aspecto de aquella persona a través de su voz. Desde pequeña, éste había sido uno de sus pasatiempos predilectos. Escuchar una voz con los ojos cerrados y tratar de imaginar a quién pertenecía: determinar su estatura, su peso, su rostro, su carácter…

Esta vez su instinto dibujaba una mujer joven, de poca estatura, nerviosa y saltarina, morena y probablemente de ojos oscuros. Con tal retrato en mente, decidió bajar al piso inferior con dos objetivos: saciar su apetito matutino con un buen desayuno y, lo más importante, saciar su curiosidad respecto a la dueña de aquella voz.

Tan pronto puso los pies en la sala de la planta baja, comprobó que sólo había cometido un error: los cabellos de la muchacha eran pajizos. El resto, clavado en la diana. Así fue como Irene conoció a la pintoresca y dicharachera Hannah; por puro oído.

Simone Sauvelle hizo lo posible por corresponder con un delicioso desayuno a la cena que la noche anterior Hannah les había dejado preparada para su encuentro con Lazarus Jann. La joven devoraba la comida a una velocidad todavía mayor de la que empleaba al hablar. El torrente de anécdotas, chismes e historias de todo tipo acerca del pueblo y sus habitantes, que desgranaba con celeridad, hizo que a los pocos minutos de disfrutar de su compañía Simone e Irene tuviesen la sensación de conocerla de toda la vida.

Entre tostada y tostada, Hannah les resumió su biografía en fascículos acelerados. Cumpliría los dieciséis en noviembre; sus padres tenían una casa en el pueblo: él, pescador, y ella, panadera; con ellos vivía también su primo Ismael, que había perdido a sus padres años atrás y que ayudada a su tío, o sea, a su padre, en el barco. Ya no iba a la escuela porque la arpía de Jeanne Brau, rectora del colegio público, la tenía catalogada como lerda y de pocas luces. Con todo, Ismael le estaba enseñando a leer, y su conocimiento de las tablas de multiplicar mejoraba por semanas. Adoraba el color amarillo y coleccionaba conchas que recogía en la Playa del Inglés. Su pasatiempo predilecto era escuchar seriales radiofónicos y asistir a los bailes de verano en la plaza mayor, cuando bandas itinerantes acudían al pueblo. No usaba perfume, pero le gustaban las barras de labios…

Escuchar a Hannah era una experiencia a medio camino entre la diversión y el agotamiento. Tras pulverizar su desayuno y todo lo que Irene no pudo acabar del suyo, Hannah detuvo su discurso por unos segundos. El silencio que se formó en la casa pareció sobrenatural. Pero duró poco, por supuesto.

—¿Qué tal si damos un paseo las dos y te enseño el pueblo? —preguntó Hannah, súbitamente entusiasmada ante la perspectiva de hacer de guía de Bahía Azul.

Irene y su madre intercambiaron una mirada.

—Me encantaría —respondió finalmente la joven.

Una sonrisa de oreja a oreja cruzó el rostro de Hannah.

—No se preocupe, madame Sauvelle. Se la devolveré sana y salva.

De este modo, Irene y su nueva amiga salieron disparadas por la puerta rumbo a la Playa del Inglés, mientras la calma regresaba lentamente a la Casa del Cabo. Simone tomó su taza de café y salió al porche a saborear la tranquilidad de aquella mañana. Dorian la saludó desde los acantilados.

Simone le devolvió el saludo. Curioso muchacho. Siempre solo. No parecía interesado en hacer amigos o no sabía cómo hacerlos. Perdido en su mundo y sus cuadernos, sólo el cielo sabía qué pensamientos ocupaban su mente. Apurando su café, Simone echó un último vistazo a Hannah y a su hija camino del pueblo. Hannah seguía parloteando incansablemente. Unos tanto y otros tan poco.

La educación de la familia Sauvelle en los misterios y las sutilezas de la vida en un pequeño pueblo costero ocupó la mayor parte de aquel primer mes de julio en Bahía Azul. La primera fase, de choque cultural y desconcierto, duró una semana larga. Durante esos días, la familia descubrió que, a excepción del sistema métrico decimal, los usos, normas y peculiaridades de Bahía Azul no tenían nada que ver con los de París. En primer lugar estaba el tema del horario. En París no sería aventurado afirmar que por cada mil habitantes podían encontrarse otros tantos miles de relojes, tiranos que organizaban la vida con capricho militar. En Bahía Azul, sin embargo, no había más hora que la del sol. Ni más coches que el del doctor Giraud, el de la gendarmería y el de Lazarus. Ni más… La sucesión de contrastes era infinita. Y en el fondo, las diferencias no radicaban en los números, sino en los hábitos.

París era una ciudad de desconocidos, un lugar donde era posible vivir durante años sin conocer el nombre de la persona que vivía al otro lado del rellano. En Bahía Azul, en cambio, era imposible estornudar o rascarse la punta de la nariz sin que el acontecimiento tuviese amplia cobertura y repercusión en toda la comunidad. Ése era un pueblo donde los resfriados eran noticia y donde las noticias eran más contagiosas que los resfriados. No había diario local, ni falta que hacía.

Fue misión de Hannah la de instruirlos en la vida, historia y milagros de la comunidad. La velocidad vertiginosa con que la muchacha ametrallaba las palabras consiguió comprimir en unas cuantas sesiones repartidas suficiente información y chismes como para volver a escribir la enciclopedia de corrido y del derecho. Supieron así que Laurent Savant, el párroco local, organizaba campeonatos de inmersión y carreras de maratón, y que además de tartamudear en sus sermones sobre la holgazanería y la falta de ejercicio, había recorrido más millas en su bicicleta que Marco Polo. Supieron también que el concejo local se reunía los martes y los jueves a la una del mediodía para discutir los asuntos municipales, durante los que Ernest Dijon, alcalde virtualmente vitalicio cuya edad desafiaba a la de Matusalén, se entretenía en pellizcar con picardía los cojines de su butaca bajo la mesa, con el convencimiento de que exploraba el fornido muslo de Antoinette Fabré, tesorera del ayuntamiento y soltera feroz como pocas.

Hannah los acribillaba con una media de doce historias de este calibre por minuto. Esto no era ajeno al hecho de que su madre, Elisabet, trabajara en la panadería local, que hacía las veces de agencia de información, servicio de espionaje y gabinete de consultas sentimentales de Bahía Azul.

Los Sauvelle no tardaron en comprender que la economía del pueblo se decantaba hacia una versión peculiar del capitalismo parisino. El horno vendía barras de pan, aparentemente, pero la era de la información ya había empezado en la trastienda. Monsieur Safont, el zapatero, arreglaba correas, cremalleras y suelas, pero su fuerte y el gancho para sus clientes era su doble vida como astrólogo y sus cartas astrales…

El esquema se repetía una y otra vez. La vida parecía tranquila y sencilla, pero al mismo tiempo tenía más dobleces que un visillo bizantino. La clave estaba en abandonarse al ritmo peculiar del pueblo, escuchar a sus gentes y dejar que ellas los guiasen a través de los ceremoniales que todo recién llegado debía completar, antes de poder afirmar que residía en Bahía Azul.

Por ello, cada vez que Simone acudía al pueblo a recoger el correo y los envíos de Lazarus, se dejaba caer por la panadería y tomaba conocimiento del pasado, el presente y el futuro. Las damas de Bahía Azul la acogieron de buen grado, y no tardaron en bombardearla con preguntas acerca de su misterioso patrón. Lazarus llevaba una vida retirada y raramente se dejaba ver por Bahía Azul. Esto, junto con el torrente de libros que recibía todas las semanas, lo convertía en un foco de misterios sin fin.

—Imagínese usted, amiga Simone —le confió en una ocasión Pascale Lelouch, la esposa del boticario—, un hombre solo, bueno, prácticamente solo…, en esa casa, con todos esos libros…

Simone acostumbraba a asentir sonriendo ante semejantes despliegues de sagacidad, sin soltar prenda. Como su difunto marido había dicho en una ocasión, no valía la pena perder el tiempo en intentar cambiar el mundo; bastaba con evitar que el mundo lo cambiase a uno.

Estaba también aprendiendo a respetar las extravagantes demandas de Lazarus respecto a su correspondencia. El correo personal debía ser abierto al día siguiente de su recepción y contestado con prontitud. El correo comercial u oficial debía ser abierto en el mismo día en que era recibido, pero nunca debía dársele respuesta antes de una semana. Y, por encima de todo, cualquier envío procedente de Berlín bajo el nombre de un tal Daniel Hoffmann debía serle entregado en persona y jamás, bajo ningún concepto, abierto por ella. El porqué de todos estos detalles no era de su incumbencia, concluyó Simone. Había descubierto que le gustaba vivir en aquel lugar y que le parecía un ambiente razonablemente saludable para que sus hijos creciesen lejos de París. Qué día se abriesen las cartas le resultaba absoluta y gloriosamente indiferente.

Por su parte, Dorian averiguó que incluso su dedicación semiprofesional a la cartografía le dejaba tiempo para hacer algunos amigos entre los muchachos del pueblo. A nadie parecía importarle si su familia era nueva o no; o si era un buen nadador o no (no lo era, inicialmente, pero sus nuevos colegas se encargaron de enseñarle a mantenerse a flote). Aprendió que la petanca era una ocupación para ciudadanos rumbo a la jubilación y que el perseguir a las chicas era tarea de quinceañeros petulantes y devorados por fiebres hormonales que atacaban el cutis y el sentido común. A su edad, aparentemente, lo que uno hacía era corretear en bicicleta, fantasear y observar el mundo, a la espera de que el mundo empezase a observarlo a uno. Y los domingos por la tarde, cine. Fue así como Dorian descubrió un nuevo amor inconfesable a cuyo lado la cartografía palidecía como una ciencia de pergaminos apolillados: Greta Garbo. Una criatura divina, cuya mención en la mesa a la hora de comer bastaba para quitarle el apetito, pese a que en el fondo era una anciana de… treinta años.

Mientras Dorian se debatía en la duda de si su fascinación por una mujer al borde de la vejez podía presentar visos de perversidad, Irene era quien, más que ninguno de ellos, recibía el impacto frontal de Hannah en toda su envergadura. La lista de jóvenes sin compromiso y de compañía deseable estaba en el orden del día. La idea de Hannah era que, si pasados quince días en el pueblo Irene no empezaba a coquetear con alguno de ellos lánguidamente, los muchachos comenzarían a tomarla por un bicho raro. La propia Hannah era la primera en admitir que, aunque en el capítulo de bíceps el cartel de figuras cumplía un aprobado digno, en lo referente al cerebro el reparto divino había sido escaso y estrictamente funcional. Pretendientes y moscones, en cualquier caso, no le faltaban, lo cual provocaba la sana envidia de su amiga.

—Hija mía, si yo tuviera el mismo éxito que tú, a estas alturas ya sería Mata-Hari —solía decir Hannah.

Irene, dirigiendo una mirada a la jauría de encontradizos, sonreía tímidamente.

—No estoy segura de que me apetezca… Parecen un poco tontos…

—¿Tontos? —estallaba Hannah ante aquel derroche de oportunidades—. ¡Si quieres oír algo interesante, vete al cine o coge un libro!

—Lo pensaré —reía Irene.

Hannah sacudía la cabeza.

—Acabarás como mi primo Ismael —sentenciaba entonces.

Ismael era su primo, tenía dieciséis años y, tal como había contado Hannah, se había criado con su familia a la muerte de sus padres. Trabajaba como marinero en el barco de su tío, pero sus verdaderas pasiones parecían ser la soledad y su velero, un esquife que había construido con sus propias manos y al que había bautizado con un nombre que Hannah jamás conseguía recordar.

—Algo griego, creo. ¡Ufff!

—¿Y dónde está ahora? —preguntó Irene.

—En el mar. Los meses de verano son buenos para los pescadores que se enrolan en expediciones en alta mar. Papá y él están en el Estelle. No vuelven hasta agosto —explicó Hannah.

—Debe de ser triste. Tener que pasar tanto tiempo en el mar, separados…

Hannah se encogió de hombros.

—Hay que ganarse la vida…

—No te gusta mucho trabajar en Cravenmoore, ¿verdad? —insinuó Irene.

Su amiga la observó con cierta sorpresa.

—No es asunto mío…, claro —rectificó Irene.

—No me molesta la pregunta —dijo Hannah sonriendo—. La verdad es que no me gusta demasiado, no.

—¿Por Lazarus?

—No. Lazarus es amable y ha sido muy bueno con nosotros. Cuando papá tuvo el accidente de las hélices, hace años, fue él quien pagó toda la operación. Si no fuese por Lazarus…

—¿Entonces?…

—No sé. Es ese lugar. Las máquinas… Está lleno de máquinas que te miran en todo momento.

—Son sólo juguetes.

—Prueba a dormir una noche allí. A la que cierras los ojos, tic-tac, tic-tac…

Ambas se miraron.

—¿Tic-tac, tic-tac…? —repitió Irene.

Hannah le dedicó una sonrisa sarcástica.

—Yo seré una cobardica, pero tú vas camino de ser una solterona.

—Me encantan las solteronas —replicó Irene.

De este modo, casi sin advertido, un día tras otro desfiló por el calendario y, antes de que pudiesen darse cuenta, agosto entró por la puerta. Con él, llegaron también las primeras lluvias del verano, tormentas pasajeras que apenas duraban un par de horas. Simone, ocupada en sus nuevos quehaceres. Irene, acostumbrándose a la vida con Hannah. Y Dorian, para qué hablar, aprendiendo a bucear mientras trazaba mapas imaginarios de la geografía secreta de Greta Garbo.

Un día cualquiera, uno de esos días de agosto en que la lluvia de la noche anterior había esculpido en las nubes castillos de algodón sobre una lámina de azul resplandeciente, Hannah e Irene decidieron ir a dar un paseo por la Playa del Inglés. Se cumplía un mes y medio de la llegada de los Sauvelle a Bahía Azul. Y cuando parecía que ya no había lugar para las sorpresas, éstas estaban todavía por empezar.

La luz del mediodía desvelaba un rastro de pisadas a lo largo de la línea de la marea, muescas en una lámina blanca; sobre el mar, los mástiles lejanos del puerto parpadeaban como espejismos.

En medio de una blanca inmensidad de arena fina como el polvo, Irene y Hannah descansaban sobre los restos de un antiguo bote varado en la orilla, rodeadas por una bandada de pequeños pájaros azules que parecían anidar ente las dunas níveas de la playa.

—¿Por qué la llaman la Playa del Inglés? —preguntó Irene, contemplando la extensión desolada que mediaba entre el pueblo y el cabo.

—Aquí vivió, durante años, un viejo pintor inglés, en una cabaña. El pobre tenía más deudas que pinceles. Regalaba cuadros a la gente del pueblo a cambio de comida y ropa. Murió hace tres años. Lo enterraron aquí, en la playa donde había pasado toda su vida —explicó Hannah.

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