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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

Las luces de septiembre (10 page)

BOOK: Las luces de septiembre
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En tan sólo unos minutos, el barco se abrió camino entre la corriente que batía en el extremo del cabo y se adentró en la Bahía Negra. La luz de la mañana esculpía siluetas en las paredes de los acantilados que formaban buena parte de la costa de Normandía, muros de roca que se enfrentaban al océano. Los reflejos del sol sobre el agua dibujaban destellos cegadores de espuma y plata encendida. El viento del norte impulsaba el velero con fuerza, la quilla segando la superficie como una daga. Para Ismael, aquello era simple rutina; para Irene, las mil y una noches.

A los ojos de una marinera novata como ella, aquel desbordante espectáculo de luz y agua parecía llevar la promesa invisible de mil aventuras y otros tantos misterios que esperaban ser descubiertos bajo el manto del océano. Al timón, Ismael se mostraba inusualmente sonriente y encaminaba el velero rumbo a la laguna. Irene, víctima agradecida del embrujo del mar, siguió con su relato de cuanto había averiguado en su primera lectura del diario de Alma Maltisse.

—Evidentemente, lo escribía para sí misma —explicó la joven—. Es curioso que nunca mencione a nadie por su nombre. Es como un relato de gente invisible.

—Es impenetrable —apuntó Ismael, quien había dejado por imposible la lectura del diario tiempo atrás.

—En absoluto —objetó Irene—. Lo que ocurre es que para entenderlo hay que ser una mujer.

Los labios de Ismael parecieron a punto de disparar una réplica ante la aseveración de su copiloto, pero por algún motivo, sus pensamientos se batieron en retirada.

Al poco, el viento de popa los condujo hasta la boca de la laguna. Un estrecho paso entre las rocas esbozaba una bocana en un puerto natural. Las aguas de la laguna, de apenas tres o cuatro metros de profundidad, eran un jardín de esmeraldas transparentes, y el fondo arenoso parpadeaba como un velo de gasas blancas a sus pies. Irene contempló boquiabierta la magia que el arco de la laguna confinaba en su interior. Una bandada de peces danzaba bajo el casco del Kyaneos, igual que dardos de plata brillando intermitentemente.

—Es increíble —balbuceó Irene.

—Es la laguna —aclaró Ismael, más prosaico.

Después, mientras ella seguía bajo los efectos de una primera visita a aquel paraje, el chico aprovechó para arriar las velas y anclar el velero. El Kyaneos se meció lentamente, una hoja en la calma de un estanque.

—Bien. ¿Quieres ver esa cueva o no?

Por toda respuesta, Irene le ofreció una sonrisa desafiante y, sin apartar los ojos de los suyos, se despojó de su vestido lentamente. Las pupilas de Ismael se expandieron como platos. Su imaginación no había anticipado semejante espectáculo. Irene, pertrechada con un sucinto bañador, cuya brevedad habría hecho que su madre jamás lo hubiera considerado merecedor de dicho nombre, sonrió ante el semblante de Ismael. Tras aturdirlo un par de segundos con la visión, justo lo necesario para no dejarlo acostumbrarse a ella, saltó al agua y se sumergió bajo la lámina de reflejos ondulantes. Ismael tragó saliva. O él era muy lento o aquella muchacha era demasiado rápida para él. Sin pensado dos veces, saltó al agua tras ella. Necesitaba un baño.

Ismael e Irene nadaron hacia la boca de la Cueva de los Murciélagos. El túnel se adentraba en la tierra, como una catedral labrada en la roca. Una tenue corriente emanaba del interior y acariciaba la piel bajo el agua. El interior de la caverna marina se alzaba en forma de bóveda, coronada por cientos de largas astillas de roca que pendían en el vacío como lágrimas de hielo petrificado. Los reflejos del agua descubrían mil y un recovecos entre las rocas, y el fondo arenoso adquiría una fosforescencia fantasmal que tendía una alfombra de luz hacia el interior.

Irene se sumergió y abrió los ojos bajo el agua.

Un mundo de reflejos evanescentes danzaba lentamente frente a ella, poblado por criaturas extrañas y fascinantes. Pequeños peces cuyas escamas cambiaban de color según la dirección en que reflejaban la luz. Plantas irisadas sobre la roca. Diminutos cangrejos correteando sobre las arenas submarinas. La muchacha permaneció contemplando la fauna que poblaba la caverna hasta que le faltó el aire.

—Si sigues haciendo eso… te saldrá cola de pez, como a las sirenas —dijo Ismael.

Ella le guiñó un ojo y lo besó bajo la tenue claridad de la caverna.

—Ya soy una sirena —murmuró, adentrándose en la Cueva de los Murciélagos.

Ismael intercambió una mirada con un estoico cangrejo que lo escrutaba acomodado sobre la pared de roca y que parecía tener una curiosidad antropológica por la escena. La mirada sabia del crustáceo no dejaba duda alguna. Le estaban tomando el pelo de nuevo.

Un día completo de ausencia, pensó Simone.

Hannah llevaba horas sin aparecer y sin dar noticias. Simone se preguntó si se enfrentaba a un problema puramente disciplinario. Ojalá fuese así. Había dejado pasar la jornada dominical a la espera de tener noticias de la chica, pensando que habría tenido que ir a su casa. Una pequeña indisposición. Un compromiso imprevisto. Cualquier explicación le hubiese bastado. Tras horas de espera, decidió enfrentarse al dilema. Se disponía a tomar el teléfono para llamar a casa de la muchacha cuando una llamada entrante se le adelantó. La voz que sonó le resultaba desconocida y el modo en que su dueño se identificó hizo poco por tranquilizada.

—Buenos días, madame Sauvelle. Mi nombre es Henri Faure. Soy el comisario jefe de la gendarmería de Bahía Azul —anunció, cada palabra más pesada que la anterior.

Un tenso silencio se apoderó de la línea.

—¿Madame? —inquirió el policía.

—Lo escucho.

—No me resulta fácil decirle esto…

Dorian había dado por concluida su jornada de mensajero por aquel día. Los encargos que Simone le había confiado ya estaban más que resueltos, y la perspectiva de una tarde libre se presentaba prometedora y refrescante. Cuando llegó a la Casa del Cabo, Simone todavía no había vuelto de Cravenmoore, y su hermana Irene debía de estar por allí, con aquella especie de novio que se había granjeado. Tras apurar un par de vasos de leche fresca uno tras otro, la extraña sensación de la casa vacía de mujeres se le antojó un tanto desconcertante. Uno llegaba a acostumbrarse tanto a ellas que, en su ausencia, el silencio se hacía vagamente inquietante.

Aprovechando que todavía quedaban unas horas de luz por delante, Dorian optó por explorar el bosque de Cravenmoore. En pleno día, tal y como había predicho Simone, las siluetas siniestras no eran más que árboles, arbustos y maleza. Con esto en su mente, el muchacho se encaminó hacia el corazón de aquel bosque denso y laberíntico que se extendía entre la Casa del Cabo y la mansión de Lazarus Jann.

Llevaba unos diez minutos sin rumbo concreto cuando advirtió por primera vez el rastro de unas huellas que se adentraban en la espesura desde los acantilados y que, inexplicablemente, desaparecían a la entrada de un claro. El muchacho se arrodilló y palpó las huellas, más propiamente marcas confusas, que horadaban el suelo del bosque. Quien fuera o lo que fuera que había dejado aquellas marcas tenía un peso considerable. Dorian estudió de nuevo el último tramo de huellas hasta el punto en que desaparecían. Si tenía que dar crédito a los indicios, quien fuera que las hubiera hecho había dejado de caminar en aquel punto y se había evaporado.

Alzó la mirada y observó la red de claros y sombras que se tejía en las copas de los árboles de Cravenmoore. Uno de los pájaros de Lazarus cruzó entre las ramas. El muchacho no pudo evitar sentir un escalofrío. ¿No había un solo animal vivo en aquel bosque? La única presencia tangible era la de aquellos seres mecánicos que aparecían y desaparecían en las sombras, sin que uno pudiese imaginar jamás de dónde venían o adónde se dirigían. Sus ojos siguieron examinando el entramado del bosque y advirtieron entonces una profunda muesca en un árbol cercano. Dorian se acercó hasta el tronco y examinó la marca. Algo había abierto una profunda herida sobre la madera. Laceraciones semejantes jalonaban el tronco hacia su cima. El chico tragó saliva y decidió salir de allí a escape.

Ismael guió a Irene hasta una pequeña roca plana que sobresalía un par de palmos en el centro de la cueva y ambos se tendieron encima a tomar un respiro. La luz que penetraba por la boca de la cueva reverberaba en el interior trazando una curiosa danza de sombras sobre la bóveda y las paredes de la gruta. El agua allí parecía más cálida que en mar abierto y emanaba una cierta cortina vaporosa.

—¿Hay más entradas a la cueva? —preguntó Irene.

—Una más, pero es peligrosa. El único modo seguro de entrar y salir es por mar, desde la laguna.

La muchacha contempló el espectáculo de luz evanescente que descubría las entrañas de la cueva. Aquel lugar destilaba una atmósfera envolvente e hipnótica. Por unos segundos, Irene creyó estar en el interior de una gran sala de un palacio tallado en el interior de la roca, un lugar legendario que sólo podía existir en sueños.

—Es… mágico —dijo.

Ismael asintió.

—A veces vengo aquí y me paso horas sentado en una de las rocas, viendo cómo la luz cambia de color bajo el agua. Es mi santuario particular…

—Lejos del mundo, ¿verdad?

—Tan lejos como puedas imaginar.

—No te gusta mucho la gente, ¿no?

—Depende de qué gente —respondió él con una sonrisa en los labios.

—¿Es eso un cumplido?

—A lo mejor.

El muchacho desvió la mirada e inspeccionó la boca de la cueva.

—Es mejor que nos vayamos ahora. La marea no tardará en subir.

—¿Y eso?

—Cuando sube la marea, las corrientes empujan hacia el interior de la cueva y la caverna se llena de agua hasta la cima. Es una trampa mortal. Puedes quedarte atrapado y morir ahogado como una rata.

De repente, la magia del lugar se tornó amenazadora. Irene imaginó la cueva llenándose de agua helada sin posibilidad de escapatoria.

—No hay prisa… —puntualizó Ismael.

Irene, sin pensado dos veces, nadó hacia la salida y no se detuvo hasta que el sol le sonrió de nuevo. Él la observó nadar a toda prisa y sonrió para sí. La chica tenía agallas.

La travesía de vuelta transcurrió en silencio. Las páginas del diario resonaban en la mente de Irene como un eco que se resistía a desaparecer. Un espeso banco de nubes había cubierto el cielo y el sol se había ocultado, confiriendo al mar un tono plomizo y metálico. El viento era más frío e Irene se enfundó de nuevo su vestido. Esta vez Ismael apenas la observó mientras se vestía, señal de que el muchacho andaba perdido en sus propios pensamientos, fueran cuales fuesen.

El Kyaneos dobló el cabo a media tarde y puso proa hacia la casa de los Sauvelle, mientras el islote del faro se sumergía en la neblina. Ismael guió el velero hasta el embarcadero y efectuó la maniobra de amarre con su habitual pericia, aunque se diría que su mente estaba a muchas millas de aquel lugar.

Cuando hubo llegado el momento de despedirse, Irene tomó la mano del muchacho.

—Gracias por llevarme a la cueva —dijo, saltando a tierra.

—Siempre me das las gracias y no sé por qué… Gracias a ti, por venir.

Irene ardía en deseos de preguntarle cuándo volverían a verse, pero una vez más su instinto le aconsejó guardar silencio. Ismael liberó el cabo de proa y el Kyaneos se alejó en la corriente.

Mientras contemplaba el velero marcharse, Irene se detuvo en la escalinata de piedra del acantilado. Una bandada de gaviotas lo escoltaba en su rumbo hacia las luces del muelle. Más allá, entre las nubes, la luna tendía un puente de plata sobre el mar, guiando el velero de vuelta al pueblo.

Irene recorrió el camino a través de la escalera de piedra luciendo una sonrisa en los labios que nadie podía ver. Demonios, cómo le gustaba aquel chico…

Nada más entrar en casa, Irene notó que algo andaba mal. Todo estaba demasiado ordenado, demasiado tranquilo, demasiado silencioso. Las luces del salón de la planta baja bañaban la penumbra azulada de aquella tarde de nubes. Dorian, sentado en una de las butacas, contemplaba las llamas del hogar en silencio. Simone, de espaldas a la puerta, observaba el mar desde el ventanal de la cocina, con una taza de café frío en la mano. El único sonido era el murmullo del viento acariciando las veletas del techo.

Dorian y su hermana intercambiaron una mirada. Irene se acercó hasta su madre y posó una mano sobre su hombro. Simone Sauvelle se volvió. Había lágrimas en sus ojos.

—¿Qué ha pasado, mamá?

Su madre la abrazó. Irene apretó las manos de su madre entre las suyas. Estaban frías. Temblaban.

—Es Hannah —murmuró Simone.

Un largo silencio. El viento arañó los postigos de la Casa del Cabo.

—Ha muerto —añadió.

Lentamente, como un castillo de naipes, el mundo se derrumbó alrededor de Irene.

7. UN CAMINO DE SOMBRAS

La carretera que corría junto a la Playa del Inglés reflejaba la tez del crepúsculo y tendía una serpentina escarlata hasta el pueblo. Irene, pedaleando en la bicicleta de su hermano, volvió la vista hacia la Casa del Cabo. Las palabras de Simone y el horror en sus ojos al ver a su hija abandonar la casa precipitadamente al crepúsculo todavía pesaban en ella, pero la imagen de Ismael navegando rumbo a la noticia de la muerte de Hannah ejercía más fuerza que cualquier remordimiento.

Simone le había explicado que, unas horas antes, dos excursionistas habían encontrado el cuerpo de Hannah cerca del bosque. Desde aquel momento, la noticia había despertado la desolación, la murmuración y el dolor entre quienes habían tenido la fortuna de tratar a la dicharachera muchacha.

Se sabía que su madre, Elisabet, había sufrido una crisis nerviosa al conocer los hechos y que permanecía bajo los efectos de sedantes administrados por el doctor Giraud. Pero poco más.

Los rumores acerca de una antigua cadena de crímenes que habían turbado la vida local años atrás habían vuelto a la superficie. Había quienes querían ver en la desgracia una nueva entrega en la macabra saga de asesinatos sin resolver que habían tenido lugar en el bosque de Cravenmoore durante la década de los años veinte.

Otros preferían esperar a conocer más detalles acerca de las circunstancias que habían rodeado la tragedia. El vendaval de murmuraciones, sin embargo, no arrojaba luz alguna respecto a la posible causa del fallecimiento. Los dos excursionistas que habían tropezado con el cuerpo llevaban horas prestando declaración en las dependencias de la gendarmería, y dos expertos forenses de La Rochelle —se decía— estaban en camino. A partir de ahí, la muerte de Hannah era un misterio.

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