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Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

La vida iba en serio (2 page)

BOOK: La vida iba en serio
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—¿Estás seguro?

Yo no estaba seguro de nada, pero lo que sí tenía claro era que no quería vivir más tiempo encerrado en aquella casa de cincuenta metros cuadrados en la que estaba prohibido ese tipo de alegría tan asociada al riesgo, a la diversión, a la aventura. No quería conseguir el trabajo estable por el que suspiraba mi padre, no quería un horario fijo, ni siquiera quería tener novia. Detestaba llevar una vida previsible y, lo más preocupante, comenzaban a agotárseme las excusas cuando me preguntaban dónde y con quién había estado la noche anterior. Vivir engañando me resultaba extenuante.

Antes de trasladarme ¿definitivamente? a Madrid me planté en casa de Marisol y Antonio, unos amigos que vivían en la capital —y a los que había conocido en un viaje a Jordania organizado por una agencia barata—, para comunicarles la buena nueva y pedirles que me acogieran durante los tres o cuatro días en que me dediqué a buscar un buen piso de alquiler. Antes, en Badalona, había leído con fruición el
Segunda Mano
, seleccionado varios anuncios que me parecieron atractivos y concertado las visitas pertinentes, que agrupé en aquellos pocos días que pasé en casa de mis amigos. No recuerdo la búsqueda con alegría: la mayoría de los pisos que estaban a mi alcance estaban destartalados, eran tristes y tenían las paredes desconchadas, las cortinas sucias y unas cocinas de alicatados imposibles que provocaban pánico. Hasta que di con uno en la calle Escalinata, en pleno Madrid de los Austrias. Aunque era caro —noventa mil pesetas mensuales— respondía a mis necesidades: céntrico, bien comunicado y con los muebles justos para entrar a vivir sin que aquello pareciera un campamento. Me lo enseñaron la propietaria y su hermano, un chico cinco o seis años mayor que yo que todo el tiempo me sonreía con cierta insistencia y sin venir a cuento. Me llevó una tarde decidir que desde aquel centro de operaciones iniciaría mi asalto a la capital. Así pues, volví a Badalona con la primera de las misiones cumplida y dispuesto, entonces sí, a organizar mi traslado definitivo.

Me costó poco despedirme de la que había sido mi vida hasta los veinticinco años. Quería a mis padres, claro, pero necesitaba alejarme de ellos para comenzar a vivir sin remordimientos ni engaños. Con mis dos hermanas —Ana y Esther, diez y ocho años mayores que yo respectivamente— tampoco tenía mucha relación. Nos llevábamos bien, pero no nos hacíamos partícipes de nuestras existencias. La mayor acababa de separarse y andaba ennoviada con un uruguayo, y la mediana vivía feliz con sus dos hijos. Si les dolía mi marcha, no me lo hicieron saber, o al menos yo no lo sentí.

El día de mi partida fue menos trágico de lo que había imaginado. Supongo que mis padres pensaban que cuando se me acabara el dinero tendría que volver a casa sin aquellos pájaros que poblaban mi cabeza y comenzar a tomarme en serio eso de vivir. Me llevaron al aeropuerto, me despidieron con dos fuertes abrazos y, después de decirles adiós, no quise volverme porque sabía que mi madre estaría con la lágrima a punto de caramelo. Pero también porque no quería sentirme mal por lo feliz que era marchándome de su lado.

Sin embargo, después de la hora escasa de vuelo, del taxi al centro y de la fallida entrada en mi nuevo hogar, allí estaba yo, con mis grandes planes destruidos, o al menos aplazados, sentado en un banco de la plaza de Isabel
II
sin saber bien qué hacer.

Después de una hora decidí dejar de sentirme ridículo y plantarme en el que ya era mi piso. Me esperaba el hermano de la dueña, todo sonrisas y disculpas. Me contó que había ligado con un tío la noche anterior y que, como no tenía mucha pasta ni tampoco intimidad en su casa, había decidido utilizar como picadero una última vez el que ya era mi piso. Vaya, pensé animándome de pronto, tampoco tenía tantos motivos para estar triste; al fin y al cabo era sábado, y quizá yo pudiera empezar también aquella misma noche a salir por discotecas «de ambiente» sin temor a que alguien me reconociera y fuera con el cuento a mis padres.

2

MADRID, NOCHE PRIMERA

Madrid era para mí una mezcla de versos e imágenes de Lope de Vega, Pérez Galdós, Alfonso
XIII
y Radio Futura. Un dispar batiburrillo que poco tenía que ver con aquella Barcelona limpia, moderna, aséptica y abierta al mar que había dejado atrás. Acababa de cambiar una ciudad que vivía corriéndose de gusto al mirarse al espejo —no en vano había organizado los mejores Juegos Olímpicos de la era contemporánea— por otra que olía a cañas y a tascas y, acostumbrado a los bares de diseño que habían comenzado a surgir en la Barcelona posolímpica, me quedaba embobado contemplando en Madrid los bares mugrientos que vendían bocatas de calamares como si fueran perlas. Todo me llamaba la atención: lo viejo que estaba el metro en el centro, aquella Gran Vía atiborrada de gente, que una mujer le preguntara a su acompañante «¿Hace una caña, moreno?», o que en una panadería una señora se quejara a la dependienta de que la palmera no estuviera «hojaldre».

—¿Que no está «hojaldre», señora? —respondió la muchacha como si fuera la protagonista de un sainete—. Será que no la ha visto usted bien.

Yo paseaba por la ciudad con ansia y me emocionaba cuando salían a mi paso lugares que conocía por motivos diversos: la travesía de Bringas de
Fortunata y Jacinta
, la Plaza Mayor, el teatro La Latina y el enorme cartel que anunciaba la revista de su estrella por antonomasia, el Chicote de los
cocktails
de posguerra… Y Chueca. Sobre todo Chueca, aquel barrio que todavía acogía en su plaza a camellos de hachís pero que estaba comenzando a convertirse en la zona gay por excelencia.

Tenía tantas ganas de pisar la tierra prometida que no habrían pasado ni seis horas desde mi llegada a Madrid cuando fui a conocerlo en persona. Nada más tomar posesión real y efectiva del piso, una vez que hubo salido de él el hermano de mi casera, fui a hacer unas compras básicas a El Corte Inglés de Sol, volví, me duché, llamé a mis padres y me dispuse a ejercer mi albedrío. Estaba feliz. Les conté que el vuelo había ido muy bien, que había tomado posesión de la casa sin ningún contratiempo —mentira— y que Madrid me parecía una ciudad maravillosa. Ahí sí que no mentía: quizá fuera la primera vez en mi vida que sentí que el mundo me pertenecía: podía meterme en un bar de ambiente sin temor a ser descubierto.

Aquello, tan básico, era la libertad para mí.

Pero, con todo, no sería la primera vez que pisara un bar gay. Aquel acontecimiento había tenido lugar cuatro años atrás y había sido gracias a un compañero de la facultad llamado Joan. Yo tenía veintiún años y él me llevaba más de diez, sin embargo jamás quiso especificar cuántos más. Era guapo y tenía buen cuerpo, aunque nunca llegué a sentirme atraído por él, quizá porque desde el primer momento desempeñó el papel de padre, madre y guía.

Coincidíamos en Literatura Española del Siglo de Oro, y él destacaba entre todos los alumnos no ya por su edad, sino por su aire de madurez, de saber mucho más de todo que nosotros. Joan había estudiado antes otra carrera técnica y, ya metido de lleno en el mercado laboral, se había dado cuenta de que la literatura era su auténtica vocación, por lo que se había matriculado en la facultad con la certeza de que aquello era lo que quería, una opción verdadera en la que había decidido volcarse de lleno y no una salida apresurada nada más terminar la selectividad. Muchos de mis compañeros habían elegido aquella carrera porque parecía fácil, o porque no pedían mucha nota para entrar y la media no les había dado para alcanzar alguna otra facultad más deseada. Tal vez aquella seguridad, aquel aire de determinación, fuera lo que lo diferenciaba. A su lado, todos eran niñatos.

Comenzamos a dedicarnos miradas, de las miradas se pasó a las sonrisas y de las sonrisas a los saludos. Y un día, antes de que comenzara una clase, me dirigí a él y le pedí que me prestara los apuntes del día anterior.

—Chico, es que ayer preferí ir al cine antes que venir a clase, me aburre bastante la profesora —le dije como excusa.

—Joan, me llamo Joan. Y yo también me aburro, no te creas.

Joan sabía que yo no buscaba sus apuntes, lo que deseaba era acercarme a él y encontrar un cómplice. Jamás le agradeceré lo bastante que me lo pusiera tan fácil.

—Si quieres quedamos al final de la clase, haces fotocopias y, como muestra de gratitud, me invitas a un café —me propuso.

—Vale.

No hizo falta que nos confesáramos nada. Ambos sabíamos lo que éramos aunque nos separara un factor muy importante: la experiencia. Mientras que él conocía al dedillo adónde tenía que ir para ligar, yo sólo sabía que había bares en Barcelona donde tíos que no se habían visto en la vida se saludaban y al rato —tres cuartos de hora, dos horas después como mucho— acababan encamados. Y también sabía, porque lo había probado, que había tíos que follaban por pasta. Me ponía muy caliente leer en los anuncios por palabras de los periódicos la manera en la que se anunciaban, aunque no era capaz de reunir el valor suficiente para llamar a uno de ellos. Más o menos por aquel entonces, mi excitación aumentó de manera espectacular un domingo en que, después de ir solo a ver una obra de teatro que se representaba en el Paralelo, paseé hasta llegar a las Ramblas y descubrí que en los kioscos había revistas que llevaban en la portada tíos en pelotas, tíos de todas las clases habidas y por haber (musculados, fibrados, con vello, imberbes, sudados, en bañador, con
slips
), aunque con un denominador común: un paquete tan descomunal como sugerente. Después de una lucha titánica contra mi desmesurado sentido de la vergüenza, compré una de aquellas revistas, y también compré otras tres o cuatro más que no tenían nada que ver con ella para enmascarar mi adquisición. Llegué a Badalona sobre las diez de la noche, y nada más entrar en casa me dirigí al baño con la revista que tanto esfuerzo me había costado conseguir.

Lo que vi me volvió loco. De repente sentí como si cientos de monstruos que hubieran vivido aletargados en mi interior durante años se despertaran todos a la vez y lucharan con furia por dirigirse desde mi estómago hasta mi boca con el fin de ser expulsados de mi cuerpo a modo de vómito (ahora, con los años, sé que sufrí un ataque de ansiedad). Salí del baño y cogí un periódico que había encima del sofá, busqué la página de contactos, memoricé un teléfono y me dirigí hacia el recibidor como si fuera sonámbulo. Cerré la puerta que separaba la diminuta estancia del no menos diminuto comedor, cogí el auricular y marqué el número memorizado.

—¿Frank? —pronuncié con voz apenas audible.

—Sí, soy yo.

—Mira, es que te llamaba para ver si podía quedar contigo ahora.

—Claro, ningún problema.

Los monstruos fueron calmándose poco a poco. Entendí en su voz cierto matiz de colegueo, o quizá Frank estuviera acostumbrado a que lo llamasen primerizos y se le diera bien tranquilizarlos.

—¿Cuánto cobras?

—Son cinco mil pesetas. Mira, te paso la dirección y espero como máximo una hora. Si no, me piro.

—Vale, vale, no te preocupes, que ya salgo para allá.

El primer problema ya estaba resuelto. Sólo faltaba salir de casa sin que mi padre se mosqueara excesivamente, aunque llegados a aquel punto me daba igual cómo se pusiera. Estaba dispuesto a follar con un tío de una puta vez aunque tuviera que soportar un mes de caras largas.

—Acabo de hablar con una amiga de la facultad que me he encontrado al salir del teatro y me ha invitado a una fiesta que va a hacer ahora en su casa.

Mi padre, que estaba viendo la tele, miró a mi madre y frunció el morro. Mal vamos, pensé yo.

—¿Vas a salir de casa a estas horas?

—Bueno, tampoco es muy tarde.

—No me gusta que vayas a esas fiestas. Seguro que hay cocaína.

Flipé. Jamás había escuchado a mi padre pronunciar el nombre de aquella droga. Me quedé sin respuesta y él interpretó por mi silencio que yo hacía oídos sordos a su recomendación.

—Haz lo que quieras —sentenció.

Y lo hice. Salí de casa, pillé un taxi y a la media hora ya estaba en casa de Frank. Era un chico alto, delgado y muy amable que me recibió con vaqueros, camiseta blanca y botas. «Antes de» hablamos muy poco, porque en seguida me abalancé sobre él: nos desnudamos sin ceremonias, alcancé a darle tres o cuatro besos, lamí menos de dos minutos un sexo que no terminaba de ponerse duro y al juntar su rabo con el mío me corrí. Aquella fue mi primera experiencia sexual con un hombre y todavía hoy le agradezco que no me echara nada más terminar su servicio: me vio tan torpe que tuvo la delicadeza de dedicarme unos minutos de conversación en los que me puse al tanto de los bares por los que se movía la gente como yo.

Al entrar de nuevo en casa me sobresaltó la voz de mi padre:

—¿Eres tú, Jorge?

—Sí, ya estoy aquí. Duerme tranquilo.

Poco podía imaginar que el que no iba a dormir tranquilo durante los siguientes siete años era yo. Frank me había contagiado el sida.

3

LA LEY DEL DESEO

Madrid también era para mí
La ley del deseo
de Almodóvar. Tendría yo unos diecinueve años cuando mi tía Carmen, hermana de mi padre, me llevó a ver esa película a una sesión golfa en un cine del Eixample. Mi tía es veinte años mayor que yo, y para la sociedad era lo que por aquella época se conocía como una solterona. Vivió con su madre, mi abuela, hasta que ella falleció, y a los ojos de la gente llevaba una vida digna de lástima: se levantaba a las cinco de la mañana para ir a trabajar a un laboratorio farmacéutico al que tardaba en llegar un cuarto de hora, y a las cinco de la tarde volvía a casa y se enfrascaba en la lectura de unos libros que cuando yo era más pequeño me parecían extrañísimos, porque no reconocía títulos ni autores. Acostumbrado a que en las estanterías de mi casa sólo hubiera ejemplares populares basados en películas de éxito y comprados a través del Círculo de Lectores, o los bestsellers que de vez en cuando regalaba La Caixa, la biblioteca de mi tía era para mí un elemento discordante dentro de nuestro universo en apariencia ordenado, porque en ella Kafka convivía con Tagore, y Sánchez Ferlosio con Ignacio Aldecoa, aunque siempre que iba a su casa acababa entre mis manos un ejemplar de las
Obras completas
de García Lorca: como conocía su vida, intentaba encontrar en sus textos elementos que me ayudaran a no sentirme tan solo.

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